Tribuna:

La arquitectura, ante el Ángel de la Historia

"En ciertos cuadros de Hans Memling, como en otros de Juan de Randes, puede verse la imagen singular y potente del guerrero -fuese san Jorge o ángel exterminador que alance a a sus, enemigos, mientras en su bruñida coraza se refléja fugazmente el perfil de una ciudad lejana. De la historia no obtendremos consuelo diferente que esa comunidad serena e inalcanzable captada por un momento en el peto inmisericorde del vencedor. (Fernando Savater).Cualquier consideración crítica sobre la arquitectura debe comenzar por esclarecer su posición ante la historia.

Para muchos, el término his...

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"En ciertos cuadros de Hans Memling, como en otros de Juan de Randes, puede verse la imagen singular y potente del guerrero -fuese san Jorge o ángel exterminador que alance a a sus, enemigos, mientras en su bruñida coraza se refléja fugazmente el perfil de una ciudad lejana. De la historia no obtendremos consuelo diferente que esa comunidad serena e inalcanzable captada por un momento en el peto inmisericorde del vencedor. (Fernando Savater).Cualquier consideración crítica sobre la arquitectura debe comenzar por esclarecer su posición ante la historia.

Para muchos, el término historia se asocia exclusivamente con los acontecimientos pretéritos; sin embargo, interpretamos el pasado de acuerdo con los intereses del presente y las expectativas del futuro: resulta trivial recordar que la historia arroja más luz sobre sus redactores que sobre aquellos sucesos, obras o personas a los que se refiere. Al propio tiempo, tanto el porvenir como el presente exhiben las huellas indelebles del pasado, en cuyo crisol se han gestado las formas de hoy y las sombras imaginadas del mañana. La historia se mueve en ambas direcciones del tiempo, y es este vaivén equívoco el que hace de ella un palimpsesto que cada generación borra y en parte reescribe. En esta labor de Sísifo, permanentemente inacabada, y acaso gratuita, el sentido del devenir se desdibuja; cada acontecimiento transforma los anteriores, y los nietos gestan a sus abuelos. Ya T. S. Elliot nos advirtió que cada nuevo escritor cambia la historia de la literatura: parodiando a Borges, también nosotros podríamos entender a Rossi como precursor de Loos, a Portoghesi como antecedente de Guarini o Michael Graves como un significativo predecesor de Gitilio Romano.

Hablar de la historia, pues, es hablar del devenir histórico: un devenir cuyo propio movimiento y sentido es fugaz y cambiante; es hablar del pretérito, pero también del futuro con el que se confunde y entrelaza, y hablar de la historia es, sobre todo, hablar de los dilemas e incertidumbres del presente.

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SOÑAR EL FUTURO

En la obra fragmentada de Walter Benjamin se tropieza, en más de una ocasión, con una cita de Michelet: "Chaque époque réve la suivante". Uno, de los instrumentos de ese sueño era, para Benjamin, la actividad artística, en su condición, que asociamos sobre todo a las vanguardias, de anticipación utópica. "De los edificios permanentes -a las modas efímeras", todo porta las huellas del sueño que prefigura la época. siguiente. Al soñar el futuro, además, el arte adelanta y anuncia el despertar histórico.

Pues bien, ¿cuál es el sueño del arte contemporáneo? 0, mejor, ¿con qué porvenir sueña nuestra época, qué utopía anticipa, hacia qué despertar se afana? ¿Qué vigilias futuras iluminan los sueños arquitectónicos de hoy? Apenas formulados, estos interrogantes suenan retóricos y hueros, dirigidos como está a una época que, acaso por primera vez en la historia, carece radicalmente de porvenir.

La amputación potencial del futuro de la especie humana es, asimismo, una mutilación virtual de su presente, en lo que ésta tiene de ensoñación anticipatoria, y una brutal corrupción de su pasado, que sólo puede ya entenderse como antecedente necesario de un final gratuito. La prespectiva, intelectualmente verosímil y emocionalmente intolerabe, de la cláusula de la historia, hace algo más que cancelar el futuro: pervierte el pasado y obliga a contemplar las tareas del presente bajo una nueva y crudísima luz, el resplandor insomne de una época que ya no sueña con la siguiente.

El autor de la frase que desencadenó esta reflexión no era, desde luego, el filósofo berlinés Karl Ludwig Michelet, sino el gran historiador romántico Jules Michelet. Sin embargo, si prescindimos por un momento del idioma en el que está redactada, quizá resulte instructivo preguntarse si esa confusión hubiera podido darse. Nacidos ambos al filo del siglo (1798, Jules; 1801, Karl Ludwig), Benjamin podía haber estado perfectamente familiarizado e con la obra de ambos: berlinés y filósofo como Karl Ludwig, había elegido la ciudad de Jules como lugar de exilio y objeto de aquel gigantesco proyecto histórico al que dio el título de París, capital del siglo XIX. Es fácil suponer que sentiría mayor simpatía por el revolucionario romántico que por el hegeliano de derechas, pero esto no es importante ahora; lo que juzgo realmente significativo es que la idea que subyace a la cita que venirnos comentando resulta tan coherente en boca de un historiador anticlerical parisiense, ferviente partidario de la revolución de. 1148, como en la pluma de un filósofó cristiano berlinés que establece analogías entre las tríadas dialécticas de Hegel y la Trinidad. ¿Qué tienen en común, además del apellido y la edad, estas personas? Más específicamente, ¿cuál es el substrate, ideológico que comparten estos hombres del siglo XIX y en el que Benjamín -a diferencia de nosotros- podía aún provisionalmente instalarse. Es posible que la forma más breve de referimos a él sea hablar de la filosofía de la historia de Hegel.

Para tantos de mi generación que nos nutrimos de la herencia hegeliana a través de la interpretación secularizada de Marx -aquel Hegel "puesto sobre la cabeza" de los manuales-, la crisis de la modernidad ha supuesto la quiebra simultánea de las expectativas políticas del desarrollo material y las esperanzas históricas asociadas al progreso del espíritu. Hasta tal punto es ello así que seguramente no exagera Manuel Sacristán cuando señala que del gigantesco legado teórico de Marx, ninguna parte ha sufrido una ruina tan notoria como su filosofia de la historia, es decir, su lectura en clave material de las tesis idealistas de Hegel.

Aquella concepción confiada del devenir histórico, que puede anticipar un final feliz sin ser teleológica, y en la que los propios momentos oscuros devienen necesarios, en su fecunda negatividad, para el progreso del género humano, aparece ante nuestros ojos finiseculares como una cándida ficción en la que no cabe buscar consuelo. Frente a nuestras pupilas dilatadas e impotentes ante la perversión de un desarrollo material y del espíritu que ha adquirído la capacidad inédita de destruirse a sí mismo, aquel optimismo metafísico -como Gombrich gustaba de llamarlo- sólo promete espejismos. Y, sin embargo, de ese espejismo histórico se ha nutrido, no solamente la corriente principal del pensamiento del siglo, sino también el de las primeras décadas del nuestro.

La fe luminosa en la razón histórica, que acompaña a tantos Michelet del siglo XIX, y en la que se oyen los ecos potentes de una ilustración prerromántica, forma también el humus ideológico del que se alimentan las vanguardias políticas y artísticas de este siglo, dispuestas aún "a soñar la época siguiente". Ni siquiera las catástrofes personales y colectivas -de la carnicería de la gran guerra al ascenso de la barbarie y la mecanización del exterminio en los años treinta y cuarenta- suspenden la confianza en un futuro mejor a cuyo juicio se apela. Aun la crítica de la razón iluminista que emprenden los hombres de Francfort -Adorno y Horkheimer sobre todo, pero también Benjamin-, socavando el optimismo histórico marxista y hegeliano, deja intacto el futuro como categoría analítica: éste podrá ser quizá un montón de escombros, una ruina anunciada, pero su ausencia potencial no proyecta todavía una sombra larga y ominosa sobre el presente.

En su último texto, Tesis de filosofía de la historia, Benjamin utilizó una acuarela de Paul Klee que le acompañaba permanentemente para representar al Ángel de la Historia: ante aquel Angelus Novus, al que una tormenta arrastra de espaldas hacia el futuro, la sucesión de acontecimientos aparecía como una única catástrofe inevitable. Aquella imagen familiar le había dado pie, a lo largo de los casi 20 años que le contempló desde los muros de su cuarto de trabajo, para diferentes alegorías y parábolas. En esta su postrera interpretación, las diferentes versiones de aquella novena tesis sobre el concepto de la historia traducen un creciente desaliento; la redacción final muestra el devenir histórico como esa catástrofe que apila escombro sobre escombro, mientras la tormenta del progreso arrebata al ángel hacia el futuro.

Muy poco más tarde, aquel montón de ruinas sepultaría también la peripecia individual de Benjamin: intentando huir de la Francia ocupada de 1940, la frontera española resultó infranqueable, y una dosis de morfina acabó con su vida. En su dramatismo, el mundo de Benjamin poseía aún fronteras que delimitaban la geografía de la barbarie; el pesimismo de la cabeza, lejos de contradecir, complementaba la voluntad de salvación de los pies. Como el Gramsci encarcelado, anudaba el pesimismo de la inteligencia con el optimismo de esa voluntad que todavía sueña con el futuro al orto lado de la catástrofe.

Nuestra época, por el contrario, no sueña Ya con futuro alguno; las fronteras de la barbarie han devenido límites interiores y cambiantes, crecientemente difusos a medida que ésta se disuelve en nuestro tejido material y social hasta hacerse parte de nosotros; la negación emboscada del futuro gravita como un pesadísimo lastre sobre nuestra percepción del presente y nuestra conciencia del pasado. ¿Podemos, en esta coyuntura crepuscular, seguir reconociendo nuestro Ángel de la Historia en aquel Angelus Novus de Benjamin? Las dos más importantes historias de la arquitectura contemporánea publicadas en los últimos años así lo dan a entender.

La Architettura contemporanea, de Manfredo Tafuri y Francesco Dal Co (1976), y la Modern architecture: a critical history, de Kenneth Frampton (1980), finalizan y comienzan, respectivamente, con el Angelus Novus. La influencia que ha ejercido la teoría crítica tanto sobre la escuela de Venecia como sobre algunos integrantes del grupo que durante algún tiempo se aglutinó en torno a la revista Oppositions hacen ambas referencias a Benjamin más o menos esperables. Su entendimiento del devenir histórico, sin embargo, difumina el nihilismo intelectual que se desprende de la novena tesis y se aproxima más al optimismo de la voluntad que "sueña con el futuro" mientras contempla impotente la labor destructora de "esa tormenta a la que damos el nombre de progreso". A fin de cuentas, como subraya Ferrater, "la teoría crítica es la expresión en el presente de una actitud que se proyecta hacia el porvenir". Para Benjamin, como para Adorno, también nuestra época réve la suivante, y Horkheimer ha escrito: "El futuro de la humanidad depende de la existencia actual de la actitud crítica". Abrumado por esa permanente catástrofe que es la historia, el Angelus Novus de Tafuri o Frampton sueña todavía.

Sueña; más no actúa, lo que incomoda sobremanera a Paolo Portgohesi, que en su L'arigelo della stopia (1982) afirma taxativamente preferir el ángel terrestre de las Elegías duinesas, de Rilke, al ángel celeste de Benjamin, "spettatore impotente ... personaggio senza storia, perché senza libertá.

Pero, ¿cómo reconocer nuestra historia atribulada en ese ángel terreno de Rilke, cómplice y fraternal, activo entre los hombres? ¿Cómo, incluso, reconocernos en ese Angelus Novus que se obstina en soñar ante la catástrofe histórica? Acaso nuestra época, que ha desgarrado por primera vez el velo que oculta el final del tiempo, debe dotarse también de un nuevo ángel de la historia que exprese, mejor que las viejas imágenes consoladoras, la desesperanza y la parálisis que atenaza el cuerpo exánime e insomne de la humanidad.

EL ÁNGEL DE DURERO

Me atrevo a sugerir un ángel nuevo; el ángel procede de una xilografía de Durero que ilustra el Apocalipsis de Juan: se trata de uno, de los 14 grabados incluidos en su famoso Apocalypsis cum figuris, de 1498. Este nuestro ángel del final de la historia se apoya en el mar y en la tierra sobre columnas en llamas; su cuerpo ha desaparecido, ocupando su lugar una nube agitada y quizá humeante; su rostro brilla intensamente. El Juan de Patmos devora el libro que le entrega el ángel de la historia; el libro sabe "dulce en la boca, y amargo en las entrañas" (Ap. 10.9). El ángel alegórico representa el final Inevitable del tiempo; su advertencia es estéril, y "amarga en las entrañas".

La arquitectura y el arte participan de la vigilia permanente de esta época que no ha podido soñar la siguiente. Para representarlos pro-pongo también una imagen de Durero, la figura alada a la que su buril designó Melencolia I "La madura y docta Melancholia", escribe Panofsky, "tipifica la penetración teórica que piensa pero no puede actuar". El que no haga uso del libro o el compás que reposan en su regazo pone de manifiesto el "tórpido abatimiento" de "un ser pensante sumido en la perplejidad. No se aferra a un objeto inexistente, sino a un problema sin solución". Bajo el signo de Saturno, la figura insomne y cavilosa muestra la facies nigra del melancólico. En el espejo oscuro de ese rostro en sombra nos contemplarnos nosotros y nuestra época.

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