Editorial:

Jugar con fuego

EN VÍSPERAS del debate parlamentario sobre la reforma del Estatuto de Radiotelevisión Española (RTVE), y coincidiendo con la Oferta del Gobierno de negociar con la oposición un acuerdo en tomo a la televisión privada, Alianza Popular ha definido como su "objetivo político central" la sustitución del actual director general de RTVE, José María Calviño.Por asombroso que pueda resultar que el eventual cese de ese funcionario sea considerado prioritario entre los más acuciantes problemas de la sociedad española, nada hay en principio que objetar al planteamiento de AP, partido muy dueño de fijar s...

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EN VÍSPERAS del debate parlamentario sobre la reforma del Estatuto de Radiotelevisión Española (RTVE), y coincidiendo con la Oferta del Gobierno de negociar con la oposición un acuerdo en tomo a la televisión privada, Alianza Popular ha definido como su "objetivo político central" la sustitución del actual director general de RTVE, José María Calviño.Por asombroso que pueda resultar que el eventual cese de ese funcionario sea considerado prioritario entre los más acuciantes problemas de la sociedad española, nada hay en principio que objetar al planteamiento de AP, partido muy dueño de fijar su estrategia política aun al precio del ridículo. Menos aceptable es, sin embargo, la carga con que algunos responsables del primer partido de la oposición o de sus coligados han pretendido sazonar aquel planteamiento, amenazando con retirarse del Parlamento e incluso con boicotear las próximas elecciones legislativas si sus demandas no fueran atendidas.

Tal estrategia, que, caso de concretarse, alinearía en actitudes respecto a nuestro régimen democrático a la coalición conservadora con fuerzas como Herri Batasuna, quiere ser justificada en base a argumentos, o latiguillos, como el del rodillo socialista o la dictadura parlamentaria, por una parte, o el de que "no es posible celebrar unas elecciones auténticamente libres con la actual televisión", por otra. Alegaciones en las que subyacen, preocupantemente mezclados y como si fueran del mismo cariz, juicios de muy distinta categoría y connotaciones.

No se trata de ahorrar críticas a la utilización que el partido en el Gobierno, con el animoso José María Calviño como ariete y voluntarioso saco de los golpes, viene haciendo de la televisión pública. Quienes han conocido y padecido las notas de obligada inserción y demás manifestaciones de la censura franquista deberían tener doble motivo para sortear las tentaciones de acercar la televisión pública a la fisonomía de un cortijo. Pero una cosa es denunciar los abusos del Gobierno y exigir responsabilidades y otra muy diferente amenazar con el boicoteo al sistema democrático.

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Cabe pensar, y sin duda así puede haber sido interpretado por algunos, que tanto el señor Fraga como sus colaboradores no se plantean realmente abandonar las instituciones (como lo hiciera, por ejemplo, la minoría nacionalista vasca en enero de 1980, pretextando una paralización del proceso autonómico) o, mucho menos, boicotear las elecciones. En ese caso se trataría tan sólo de una bravata. Pero la irresponsabilidad que esta clase de baladronadas conlleva contribuye igualmente a descalificar a sus protagonistas y al acatamiento que se les supone al juego democrático establecido. Estos líderes de la derecha no ignoran el caudal que regalan a aquellos que, desde la ultraderecha golpista o la ultraizquierda anticonstitucional, dirigen todos sus esfuerzos hacia una deslegitimación de las instituciones democráticas. Y, obviamente, nada contribuiría tanto a provocar un vacío de legitimidad como la realización de las amenazas ahora lanzadas.

Los partidos democráticos, de izquierda o de derecha, están moralmente obligados, tras los devastadores efectos de 40 años de discurso ideológico franquista, a utilizar su influencia en la sociedad civil para sustituir los mitos y prejuicios respecto al régimen democrático sembrados por aquel sistema por argumentos y valoraciones racionales. Abusar de conceptos y estereotipos como el de dictadura de la mayoría y otras vaciedades que tratan de ocultar el hecho de una legitimación obtenida por medio de las urnas es una manera de crear confusión y negar, en el fondo, apoyo y respeto a los fundamentos donde se asienta nuestro Estado.

Esto no quiere decir que no existan problemas, y serios, en torno a la representación política española y las relaciones entre el poder y los ciudadanos. Gran parte de estos problemas procede de normas como la ley electoral, que fue consensuada por el PSOE con las fuerzas de oposición, y del reglamento de las Cortes. Dos corsés que contribuyen por, su parte, a vaciar de valor esa representación emanada de las urnas y sobre cuyos efectos perversos para el funcionamiento de la democracia debe meditarse de manera urgente por la clase política. Pero el olvido sistemático -fruto de la desesperación ante los sondeos electorales- por parte de la derecha de que la actual mayoría ha emergido de las urnas; las tentaciones de deslegitimar a éstas a base de criticar una televisión tan gubernamental como la que dio el poder a UCD y mucho menos que la que controlaron y detentaron en su día los responsables de AP, y la falta de fe demostrada en el sistema parlamentario por las declaraciones que comentamos merecerían una aclaración puntual y explícita del jefe de la oposición para que no se diga que ni él ni ninguno de sus subordinados o socios pretende apostar a todos los paños en lo que se refiere al sistema de funcionamiento del Estado. Eso es lo mismo que jugar con fuego.

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