Tribuna:

El corazón socializado

La entrada en tromba de los socialistas en las páginas, tanto de portada como interiores, de la así llamada Prensa del corazón parece un fenómeno demasiado orquestado como para despacharlo con la misma ligereza que el conjunto de insípidas anécdotas propias del verano. Lo de menos -para mí- es que el fenómeno se produzca de la mano de tal o cual aventura- sentimental o de tal o cual gala en la que por primera vez el protagonismo recae sobre una figura conspicua del PSOE; lo de más es que ambos cuerpos, el PSOE y la Prensa del corazón, se sientan compenetrados y satisfechos de su ...

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La entrada en tromba de los socialistas en las páginas, tanto de portada como interiores, de la así llamada Prensa del corazón parece un fenómeno demasiado orquestado como para despacharlo con la misma ligereza que el conjunto de insípidas anécdotas propias del verano. Lo de menos -para mí- es que el fenómeno se produzca de la mano de tal o cual aventura- sentimental o de tal o cual gala en la que por primera vez el protagonismo recae sobre una figura conspicua del PSOE; lo de más es que ambos cuerpos, el PSOE y la Prensa del corazón, se sientan compenetrados y satisfechos de su recíproca colaboración. Se diría que se han buscado, que han encontrado zonas de interés común, y que han decidido emprender una aventura conjunta. Sin duda, para uno de ellos la inclusión en sus páginas de ciertas figuras y noticias de la más sofocante actualidad no dejará de incrementar sus cifras de ventas, al tiempo que mantiene su actitud vigilante sobre algunos sectores de la sociedad española de los que el público no se cansa de conocer pormenores, objetivos prioritarios de ese tipo de publicaciones; para el otro, la introducción de algunos de sus representantes en esos sectores constituye todo un éxito social y ampara la posible promesa de extender su electorado -por la vía de la simpatía y la popularidad- a ciertos lectores que tradicionalmente le habían dado la espalda. En ambos casos se trata de la extensión del campo propio para invadir el ajeno con afán de conquista; una operación que no deja de tener riesgos, el mayor de los cuales se cifrará en la pérdida de una personalidad acuñada sin semejantes préstamos y conservada sin ninguna clase de concesiones a sus antagonistas.Para los directivos de la Prensa del corazón el riesgo puede ser desdeñable, convencidos de que la inclusión de unos cuantos eminentes socialistas no ha de restar lectores a sus revistas -antes al contrario- y decididos de siempre a adular al poder en cualquiera de sus formas y legislaturas. Los socialistas -en tanto que partido atento a su imagen y comprometido con un electorado un tanto elástico- pueden protegerse contra cualquier crítica con el subterfugio de que sus militantes hacen con su vida privada lo que les viene en gana una prueba más de la liberalidad y del respeto a la persona de los que tanto alardean; por añadidura, confiados en que la mayoría de sus partidarios no distrae sus ocios con semejantes lecturas, es posible que hayan echado unas groseras cuentas en virtud de las cuales se permiten incluir entre sus futuros electores a unas cuantas amas de casa y clientes de peluquería, hasta ahora poco inclinados a votar y sólo necesitados de un leve empujón gráfico -una sonrisa de satisfacción del brazo de una dama a la salida de una fiesta nocturna -para sumarse al número de los seguidores del poder incumbente.

Sin embargo, y aun cuando los cálculos de unos y otros resulten acertados, el hecho de que se lleven a cabo resulta bastante inquietante. Para nadie es un misterio que una de las mayores preocupaciones de todo partido -sobre todo al llegar determinadas fechas- es la captación de votos erráticos e indecisos, que, además de producir un cierto número de escaños, tienen la ventaja de que no obligan a nada ni, por silenciados o poco menos, pueden cambiar la imagen del partido, que una vez en*el poder sabrá prescindir de su influencia hasta las próximas elecciones. Un partido es una cosa durante la campaña electoral y otra durante la legislatura (como un novio es diferente a un marido), y siendo en sendos períodos distinto su objetivo, es lógico que también lo sea su conducta. Quién sabe si los socialistas, íntimamente convencidos de la debilidad de la derecha, se han decidido a captar a una- parte de su electorado errático -representado por amas de casa y clientes de peluquería- con ayuda del medio más inocente, políticamente más inocuo e ideológicamente más neutro: la revista del corazón.

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Determinados gestos del inmediato pasado invitan a pensar que la más alta dirección del PSOE ha dictado una estrategia mediante la cual dejará de ser un partido de clase para transformarse en un partido de Estado. A nadie se le oculta que, hasta anteayer, el Estado español era sustancialmente de derecha, encaramado sobre el cuerpo de un pueblo que en su segunda ocasión votó decididamente a la izquierda. Así pues, es verosímil que esa alta dirección considerase que la estabilidad política del país exigía la disolución de tal dicotomía y la progresiva izquierdización del Estado a fin de armonizarlo con la voluntad mayoritaria del pueblo que ha de ser gobernado por él. No resulta tarea fácil, que si en cierta medida puede ser satisfecha con la ocupación por hombres de la izquierda de ciertos puestos electivos, en otras se enfrenta a la decidida resistencia de algunos poderes no electivos, que nunca se dejarán arrastrar por esa corriente. Ante ellos no cabe ni la sustitución ni la captación; a lo más que puede aspirar la política de Estado es a su neutralización.

Pero quedan por ahí unos cuantos rincones, de melior pero significativa importancia, íntimamente asociados desde siempre a aquel Estado de derecha, que, si se conservaran como eran, constituirían un desafío a la estrategia estatal del PSOE. Resulta bastante concluyente la respuesta de Felipe González -al estilo de "si querías caldo, taza y media"- a la temperamental polémica suscitada por su travesía en el Azor como para no extraer de ella las debidas enseñanzas: cualesquiera que sean los sentimientos que suscitan determinados objetos del antiguo Estado, no por eso dejan de pertenecer al nuevo, que para confirmar su soberanía no debe vacilar a la hora de apropiarse de ellos. Y no hay que olvidar, a este respecto, que las primeras y todavía hoy más audaces lecciones en tal sentido las impartió Adolfo Suárez.

Entre esos objetos, qué duda cabe, destaca toda una clase social, que se siente llamada a cumplir una función al parecer imprescindible y, con frecuencia, incomprensible. Todo nuevo Estado engendra una nueva clase, en un principio mirada por la vieja aristocracia con la mayor suspicacia. Lo malo son los comienzos: luego, el ejercicio del poder dignifica al mandatario, y no tanto porque éste se ennoblezca cuanto porque la clase vieja y rancia no sabe renunciar a su ruin propósito de estar a bien con el que manda, si está convencida de que va a mandar para rato. Un régimen de patanes como el franquista sólo tardó cinco años en emparentar con la aristocracia, y al cabo de las generacíones, los pares de Francia y los tataranietos de los mariscales de Napoleón se sientan a la misma mesa, de igual a igual. ¿Acaso Marbella ha comprendido la longevidad del poder socialista y, en consecuencia, ha decidido otorgar una de sus más preciadas coronas a la mujer que mejor representa.a la nueva clase? No se distingue Marbella, precisamente, por su perspicacia, y si tan sólo ha podido soportar el asedio de la nueva clase durante dos veranos, para rendir al tercero sus mejores estandartes, será porque ha sufrido una prueba bastante, convincente de la fuerza de las advenedizas huestes.

¡Échate a temblar, Felipe! Si Marbella concede, Getafe no perdona. Los viejos militantes de base no permitirán que el partido abandone a la clase; tu codiciado sueño de convertirla en el Estado es, hoy por hoy, visionario, y se acercan tiempos en que unos y otros se echarán sobre ti. El país todavía no está preparado para el olvido de las diferencias, y será la palabra traición la primera que asome a muchos labios. La costumbre hace que al observar un movinúento se repare primero en el punto de destino, y sólo después en su procedencia; el pensamiento anticipa el proceso para luego rehacerlo. Con frecuencia se entiende la política como un acceso al Estado -un punto fijo y lejano, en la dirección de la trayectoria-, y no como un movinúento de éste. Ojo, Felipe; si no logras convencer al público de que el Estado se mueve contigo, es posible que no seas bien interpretado. Marbella te abrirá sus puertas, y Getafe te cerrará las suyas.

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