Tribuna:

Un final y un comienzo: 1986

El año 1986 señala el final de una década de cambio político en España y el comienzo de una etapa nueva de nuestra historia. Desde la muerte del general, en 1975, la sociedad española ha estado preferentemente ocupada en homologar sus coordenadas políticas con las del mundo europeo occidental. El desmontaje del franquismo, la celebración de unas elecciones libres, la elaboración de una Constitución democrática, el desarrollo legislativo requerido por las exigencias de un Estado social de derecho, la articulación institucional de una nueva estructura territorial del poder y el rodaje cotidiano ...

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El año 1986 señala el final de una década de cambio político en España y el comienzo de una etapa nueva de nuestra historia. Desde la muerte del general, en 1975, la sociedad española ha estado preferentemente ocupada en homologar sus coordenadas políticas con las del mundo europeo occidental. El desmontaje del franquismo, la celebración de unas elecciones libres, la elaboración de una Constitución democrática, el desarrollo legislativo requerido por las exigencias de un Estado social de derecho, la articulación institucional de una nueva estructura territorial del poder y el rodaje cotidiano de las nuevas realidades legales e institucionales nos han tenido sumidos en un proceso de cambio y acomodación continuos, sin solución de continuidad desde el comienzo de la década. El paso del Gobierno de UCD al Gobierno del PSOE no ha supuesto cambio alguno en ese orden, continuando el desarrollo de las medidas reformistas y la alineación con el modo de existencia occidental.La plena integración en la Europa comunitaria de los doce es el último eslabón de una cadena modernizadora en el orden político, iniciada con el reconocimiento legal de los partidos políticos. Y la permanencia de España en la Alianza Atlántica es un acto más de coherencia con todo ese proceso. Con referéndum y sin referéndum, España no puede abandonar dicha alianza sin revisar todo el proceso seguido en la última década, como ha comprendido el PSOE al llegar al poder. El referéndum sobre la OTAN es un episodio desgraciado, producto de excesos electoralistas que convendría mitigar en el futuro, comenzando ya por el propio referéndum, convertido lamentablemente en el primer acto de la campaña electoral. Es un despropósito que una cuestión importante de política exterior, como es la pertenencia a la Alianza Atlántica, sobre cuya conveniencia hay un acuerdo de la mayoría de las fuerzas políticas, se vuelva un campo de Agramante de nuestra política interior, por mero electoralismo miope. El referéndum sobre la OTAN va a ser el último lance, extemporáneo y superfluo, de una aventura concluida el 1 de enero de 1986, pero que encierra trampas mortales y peligros sin cuento si sale mal. Deberíamos, pues, dejarnos de oportunismos y buscar una fórmula de consenso para volver esta última hoja de la transición. Entre el plebiscito y la abstención cabe hallar el modo de ganar, con la colaboración de todos, un referéndum que corrobore la decisión parlamentaria de la permanencia de España en la OTAN. Sería un acuerdo para cerrar una etapa, excluyendo el tema de la próxima confrontación electoral, y dejando que las energías políticas se movilizaran para ofrecer un programa atractivo y diversificado a los electores. Ya va siendo hora de que escarmentemos y cerremos con siete llaves nuestra inveterada tendencia de avanzar a reculones. Incluso si ese acuerdo, para poner a punto nuestra historia y saltar hacia adelante, favoreciera a algún listillo de espíritu menguado, no debiéramos preocuparnos demasiado: hay ganancias que envilecen y no van más allá de la esquina.

El año 1986 debe ser para los españoles el comienzo de una nueva singladura colectiva, que exige imaginación y sentido del riesgo. Integrados en el espacio económico y político occidental, es preciso hacer las nuevas apuestas con estricto respeto a las reglas de juego. La construcción política de Europa exige un entendimiento previo en materia de seguridad y defensa. Hoy por hoy, ese entendimiento pasa por la Alianza Atlántica y no caben veleidades neutralistas, ni arbitrismos de salón. El mundo se mueve dentro de un conjunto de fuerzas y equilibrios disuasorios, comandados por Estados Unidos y Unión Soviética, donde la guerra es improbable, pero la paz imposible, según la sutil y ya vieja sentencia de Raymond Aron. En esas circunstancias, Europa se halla en la primera línea de un posible campo de batalla, y, dado que la deseable paz es imposible, al menos debemos contribuir a que la guerra sea más improbable. Ello requiere, en primer lugar, ser conscientes

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de la situación y olvidarse de voluntarismos optimistas, que no dejan de ser equivocados por muy bien intencionados que sean. Schopenhauer decía que el único error innato que albergamos es el de creer que hemos venido al mundo para ser felices, pero tal vez haya que añadir, a ese error innato, el de pensar que la paz se consigue con unas cuantas oraciones. Como le gustaba repetir a Napoleón, la divinidad tiene una tendencia irresistible a ponerse del lado de quien tiene más fusiles; no sería bueno tentar a la providencia quedándonos nosotros solos y desarmados. No se trata de ser belicista, sino de preocuparse un poco de la supervivencia. Como los demás europeos.

En ese mundo inseguro que nos toca vivir hay mucho lugar para la innovación y el coraje, y poco, paradójicamente, para quienes busquen la seguridad a ultranza. Toda Europa está atravesada por una ola de envejecimiento, que acaba traduciéndose en una primacía de la seguridad sobre la libertad, muy poco compatible con la incertidumbre vertiginosa de las innovaciones científicas y tecnológicas. Tenemos que ajustar nuestros comportamientos a los nuevos ritmos, abriendo el campo a la iniciativa y al esfuerzo. Estamos llenos de intervencionismos, de cláusulas de seguridad, de ideas niveladoras en la mediocridad, de avances incontenibles del espíritu burocrático. Necesitamos llevar a cabo un aggiornamenito de nuestra visión del mundo, excesivamente provinciano y plagado de ideas caducas. En todas partes la política se está quedando un poco vacía de ideas, empeñada en repetir cansinamente los libros sagrados y los lugares comunes, en cuanto a la distribución, el crecimiento, la fiscalidad, la igualdad, la alienación, la explotación, el imperialismo y otros tópicos.

Entre nosotros, tal vez a la izquierda se le ha agostado en exceso su capacidad de utopía, pero en la derecha ni siquiera hay indicios de asomarse a esa "revolución conservadora" que ha creído ver en Estados Unidos Guy Sorman. Algunos han leído Riqueza y pobreza, de George Gilder, pero siguen tan proteccionistas, rutinarios y faltos de aventura como antes. Gilder dice que el capitalismo empieza por dar, y que los regalos del capitalismo avanzado en una economía monetaria se llaman inversiones. Por supuesto, ello se hace con la esperanza de recibir más de lo que se da, pero entre nosotros abunda más la especie que espera recibir sin dar nada antes, y así andan de mal las inversiones. En cambio, gozan de muy buena salud las ideas de las subvenciones a empresas obsoletas y los beneficios sin riesgo. Los sindicatos, en una manía suicida, vienen también en ayuda de ese planteamiento, con la defensa a ultranza de puestos de trabajo improductivos y de empresas inviables; y muchos burócratas de boletín y olla sueñan con redistribuir la miseria y acabar con la imaginación creadora. Se quiere extinguir cualquier signo de excelencia, en aras de una solidaridad mal entendida. ¿Vamos a continuar así? La conspiración de los mediocres merece una respuesta imaginativa.

España comienza en 1986 una etapa diferente de su historia, plenamente integrada en un mundo europeo, necesitado de correr mucho para no alejarse excesivamente del pelotón de cabeza. Schumpeter escribió que la destrucción creadora es el rasgo esencial del capitalismo. En realidad, la destrucción creadora de las formas caducas es la única posibilidad de avanzar en esta época de incertidumbre. Hay que abandonar la apatía, el pasotismo y el miedo, y jugar osadamente las bazas del futuro. En España tenemos un extendido ánimo de jugadores, pero lo agotamos en la lotería, las quinielas y el bingo. Es preciso que juguemos a cosas más arriesgadas, más innovadoras, más susceptibles de crear bienestar. Vamos a ganar, jugando, mayores cotas de riqueza y de justicia. Es la hora de apostar.

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