Tribuna:

El desván de Juliette

El momento culminante de su belleza fraguó en el palco de la ópera. La cabellera de oro quemado le caía sobre la blusa de seda palpitante, y en la barandilla de terciopelo había depositado delicadamente un ramo de gladíolos -junto a su mano donde brillaba una aguamarina. Allí le vi por última vez el perfil de vidrio mientras la voz del tenor inflaba el espacio de ángeles labrados taladrando el coro de Wagner. Se llamaba Juliette. Probablemente, si aún existe, se llama Juliette Glucksmann, y la música en el instante supremo de la armonía amasaba sus senos de novicia, le hacia vibrar aquellos pe...

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El momento culminante de su belleza fraguó en el palco de la ópera. La cabellera de oro quemado le caía sobre la blusa de seda palpitante, y en la barandilla de terciopelo había depositado delicadamente un ramo de gladíolos -junto a su mano donde brillaba una aguamarina. Allí le vi por última vez el perfil de vidrio mientras la voz del tenor inflaba el espacio de ángeles labrados taladrando el coro de Wagner. Se llamaba Juliette. Probablemente, si aún existe, se llama Juliette Glucksmann, y la música en el instante supremo de la armonía amasaba sus senos de novicia, le hacia vibrar aquellos pezones como puntas de pitera. Yo tuve que abandonar la representación en el segundo acto para coger el avión, la muchacha se quedó varada en el palco del teatro de la Moneda, en Bruselas, y desde entonces no he vuelto a saber nada de ella, pero ahora recuerdo una imagen del álbum familiar enmarcada en la repisa de la chimenea en un viejo caserón de Gante. Aquella tarde llovía. Juliette era una niña en brazos de un anciano de barba masónica, monóculo y pechera de almidón, rodeada de otros seres felices, antiguos y sentados en sillones de mimbre entre hojas de jardín durante unas vacaciones en el balneario de Ostende. Ella llevaba un sombrerito de paja con lazo y parecía ser adorada por la sonrisa de todos, aunque sin duda el abuelo presidía el centro de la fotografía, que el tiempo iba fijando ya con un tono de grisalla. Había otros retratos más remotos todavía repartidos en distintos muebles y paredes del salón donde se asomaban sus antepasados desde principios de siglo y, dentro de los marcos de plata se veía al joven profesor de levita con un grupo de alumnos, una escena campestre con muchachas tumbadas en la pradera mordisqueando una brizna, la instantánea de sucesivas fiestas escolares, excursiones pedagógicas y recepciones académicas presididas por el rey Leopoldo.Juliette Glucksmann nació en este nido perfumado por la cultura cuando el prestigio del abuelo, catedrático de Fisiología, ya estaba muy asentado en Bélgica por haber seguido de cerca los pasos a una bacteria. En las ramas del árbol genealógico la chica también tenía colgados a un famoso concertista de piano, a un botánico ilustre, a un misionero colonizador del Congo que murió en olor de santidad, a un divulgador de Hegel y a un tío tronado del que nadie sabía su oficio. Aquella tarde la lluvia de Gante se deslizaba por los vitrales, goteaba en los losanges emplomados y mientras la abuela superviviente cortaba flores en la derruida huerta de atrás y arrancaba llena de orgullo unos rábanos para la ensalada, Juliette puso algo de Paganini en el tocadiscos y me invitó a explorar aquel caserón de su infancia, tres plantas con fachada gótica de ladrillo con yedra. Ella había llegado al mundo en la alcoba principal, que daba al jardín, y allí permanecía la cama de dosel salomónico cubierta con una gasa azul un poco podrida, un cuadro de payasos firmado por Ensor, un paisaje de Frits Van den Berghe, la cómoda con el espejo empolvado, una butaca desventrada, la lámpara de tulipanes y algunas cretonas raídas, todo envuelto en una dulce fetidez de violeta. Pero Juliette había pasado la niñez en el desván ahora también cerrado. Cada peldaño de madera hasta el tercer piso crujía y levantaba una pequeña nube gris bajo los pies.

-Hace casi 20 años que no entro allí.

-Me gustaría verlo -le dije.

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-Esta situación es ridícula. Demasiado literaria. Me da un poco de miedo. Seguramente ahí dentro sólo habrá telarañas y algunas muñecas. Yo abandoné todo esto cuando mis padres se fueron a vivir a Bruselas y jamás he regresado a esa habitación.

-¿Te asusta? La literatura en una tarde lluviosa no es una cosa tan mala si está sonando Paganini.

-Tal vez la literatura tiene algo de muerte. Creo que esa buhardilla será como un museo de mí misma, un espejo de ceniza.

-¿Por qué?

Antes de llegar al desván otro rellano se abría a una gran estancia en la segunda planta que fue el reino del abuelo catedrático. Sobre la mesa del despacho había papeles amarillos, yertos cartapacios, tinteros, plumas de ave y pipas resecas. En un ángulo aún estaban las retortas, alambiques y un microscopio con otros instrumentos de investigación paraliza dos en el tiempo y las paredes se cubrían con una biblioteca a un punto del derrumbamiento general a causa de la polilla. Juliette movía por este recinto el cuerpo con suma elasticidad y los volúmenes de su carne fresca se pegaban a un vestido de seda malva e iba dejan do un rastro de lavanda en aquel mundo de su ilustre antepasado muerto. Yo la seguía. Y la música de Paganini en el silencio entre dos acordes dejaba oír la mandíbula de las termitas en las vigas. Todo eran libros, óleos, diplomas, orla universitarias, certificados de sabiduría, imágenes de señoritas de la alta burguesía intelectual con el cuello dulcemente reclinado. Buscando aquellos años perdidos, Juliette abrió de pronto uno de los armarios de su abuelo y dentro de un cajón en completa soledad apareció un gran látigo de cuero rematado con bolas de plomo. Sentí que la muchacha se estremecía ante la visión.

-¡Qué curioso! -exclamé.

-No es curioso. ¡Es horrible!

-¿Por qué?

-No sé. ¿Qué puede hacer esto aquí? ¿Para qué sirve un látigo?

-Para azotar. Es un método de investigación como otro cualquiera. Si lo deseas podemos intentarlo.

Sin duda a Juliette esta sorpresa la había contrariado. No entendía nada. Adoraba las formas de la cultura, guardaba en la memoria la esencia de aquel prócer científico que la había tenido de niña en brazos, cultivaba un amor lleno de admiración hacia su padre, profesor de filología, experto coleccionista de jarrones chinos, y ella misma me había obligado a imaginarla en la adolescencia caminando por las lluviosas calles de Bruselas bajo el sonido de carillones con el estuche del violín en la mano en dirección al conservatorio con la naricilla transparente siempre mojada y el corazón soplado por un flautista de Bach. Juliette había estudiado música, sabía hacer pasteles vieneses y acariciaba los objetos antiguos con esa delicadeza que sólo se transmite después de varias generaciones. De repente, en medio de aquella familia tan exquisita había aparecido un látigo con bolas de plomo.

Por el hueco de la escalera, junto con la melodía de Paganini, se oyó la voz de la abuela que avisaba a Juliette para la merienda. La blanca ancianita, que vivía sola en el caserón celando el recuerdo de una estirpe, estaba muy feliz con la visita de su nieta predilecta y había preparado unos delicados canapés adornados con los rábanos del jardín y un té de rosas cuyas tazas en una bandeja modernista había depositado sobre la mesa apartando unos libros de arte y algunos catálogos de las últimas exposiciones de pintura a las que había sido invitada. En las paredes de ese salón de la planta baja se podían contemplar más lienzos de Frits Van den Berghe, amigo de casa, y ante tanta belleza yo me vi forzado a rizar el meñique en el momento de elevar la vianda a los labios.

En un punto de la agradable conversación de media tarde le dije a la noble dama que me hablara de su marido, el insigne investigador, y ella exclamó sonriendo:

-¡Oh... Christian! Era inteligente. Bondadoso. Y sumamente delicado. Siempre estaba pendiente de cualquier gusto que yo deseara. Sentía en su propia carne el dolor de los inocentes.

-¡Abuela!

-Dime, hijita, mi dulce.

-Arriba en un cajón he visto un látigo.

-¿Un látigo, cariño?

-Eso es.

-Un látigo. Ah... sí. Qué tiempos aquellos. Placenteros días de juventud, sombras amadas. Te advierto que resultaba muy divertido. No quisiera añadir nada más.

Yo había conocido a Juliette en el vestíbulo del teatro de la Moneda, en un entreacto de Don Giovanni, de Mozart, que abría la temporada de ópera en Bruselas. Parecía un ser totalmente puro, traspasado por la cultura, con una recia fragilidad en el cuerpo que se movía de forma elástica dentro de un vestido de flores azules, pero su alma andaba enloquecida entre Goethe y Bach. Se estaba abanicando con la cartulina del programa y entonces un vientecillo de lavanda agitaba su larga cabellera de oro quemado y a veces también jugaba a liarse el dedo índice con el collar de perlas y tenía en los ojos una inocencia acuática. Durante unos días recorrí con Juliette una especie de camino de perfección por las calles de algunas ciudades y prados de Bélgica. Ella no hablaba más que de monumentos, retablos, conciertos, libros, poetas, músicos, exposiciones de pintura, condecoraciones y actos académicos. No hacía sino recordar siempre la atmósfera suave que había respirado desde niña en el interior de su familia. Juntos habíamos vuelto a caminar bajo un mismo paraguas por el antiguo trayecto de su adolescencia cuando iba al conservatorio con el estuche del violín en los brazos. También me invitó a visitar los dorados pabellones de la universidad de Lovaina que guardaban la memoria de su paso hasta que se licenció en letras románicas y me obligó a sentarme a su lado en los íntimos cafés donde ella se había iniciado en el amor o en las caricias de la mano al amparo de los veladores. Juliette había tenido varios pretendientes, todos triviales, según su opinión, y si ninguno alcanzó su corazón fue porque les exigía demasiado. Sólo pensaban en cosas materiales, en cambiar de coche, en comprar electrodomésticos, en ir a restaurantes lujosos, en rodearse de objetos que no tienen sentido. Nunca entraban en un museo ni levantaban la cabeza ante una iglesia gótica.

-Los hombres siempre andan buscando lo mismo.

-¡Oh... sí! No creo que mi cuerpo sea nada interesante.

-¿Lo crees de verdad?

-Yo tengo un alma, ¿sabes?

-Bien ¿y qué?

-Me gustan los grabados, las porcelanas, los libros en ediciones exóticas. Ellos no comprendían nada.

La pureza de esta muchacha comenzó a causarme cierto terror, pero aun así la acompañé durante algunas jornadas. Cada mañana realizaba con ella una peregrinación estética hacia un lugar de su pasado. La primera vivienda en la plaza del Gran Sablón con los muros del patio cubiertos de musgo. La playa de Ostende y sus veranos infantiles cuando andaba descalza sobre unas largas aguas de acero. La casa de campo de sus padres en las afueras de Brujas entre vacas húmedas y volúmenes de filología. Al atardecer siempre regresábamos a Bruselas para asistir a una representación de ópera y después del viaje diario alrededor de sí misma ella quedaba varada en el palco del teatro de la Moneda con un perfil de vidrio. Yo conocía casi toda su vida y ahora me encontraba junto a Juliette en la mansión de Gante con su única abuela superviviente tomando té de rosas una tarde de lluvia. Ya lo conocía todo, excepto aquella buhardilla de su infancia. Aún sonaba Paganini en el salón de abajo.

-Quiero que me enseñes el desván -le dije.

-Déjalo.

-¿Por qué?

-No creo que haya nada interesante.

Pero finalmente Juliette transigió. La ilustre dama entregó la llave a la nieta sonriendo con ternura y subí por una escalera de peldaños crujientes cuyas paredes estaban llenas de diplomas, orlas de honor, lienzos de antepasados. Atravesó la biblioteca del abuelo donde había aparecido un látigo con bolas de plomo. Saltando sobre retortas, alambiques y otros instrumentos de investigación llegué en compañía de Juliette al último rellano. Con mucho esfuerzo ella abrió la puerta del desván de su infancia al que nunca había regresado desde entonces, y en medio de una nube de polvo los dos vislumbramos de repente llenos de espanto la imagen de un esqueleto enjaezado con cueros de tortura, vestido con corpiño y liguero, cubierto de gasas, subido a unos zapatos de tacón, con la calavera pelada bajo una pamela. Juliette lanzó un grito de terror, se precipitó fuera, pero su abuela al pie de la escalera la esperaba con un ramo de gladíolos. Esa misma noche la muchacha se encontraba hermética otra vez en el palco del teatro dentro del coro de Wagner y en la barandilla de terciopelo había depositado aquel conjunto de flores. La música amasaba su belleza, hacía vibrar sus senos de novicia. Con toda la cultura muerta, allí la dejé antes de coger el avión.

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