Tribuna:

El resto es paisaje

El espectáculo más bello de la reciente feria del arte contemporáneo celebrada en la Casa de Campo de Madrid se contemplaba fuera del marco de los cuadros y de los basamentos diversos de las esculturas. Estaba entre la cafetería rápida del último piso del pabellón donde se situaba Arco 86 y el stand vecino. Era el paisaje que desde allí ofrece la espalda de Madrid. El sol vespertino de la capital de España es capaz de engrandecer cualquier miseria, de convertir la mirada en un fresco social repleto de mínimas colmenas como espejos. Si los hombres fuéramos de verdad, como ha escrito Susa...

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El espectáculo más bello de la reciente feria del arte contemporáneo celebrada en la Casa de Campo de Madrid se contemplaba fuera del marco de los cuadros y de los basamentos diversos de las esculturas. Estaba entre la cafetería rápida del último piso del pabellón donde se situaba Arco 86 y el stand vecino. Era el paisaje que desde allí ofrece la espalda de Madrid. El sol vespertino de la capital de España es capaz de engrandecer cualquier miseria, de convertir la mirada en un fresco social repleto de mínimas colmenas como espejos. Si los hombres fuéramos de verdad, como ha escrito Susan Sontag, personajes pegados a una cámara fotográfica instantánea, aquel. mínimo lugar de Arco 86 hubiera sido el de mayor concurrencia., El paisaje era claro, abierto, compensada la tremenda maraña urbana por el contrapunto tímido del color verde que habita bajo la estatura de aquel mirador.Nadie podía comprar aquel paisaje, claro, porque el paisaje sólo se vende cuando se construye, o cuando se pinta. Así que estaba allí, desprovisto de público, perdido como la última gota de la lluvia del verano, construido por el sol y por el hombre para nada, porque nadie lo miraba.

A la entrada de Arco, por otra parte, un grupo de niños ofrecía el otro espectáculo, esta, vez móvil como una obra de Calder o como un sol colgante de Joan Miró. Jugaban sobre tablas lisas, de colores, inclinadas, sobre el cemento sudoroso del concurrido pabellón de la Casa de Campo. El jolgorio infantil era incesante, y la razón de la felicidad era obvia: hacían lo que querían con sus plintos planos, y recibían de la madera la respuesta seca que requería la firmeza de sus saltos.

Ambas escenas eran ajenas al jolgorio comercial interior. Arco, en su quinta edición, volvía a apelar a antiguas pituitarias, y la gente acudía en masa en busca de la sorpresa que al parecer siempre tiene que deparar el arte. Había algunas sorpresas enmarcadas, y la gente era sensible a ello, porque unos stands estaban más poblados que otros; algunos detalles leves -un Kitaj, ciertos Chillidas, algún que otro Tàpies, algún Arroyo irreverente, otros nombres solemnes y actuales del arte enmarcadocentraban la atención del avisado, del que está atento a las nóminas y las clava en su memoria con la velocidad del devoto.

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Había otras sorpresas, claro, pero estas eran estrictamente sorpresas, aquellas que por no estar establecidas en la relación de las artes se quedan quietas ante el guiño de desconfianza suficiente del espectador. Y así había boutades ejemplares, esculturas con pelos, frutos pudriéndose de verdad y dejando el marco del cuadro como para ofrecerse en una ensalada. O imitaciones, múltiples imitaciones. La imitación también conduce a la sorpresa, porque mueve al que la contempla a preguntarse cómo es posible tanta cara dura habitando en la superficie de una feria comercial, o de cualquier feria. Pues es posible, y la retina lo pudo contemplar en Arco 86 con la generosidad suficiente como para no olvidarse de ello. Uno podía echar de menos a Barceló, por ejemplo, de aquella jubilosa explosión de imágenes, pero podía contemplar, a cambio, innumerables hijuelas del genial pintor mallorquín; se podía tener nostalgia de la luz irrepetible de Antonio López, pero allí estaba algún hijastro suyo, buscando igual luz y trabajándose algunos de sus símbolos.

El arte imita al arte, desde que el mundo imita al mundo. Esa imitación es infinita y conduce a la crisis, a la repetición, a la vuelta atrás, y ahora es probable que estemos con el freno a fondo. No es verdad, dicen muchos críticos, que acusan a los espectadores de ser demasiado sensibles a la necesidad de aventura y reclaman sopresas anuales, oleadas constantes de novedad. La novedad no existe. Se acabó la novedad. La novedad es el pasado y regresa de vez en cuando como un espectro disfrazado de moda. Entonces la novedad es la imitación.

Estamos mal acostumbrados. Queremos ver dentro del marco y sobre los poyos de las esculturas décadas enteras de novedad cada vez que pasan doce meses, y eso, dicen, no es posible. Mientras eso no sea posible resulta un ejercicio estimulante contemplar el paisaje, ese aire mutable y transparente que se conforma con imitar al arte.

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