Paseo nocturno por un Madrid multitudinario

Los campamentos de Ias tribus

Gozos nocturnos llenos de humo, sudor y música a más potencia de la que puedas soportar

Los madrileños que se pretenden jóvenes y modernos acaban siempre recalando en los mismos sitios, que no son siempre los mismos, porque los locales nocturnos pasan rápidamente de moda. Las tribus urbanas durante el día se pierden en la ciudad confundidos entre el asfalto, pero se juntan con la llegada de la noche en sus campamentos o santuarios particulares para gozar de un espectáculo de humo, sudor y música con unos cuantos decibelios de más.

Una noche cualquiera en el corazón de Malasaña, el barrio con más bares por metro cuadrado de la ciudad, el portero, encargado de selecciona...

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Los madrileños que se pretenden jóvenes y modernos acaban siempre recalando en los mismos sitios, que no son siempre los mismos, porque los locales nocturnos pasan rápidamente de moda. Las tribus urbanas durante el día se pierden en la ciudad confundidos entre el asfalto, pero se juntan con la llegada de la noche en sus campamentos o santuarios particulares para gozar de un espectáculo de humo, sudor y música con unos cuantos decibelios de más.

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Una noche cualquiera en el corazón de Malasaña, el barrio con más bares por metro cuadrado de la ciudad, el portero, encargado de seleccionar a la gente que llega al local, franquea la entrada a Emilio, cantante de Los Elegantes. Dos años metido en el mundo de la música y muchas copas lo han convertido en uno de los clientes habituales de La Vía Láctea. Una reproducción de La creación de Miguel Ángel dibujada sobre una de las paredes en plan vacile le sirve como soporte físico. Apoyado sobre la pared y armado de un whisky, Emilio, 24 años, moreno y de aspecto mediterráneo, aprovecha la ocasión para dejarse ver en el lugar donde se divierten juntos todas las tribus.Mientras Emilio promete a las chicas que se acercan a él pagar les con el precio de su corazón, en el establecimiento toman copas una dibujante de comics, un diseñador, un pintor, una fotógrafo de moda, los componentes de Los Coyotes, Desperados, Restos y algunas gruppys. La Vía Láctea e el campamento de los modernos transmodernos, hipermodemos y postmodernos. La gente de La Luna, de Radio 3, de Madrid Me Mata, de Gratix, la Chamorro y su cohorte, Almodóvar y su tribu, además de los famosos desconocidos presentes en todo evento que se precie, frecuentan el sitio.

El local, que está decorado en plan psicodélico sobre la base de los colores burdeos y amarillo, es alargado y tiene dos plantas. En el piso de arriba se juega al billar americano. En el pasillo, mezclado entre los clientes, está Yayo Aparicio, uno de los propietarios del establecimiento. Antes de convertirse en uno de los templos de la movida, La Vía fue una tienda de pulido de metales. Ya estuvo de moda hace seis años cuando al barrio de Maravillas le empezaron a nacer bares en todos los rincones y por sus calles pululaba toda la progresía de la ciudad. "Entonces la frecuentaba la gente guapa de Madrid, lo más in de la ciudad", dice Aparicio. "Un personal que comenzó a abandonar el barrio y La Vía cuando empezaron a tomar la zona los camellos". Tras una etapa de impasse, en la que el local pegó un bajonazo de público, los sonidos sosegados de la primera época dieron paso a la onda rockera. Dos nuevos pinchadiscos, música potente, muchas fiestas y copas de primera categoría hicieron renacer el establecimiento por el que pasan en algún momento de la noche los VIP del momento.

Muy cerca de allí, tras despejar a un escuálido camello que ofrece costo culero y caballo y atravesar pubs en los que hasta hace dos años apenas si cabía un alfiler, se llega a Pentagrama, uno de los garitos más antiguos del barrio. En la puerta se apostan punkys de sienes rapadas vestidos de negro y cargados de hebillas. El local, sucio y oscuro, continúa siendo uno de los santuarios de paso obligado para los que gustan de los sitios donde suenan los discos

Los campamentos de las tribus

fuerte y no se puede hablar, sino es a gritos.En San Blas, desde la avenida de los Hermanos García Noblejas se puede oír la música que proviene de la sala Stadium. Saliendo del metro de Simancas te encuentras de frente con lo que en tiempos fue un cine, que el vídeo, la televisión y los tiempos que corren han convertido en una discoteca-sala de conciertos bajo el nombre, posiblemente inspirado en el polideportivo cercano, de Stadium. El grupo Santa, con Azucena al frente, estaba a punto de finalizar su actuación. En la sala había alrededor de 60 personas. Parecía más un concierto para amiguetes que una actuación en regla. El sonido era potente y en las viviendas que rodean la sala se podía sentir perfectamente lo que ocurría en el escenario.

El circuito 'heavy'

Por su situación, alejada del centro de Madrid, hace que el público que asiste sea menos multicolor que el que frecuenta las salas más céntricas. Stadium forma con la sala Argentina y la sala Canciller lo que podríamos llamar el circuito heavy madrileño o campamento de los más duros. En todas ellas predomina clientela de pelos largos, cazadoras de cuero, muñequeras y camisetas con emblemas de los grandes grupos musicales que practican este tipo de música.

El sistema de boletos para consumir es una norma en Stadium, como también lo es el recibir las bebidas en vasos de plástico seguramente para evitar posibles incidentes. Nada mas entrar hay una barra de bar y dentro de la propia sala se encuentran otras dos situadas a ambos lados de escenario, que se encuentra a más de dos metros de altura de la pista de baile. En la calle dos muchachos se hacen con un automóvil ajeno para volver a casa en coche.

El mismo sistema de tickets y vasos de plástico impera en La Fiesta, una discoteca al aire libre situada en el margen izquierdo del río Manzanares. El establecimiento, donde ahora se divierte un personal tranquilo y treintañero, fue hasta hace dos años la sala de fiestas La Riviera, en cuyo escenario, cubierto por una cúpula en forma de concha, debutaron en la década de los sesenta Los Cinco Latinos, Marisol y Rocío Dúrcal, entre otros. Tras una etapa en la que funcionaba como discoteca de señoritas, donde se podían hacer contactos para pasar la noche acompañado, los propietarios la reconvirtieron en una sala veraniega con tres barras y ambiente variado.

Cerca de las estrellas

En el tejado del edificio España, el primer rascacielos que se levantó en la ciudad, se celebra una fiesta organizada por una conocida marca de ginebra. El local, un paraíso urbano desde el que se divisa el horizonte de la ciudad, tiene un sabor añejo y su uso parece más adecuado como marco del idilio entre Ava Gadner y Mario Cabré que como discoteca.

Tres jóvenes, subidos en patines, emulan las hazañas de Travolta ante un público que opta por las camisas floreadas y el tradicional atuendo de Lacoste y pantalones azul marino o gris. Los patinadores, en el reducido círculo de la pista, se caen y tropiezan constantemente. "Es que aquí es imposible; no tenemos sitio", afirma uno de ellos con aspecto de Maradona, poco después de aterrizar entre las sillas. Un bañista barrigudo, narigudo y cuarentón se marca dos largos en la piscina. Pasadas las tres de la madrugada, el nadador, en bañador y chorreando agua, se toma un whisky en una de las barras al ritmo que marca David Bowie. A medida que avanza la noche aumenta el público, en cuyo rostro no aparece ningún síntoma de cansancio. Ya en la calle y tras bajar 27 pisos, uno de los imitadores de Travolta se sube en una motocicleta de las que utilizan los mensajeros, con los patines puestos aún, y enfila en dirección a la calle de la Princesa.

Nueve kilómetros más allá, entre el borde de carretera de La Coruña y el cruce de Aravaca, se levanta el palacete llamado Baby Q. Mientras una dotación de la Policía Municipal impide a los automovilistas aparcar en plena carretera, cientos de personas de aspecto endomingado se agolpan ante el primer control de entrada. Un tipo de traje azul marino retira un cordón y facilita el acceso seleccionando a los clientes. En el segundo control, los que han conseguido franquear la entrada abonan 1.000 pesetas con derecho a consumición. Dentro se divierte un público de cierto caché que bien podría estar emparentado con alguna de las mejores familias. El local, con piscina, barbacoa, discoteca interior y terraza con columnas, se asienta sobre lo que fue Nueva Romana, un garito en el que se vendía penicilina y amor en la época del estraperlo.

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