Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA

Por qué innovan tan poco los españoles

La paradoja entre los éxitos clamorosos, en lo que un economista francés ha llamado la economía de las cosas muertas (1) y el crecimiento vertiginoso de las bolsas de miseria, sufrimiento y d'elincuencia en España, ha erosionado la credibilidad de los planteamientos globalizantes tanto de tipo macroeconómico como ideológico a los ojos de la opinión pública.Si hay paro en España no es fundamentalmente por las disparidades existentes entre vacantes o trabajadores disponibles, por la falta de capital o por las inflexibilidades del mercado laboral. Existe paro, sencillamente, porque no hay puestos...

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La paradoja entre los éxitos clamorosos, en lo que un economista francés ha llamado la economía de las cosas muertas (1) y el crecimiento vertiginoso de las bolsas de miseria, sufrimiento y d'elincuencia en España, ha erosionado la credibilidad de los planteamientos globalizantes tanto de tipo macroeconómico como ideológico a los ojos de la opinión pública.Si hay paro en España no es fundamentalmente por las disparidades existentes entre vacantes o trabajadores disponibles, por la falta de capital o por las inflexibilidades del mercado laboral. Existe paro, sencillamente, porque no hay puestos de trabajo; y no hay puestos de trabajo porque no surgen nuevas empresas en cantidad suficiente para compensar las que desaparecen; y las nuevas empresas no surgen porque el anquilosamiento de la sociedad española es el peor caldo de cultivo para que cristalice la innovación necesaria a nivel concreto. Las constantes referencias al desarrollo económico nacional debieran sustituirse por la reflexión colectiva sobre los agentes emprendedores capaces de activar proyectos a nivel local. Sólo la suma de estos últimos perfila el crecimiento del producto nacional y, por ello, pocos discutirán que la incentivación de los innovadores y proyectos locales debiese, por lo menos, acaparar idéntica atención que la manipulación milagrosa de instrumentos globales.

En definitiva, mientras los sectores establecidos siguen aferrados al valor estratégico de las variables macroeconómicas como guía exclusiva hacia el equilibrio, la sociedad española se percata de la creciente incidencia sobre los niveles de bienestar de los comportamientos innovadores y de las políticas de innovación. De ahí el interés renovado aunque lamentablemente minoritario por saber cuáles son los factores concretos que inducen a las gentes a innovar y cuáles los condicionamientos que estimulan u obstaculizan el cambio técnico y social.

IDIOSINCRASIA DE LOS INNOVADORES

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La necesidad de transformar una sociedad que castiga al innovador en otra que lo fomente ha centrado la atención de economistas y sociólogos en los rasgos comunes que les identifican como grupo social. Los innovadores se caracterizan, en primer lugar, por la convicción de que son capaces de garantizar el control interno del proyecto que están a punto de acometer. Esta convicción controladora o esta falta de rechazo frente a la incertidumbre no se da fácilmente en otros colectivos sociales. El innovador es consciente de que puede controlar las variables del proyecto que pone en marcha más allá incluso de las injerencias de un medio hostil.

Las encuestas efectuadas en Europa indican también que, en la mayoría de los casos, proceden de medios familiares vinculados a actitudes emprendedoras o empresariales y que muchos de ellos experimentaron uno o varios fracasos con anterioridad; el error constituye aquí una fuente particularmente imprescindible de aprendizajes necesarios que no tiene paralelo en otras esferas de la actividad humana. En todos los casos, los nuevos emprendedores sólo perviven si cuentan con una densa red de información, de canales o instituciones donde puedan intercambiar conocimientos sobre productos, tecnologías, precios o mercados. Como el pez requiere el agua, para los innovadores es indispensable un nivel mínimo de cultura técnica a su alrededor. La información, los conocimientos y la inteligencia son hoy la materia prima de la vida económica y no existe para un país como España objetivo más prioritario que el de difundir sus ínfimos niveles de cultura técnica. La elevación del nivel de cultura técnica depende básicamente -como se verá después- del sistema educativo y de los mecanismos que existan para transferir la información disponible en el mundo académico al de la producción.

Por último, los innovadores del siglo XXI -al contrario de los inventores de la revolución industrial- actúan en equipos cohesionados y apasionados por trayectorias e ideales parecidos; muy a menudo se han educado en los mismos centros escolares o frecuentado idénticos ambientes formando parte de una sola trama educativa y social. Precisamente uno de los grandes obstáculos al proceso innovador en España obedece a la falta de vertebración social y educativa -que aquí sustituye el amiguismo dispar-.

La falta de solidaridad con relación a redes humanas objetivadas en el conocimiento, la dispersión y el nomadismo en el mercado nacional de la información genera las mismas expectativas iniciales de éxito que en países modernamente vertebrados, con una diferencia de efectos incalculables: en esos países las expectativas de que las redes de innovadores rentabilicen en éxitos concretos sus esfuerzos solidariamente objetivados son razonables; en España, en cambio, las probabilidades de verles defraudados son tan ingentes como las propias expectativas iniciales. El resultado es un sentimiento paralizante de frustración matemáticamente alimentado por la estadística nacional que es incompatible con los nuevos escenarios de la innovación.

NIVELES ÍNFIMOS

A la hora de enumerar obstáculos al proceso innovador en España es obligado constatar las grandes carencias de los niveles de cultura técnica de la sociedad española con relación a las actitudes puramente contemplativas o literarias. Existen ya en el mundo occidental alrededor de unos cuatro millones y medio de vocablos técnicos que habría que referir, para aquilatar la envergadura de ese activo, a las 60.000 palabras de que pueden hacer gala idiomas tan ricos como el español o al millar de fonemas con que la gente se apaña para andar por casa. Pues bien, los cuatro millons de vocablos técnicos que constituyen el banco de datos de la cultura necesaria para la innovación están estérilmente monopolizados en manos de contados especialistas. Los esquemas educativos y de información deberían orientarse rápidamente hacia la difusión de esa cultura técnica en la sociedad española tomada en su conjunto, si se quiere generar el caldo de cultivo necesario para estimular el cambio técnico y social.

La elevación de los niveles de cultura técnica pasa por reformas profundas de la EGB, enseñanza técnica y de ciencias empresariales. En materia de EGB parece obvio que sus contenidos no responden a las exigencias de los nuevos escenarios de la innovación. Es una enseñanza cuyo defecto menor -y es muy grande- consiste en no dotar a los jóvenes de los lenguajes adecuados para interpretar la realidad en la que ulteriormente deberán adentrarse: el lenguaje biológico, económico, astrofísico o informático. Es un sistema educativo que por no enseñar lenguajes nisiquiera es capaz de enseñar idiomas.

En la era de la revolución tecnológica las carreras de ingeniería y ciencias básicas son el punto neurálgico del progreso impulsado por la innovación técnica y social. Lamentablemente, la sociedad española mantiene en este sector comportamientos nada revolucionarios orientados al viejo objetivo de generar técnicos en lugar de innovadores. La transformación de los ingenieros en seres humanos innovadores y de los especialistas de ciencias empresariales en personas familiarizadas y receptivas a las ciencias básicas y la tecnología constituye un objetivo educativo de la máxima prioridad. La industrialización de la ciencia y la cientificación de la industria característica de los modernos procesos de producción no pueden no hallar por más tiempo su reflejo a nivel de los esquemas educativos.

La imbricación entre management y tecnología a nivel educativo no se consolida con el fácil recurso de enseñar tecnología a los managers y management a los ingenieros. Es preciso diseñar de nueva planta las asignaturas que de manera específica reflejen en cada una de las dos enseñanzas los campos de gravedad coincidentes. Que nadie pretenda que la sociedad española participe de los impulsos innovadores de este fin de milenio sin haber antes acometido la reforma radical de las enseñanzas técnicas.

Cada vez que la especie humana se ha visto confrontada por el umbral de un gran impulso civilizador ha recurrido a dos tablas de salvación: la intensificación de los procesos educativos y la emigración. El equivalente moderno de los viejos intentos por profundizar y ampliar los ámbitos del saber es la imprescindible elevación de cultura técnica. En cuanto a la emigración, constituyó de siempre una cantera inagotable de innovadores y su equivalente en la era de la internacionalización de las infraestructuras tecnológicas viene dada por la decisión de integrarse política y socialmente, de manera colectiva, en la economía mundial. El proceso de integración europea representa el primer esfuerzo embrionario de apertura al exterior de la sociedad española, pero su consolidación en las próximas décadas exigirá la toma de decisiones tan difíciles de imaginar ahora como la unificación de los tipos impositivos en todos los países

miembros de la Comunidad Económica Europea para eliminar los ajustes compensatorios en fronteras, los funcionarios encargados de liquidarlos y auspiciar el debilitamiento progresivo de los Estados nacinales que al compartimentar política y administrativamente procesos. de innovación plenamente internacionalizados atenazan el progreso social y la mejora de los niveles de bienestar.

LA DIFUSIÓN DE LA TECNOLOGÍA

España es, sin lugar a dudas, el país europeo que cuenta con menos y más débiles canales para transferir la información y los conocimientos desde donde supuestamente están -el mundo académico- al sector que los reclama: el mundo industrial. La transferencia de tecnología a los procesos de producción no se efectúa de manera adecuada y en ello yace uno de los principales motivos de la incapacidad innovadora de los españoles.Al contrario de lo que ocurre en los demás países europeos, es alarmante la ausencia en España desde las formas más simplificadas para transferir tecnología, como consultorías en las propias universidades, hasta las más sofisticadas, como los parques científicos en los campus universitarios. Ninguno de los canales en boga en Europa o Estados Unidos ha merecido los favores del mundo académico español: consultorías, institutos de investigación aplicada, liaison officers con el mundo industrial, consorcios empresariales patrocinadores de departamentos de investigación, convenios Universidad-industria para el desarrollo de proyectos específicos, parques científicos, etcétera. En volúmenes significativos habría que citar como excepciones que confirman la regla la multiplicación de convenios de la universidad Politécnica de Barcelona, esfuerzos tentativos para aumentar el número de institutos de investigación aplicada en la Comunidad Valenciana y los centros de innovación tecnológica en el País Vasco.

La regla de oro en este campo, como en tantos otros, es que no caben atajos y que, por tanto, difícilmente se puede dar el salto cualitativo a canales de transferencias tecnológicas extremadamente sofisticadas como los parques científicos -unos 80 en Estados Unidos y no más de una veintena en el Reino Unido- sin años de experimentación con fórmulas más primarias como el establecimiento de consultorías o institutos de investigación aplicada. La sociedad española ha acumulado aquí un retraso inexplicable que sólo el esfuerzo conjunto de los responsables educativos, académicos y económicos puede colmar. Si se asumen los compromisos necesarios y se efectúan los esfuerzos apuntados es probable que al final de la próxima década los españoles puedan contemplar, rentabilizándolo en mejores niveles de bienestar, el flujo natural de la información, los conocimientos y la inteligencia desde los centros del saber a los procesos de producción. Sin esas reformas, España no podrá participar en los impulsos renovadores de este final de milenio.

Al hablar de transferencia de tecnología parece también inevitable llamar la atención sobre la inutilidad de determinados esfuerzos -en los que se especializaron la industria y la Administración españolas- por incorporar altas tecnologías extranjeras mediante el montaje de productos con un elevado componente tecnológico por parte de filiales de multinacionales extranjeras. La experiencia de Irlanda -donde tantos esfuerzos se hicieron en el mismo sentido- es particularmente relevante: los responsables de la política tecnológica en aquel país lamentan hoy no haber dedicado idénticos esfuerzos y recursos a la innovación y difusión tecnológica en su propio sector industrial. Por bienvenidas que sean las aportaciones de multinacionales en el sector de las altas tecnologías, nunca podrán suplir las políticas de apoyo a la propia innovación y la elevación tenaz, pausada y sistemática de los niveles de cultura técnica que la filial extranjera apenas penetra.

Pueblos con una rica tradición científico-tecnológica como el alemán o con vocaciones particularmente innovativas y creadoras como el italiano pueden acomodarse con relativa facilidad con una clase política dominante que no esté particularmente sensibilizada a la innovación ni que quiera innovarse a sí misma. El tradicional rechazo de los españoles frente al riesgo o la experimentación concreta y su tardía llegada al mundo de la revolución industrial hubiese requerido una clase política que fuese fuente de inspiración y apoyo continuo para todo el potencial innovador del país. Es discutible que así sea, y se diría que aquellos políticos más lúcidos dispuestos a admitir que todo va a cambiar a su alrededor en este final de milenio no lo son suficientemente como para aceptar que sus propios comportamientos y talantes no podrán sustraerse a la vorágine de los cambios técnicos que se avecinan.

Asignar recursos crecientes a la investigación y desarrollo que sea relevante para el futuro industrial de este país. Algunos pasos se dieron en este campo durante la última legislatura, pero la relevancia de esos esfuerzos nunca estará garantizada mientras no se acreciente el papel del propio sector industrial en la financiación directa y gerencial de los proyectos innovadores.

Mejorar los lazos del mundo académico y científico con los gerentes de los procesos de producción. Esto requiere un proceso de reflexión colectivo que establezca unas nuevas reglas de juego, un código ético que permita a los innovadores participar en los procesos de cambio tecnológico sin violentar los reglamentos, repartir tiempos entre enseñanza y asesoramientos o definir las relaciones jurídicas que amparen la involucración de alumnos stagiaires. En definitiva, de lo que se trata, en términos estrictamente económicos, es de reducir los costes de la transferencia Universidad-industria. Paradójicamente, la sociedad española contempla atónita cómo esa transferencia entre dos instituciones generadoras de bienes y servicios no cristaliza o bien porque la una no sabe de la otra, o bien porque los costes de esa transferencia son prohibitivos para las dos.

Renunciar al centralismo autocrático. La experiencia europea de los últimos años ha puesto de manifiesto que las ayudas a los innovadores no se rentabilizan administrándolas desde ópticas centralizadas. Francia quintuplicó la rentabilidad de sus apoyos a la innovación con la reforma descentralizadora de 1979, y uno de los pocos campos en los que el Estado de las autonomías está a punto de demostrar en España su mayor competitividad frente al Gobierno central -al nivel de experiencias locales y concretas por oposición al nivel de los discursos políticos- es precisamente en las políticas de innovación y difusión de nuevas tecnologías.

La Prensa no ha captado todavía las imágenes de ningún ministro o representante oficial inaugurando un banco de datos, la conexión a redes de información económica internacional, escuelas de diseño industrial, de idiomas, paquetes de software, etcétera, por la sencilla razón de que en un escenario europeo en donde esas inversiones intangibles representan ya casi un 50% del total, los sectores y teóricos de la política oficial y sus aparatos de seguimiento estadístico -además de una gran parte de la opinión pública española- siguen aferrados a los viejos conceptos de maquinarias, terrenos y edificios cada vez que se sugiere la necesidad de incentivar la inversión.

Por último, el sistema fiscal español no sólo no estimula la creciente inversión en intangibles -característica de los países altamente industrializados-, sino que en las pocas ocasiones que pretende apoyar directamente a la innovación exacerba la imaginación de los contables en lugar de respaldar los esfuerzos de los innovadores. La experiencia europea demuestra que la vía del pasado de la multiplicidad de subvenciones fiscales a la innovación susceptibles de ser manipuladas por los departamentos de contabilidad no constituye la vía adecuada. La mejor fiscalidad para fomentar la innovación es una fiscalidad simplificada, menos engorrosa que la actual y a ser posible atenuada.

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