Editorial:

La libertad de un siglo

ESTA PASADA madrugada han comenzando oficialmente los actos conmemorativos del centenario de la estatua de la Libertad, probablemente el símbolo más arraigado y popular de un concepto de la convivencia social y política que ha demostrado su validez: el sistema democrático. Rayos láser, conciertos multitudinarios, parada naval, venta de souvenirs, programas especiales de televisión y toda la parafernalia de un país en el que resulta imposible discernir dónde acaba la conmemoración y dónde comienza el espectáculo, al servicio de la propagación universal de un estilo de vida e incluso de u...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

ESTA PASADA madrugada han comenzando oficialmente los actos conmemorativos del centenario de la estatua de la Libertad, probablemente el símbolo más arraigado y popular de un concepto de la convivencia social y política que ha demostrado su validez: el sistema democrático. Rayos láser, conciertos multitudinarios, parada naval, venta de souvenirs, programas especiales de televisión y toda la parafernalia de un país en el que resulta imposible discernir dónde acaba la conmemoración y dónde comienza el espectáculo, al servicio de la propagación universal de un estilo de vida e incluso de un concepto del mundo "típicamente americanos".

El 4 de julio de 1886 se inauguraba oficialmente la estatua creada por Bartholdi y Eiffel, promovida por un grupo de republicanos franceses amantes de la libertad y sufragada por una colecta pública en dicho país. Pocos se podían imaginar que en un corto plazo de tiempo se convertiría en el emblema por excelencia del sistema democrático occidental. La libertad iluminando al mundo nacía de la mano de uno de los mitos de la sociedad industrial: Gustave Eiffel, el ingeniero del hierro más faraónico de cuantos se recuerdan.

La especial intuición de los franceses para apostar por los ganadores permitirá al presidente Mitterrand usufructuar buena parte de la rentabilidad propagandística del evento. Ronald Reagan, que ha confesado no haber visitadojamás la tan citada estatua, aparecejunto a la flor y nata de las estrellas de Hollywood, entrega medallas de la Libertad y utiliza los más fantásticos medios de comunicación para difundir su buena nueva.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Cuando la sociedad, con el chip, parece encaminada a una nueva revolución en las relaciones de producción, conmemoraciones como las de la estatua de la Libertad nos hacen sentirnos más conscientes del paso del tiempo. Cien años ya del triunfo del hierro, de mitos como el de la tierra prometida, de la desmitificación de gestos y palabras biensonantes han aumentado el escepticismo en el ser humano.

Los nietos y bisnietos de quienes identificaban la contemplación de la estatua desde la isla de Ellis con la puerta del paraíso saben que los símbolos no dejan de ser simplificaciones excesivas. Estados Unidos no es ya el campeón de la libertad, sino un país vivo, contradictorio, incapaz de renunciar al espectáculo, que ha demostrado como ningún otro su capacidad de asimilación de etnias, razas, tendencias e iniciativas, y que cuenta con un Gobierno cada vez más proclive al conservadurismo reaccionario, en lo exterior y en lo interno.

Conmemorar los 100 años de la estatua es rendir homenaje a un tiempo y a un país en el que la solidaridad, la fe en el progreso y el anhelo común de libertad se identificaron con esa ya venerable dama. Un tiempo para la nostalgia de la América que quiso ser, y que fue, y que hoy pervive amenazada por sus propios demonios interiores y por la tentación imperialista del poder. El paso de los años ha concretado lo posible de los sueños.

Los presidentes de Estados Unidos y Francia celebrarán el acontecimiento; los ciudadanos del mundo asistiremos encantados al ritual festivo y allá, a un siglo de distancia, vislumbraremos los ideales de un mundo futuro, nuevo y mejor que de repente se ha convertido en patrimonio del pasado.

Archivado En