Tribuna:SAN ISIDRO 86

Von Thyssen y Sandokan

Decir que una de las ventajas de Madrid es su total indiferencia hacia lo que le es propio supongo que será decir una obviedad. En cualquier caso, pocas ciudades hay en España en las que el día de la presentación de su bandera autonómica eran más los que presidían que los presididos, por no hablar de ese récord del Guinness de ser la comunidad con el himno menos conocido por sus destinatarios. Y, sin duda, ése es uno de sus mayores encantos.La obsesión por el centralismo o el anticentralismo (es la misma fascinación por el fenómeno), que parecen comunes en las zonas de mayor raigambre n...

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Decir que una de las ventajas de Madrid es su total indiferencia hacia lo que le es propio supongo que será decir una obviedad. En cualquier caso, pocas ciudades hay en España en las que el día de la presentación de su bandera autonómica eran más los que presidían que los presididos, por no hablar de ese récord del Guinness de ser la comunidad con el himno menos conocido por sus destinatarios. Y, sin duda, ése es uno de sus mayores encantos.La obsesión por el centralismo o el anticentralismo (es la misma fascinación por el fenómeno), que parecen comunes en las zonas de mayor raigambre nacional, encuentra en los madrileños el complemento para un razonable equilibrio colectivo. Si el presidente de la Comunidad es de Santander, y el alcalde, de Santiago de Calatrava, provincia de Jaén, y todo ello sin que se le ocurra a nadie rasgarse las vestiduras o tirarlos al Manzanares (donde los, patos, que cubre) por una cuestión de pedigrí, es evidente que esta ciudad no tiene arreglo, lo que siempre es de agradecer.

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Los puristas del entorno, como los de los toros, rechazan la proliferación de bingos, pizzerias, hamburgueserías y demás zarandajas superfluas. Están equivocados. Madrid es ya inseparable de toda la parafernalia consumista como el paro va unido consustancialmente a la venta de kleenex y los cartones esperpénticos de los semáforos, o como en el mundo de los toros resultan indispensables figuras del tipo de Ojeda y Espartaco para la buena marcha de la fiesta. La reivindicación de la pureza y la ortodoxia no es más que un encubrimiento de la añoranza, del desconsuelo, y las ciudades vivas no se pueden permitir tal lujo imposible.

Madrid es la Casa de Campo con sus corredores de fondo, sus niños y sus prostitutas ole carretera; es, también, el paseo marítimo nocturno de la Castellana, sobre todo con buen tiempo; las plazas asfálticas como las de Azca o las ecologistas como la del Dos de Mayo; es Usera, localidad costera en la que suele veranear Fabio de Miguel; es sexo, es droga, es rock and roll, es conferencia episcopal y colegios Montessori; es un triángulo intenso como el de Hortaleza-Augusto Figueroa-Pelayo, en donde con frecuencia desaparecen navegantes nocturnos; es epicentro de los colgados del Mayo del 68, de los travestidos, funcionarios, camioneros, chorizos, ejecutivos de golf y squash, horteras, genuinos y alcohólicos. Madrid es capaz de visitar masivamente la exposición de la colección Von Thyssen y al mismo tiempo perseguir por los grandes almacenes al impresentable de Sandokan sin que a nadie se le caigan los anillos. Y ahora es también una ciudad en fiestas, con verbenas, conciertos, litronas rotas y gente que pide un cigarrillo. Madrid es todo eso y otras muchas cosas más, pero lo que no es, y claramente, es una manifestación con las enseñas autonómicas y cantando cualquier emblema coral, por más que como propuesta de diversión pudiera ser tenida en cuenta para el futuro.

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