Tribuna:ANÁLISIS

Las autonomías y la independencia judicial

Puede caerse en la tentación de creer que el sentido de las decisiones judiciales dentro de Cataluña podría variar esencialmente si se hubiera establecido ya el Tribunal Superior de Justicia. A mi juicio, eso es un error, y además interesado.Desde un planteamiento meramente técnico que observe el funcionamiento estatal, el problema no radica en la aparición de un tipo u otro de órganos dentro de la estructura unitaria judicial del Estado, sino en el papel que las propias instancias sociales y políticas atribuyen al poder judicial y que éste asume. Sin duda contar con un órgano supremo j...

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Puede caerse en la tentación de creer que el sentido de las decisiones judiciales dentro de Cataluña podría variar esencialmente si se hubiera establecido ya el Tribunal Superior de Justicia. A mi juicio, eso es un error, y además interesado.Desde un planteamiento meramente técnico que observe el funcionamiento estatal, el problema no radica en la aparición de un tipo u otro de órganos dentro de la estructura unitaria judicial del Estado, sino en el papel que las propias instancias sociales y políticas atribuyen al poder judicial y que éste asume. Sin duda contar con un órgano supremo judicial propio puede entenderse como "poseer" (en cualquiera de los variados sentidos dé este término) un órgano supremo judicial.

Pero se trata sólo de lograr un avance en la solución de los problemas de un ordenamiento jurídico complejo, como es el que afecta al Estado de las Autonomías. Tengo para mí que cuando resuenan más las voces y se ponen más nervios en la urgencia, no se está pidiendo el progreso jurídico estatutario, sino que se está apelando a una cierta patrimonialización de instituciones públicas, en este caso, la judicial.

Sin embargo no variará el sentido de las decisiones judiciales cuando se implante el Tribunal Superior de Justicia catalán. Y no variará porque el meollo de la cuestión reside en un doble punto de confluencia: en el tratamiento social y político que se siga dando al poder judicial, y en las grandes concepciones jurídicas y constitucionales (y, por tanto, políticas) que ese poder asuma. El debate real y de fondo sigue en tomo a que el poder judicial sigue estando sans puissance -sin fuerza, en el sentido más físico y weberiano-, pero ¿quién lo conduce?; y, sobre todo, ¿a quien sirve?

Se dice con frecuencia que los jueces españoles han acatado siempre el ordenamiento jurídico, cualquiera que fuese el régimen que les tocaba vivir. Esto puede interpretarse como exponente de asepsia o como muestra de capacidad acomodaticia. Puede, incluso, que algo haya de ambos aspectos.

Mas, a partir de la Constitución, se produce un hecho absolutamente nuevo. Por vez primera, se funden en una sola realidad los aspectos políticos y jurídicos: una proclamación política -el Estado social y democrático- se convierte en una norma jurídica de directa aplicación por los más inmediatos servidores del Derecho, es decir la judicatura.

Después de la Constitución

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Después de la Constitución algo profundo ha cambiado en la vida jurídica española: la vieja tradición del aplicador del derecho que podía considerarse al margen de la polémica social, da paso -tiene que dar paso- a su reciente y súbita posición de ordenador directo de esa misma polémica. Y, para ello, se han de utilizar también nuevos conceptos jurídicos: los propios del Estado social y democrático de Derecho. Conceptos que exigen dos contenidos ineludibles: que el poder judicial es poder e independiente, y que'el Estado es democrático y no oligárquico.

Nuestra -historia política ha sido especialmente cruel con la Administración de Justicia. Y lo sigue siendo. En la tensión entre su consideración de servicio público y poder del Estado siempre quebró por ambas vertientes: no se le dotaba como servicio público, porque debía ser poder ("el más alto poder", se dijo), y no se le reconoció realmente la categoría de poder, porque estaba pensado como servicio público. En medio, el poder político siempre operó con la misma técnica: conseguir la absoluta dependencia judicial mientras más se gritaba su Independencia.

Hasta cierto punto, esa actitud de los poderes es bastante comprensible. Si el poder judicial asumiera su papel central de intérprete del Estado social y democrático de Derecho y, por lo tanto, arbitrara el pacto que la Constitución contiene, se vería obligado a aplicar los principios de legalidad y de constitucionalidad sin ningún tipo de excepción, sin necesidad de buscar recovecos para solventar coyunturas políticas.

Pero la política diaria no es amiga de estructuras constitucionales. Y las élites gobernantes tienen gran propensión a considerar los mandatos jurídicos como instrumentos a su directo servicio. Por eso, sólo queda la conciencia del nuevo papel histórico del juez. La renuncia a esa función puede suponer el apagamiento de su propia independencia como institución y como persona.

Miguel Ángel Aparicio Pérez es catedrático de Derecho Constitucional de la universidad de Barcelona.

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