Editorial:

La democracia policial

EL TRIBUNAL Supremo no ha aceptado su competencia para conocer de las actuaciones promovidas por Alianza Popular y seguidas inicialmente por el juez Vázquez Honrubia en el caso del espionaje policial sobre los partidos. Al concluir que no existen indicios de criminalidad contra ninguna persona con fuero procesal, los magistrados estiman que las diligencias practicadas no revelan la participación en el denunciado espionaje del vicepresidente Guerra, del ministro Barrionuevo, del diputado Martín Toval y eventualmente (la sola alusión a los artículos 71.2 y 103 de la Constitución deja en el aire ...

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EL TRIBUNAL Supremo no ha aceptado su competencia para conocer de las actuaciones promovidas por Alianza Popular y seguidas inicialmente por el juez Vázquez Honrubia en el caso del espionaje policial sobre los partidos. Al concluir que no existen indicios de criminalidad contra ninguna persona con fuero procesal, los magistrados estiman que las diligencias practicadas no revelan la participación en el denunciado espionaje del vicepresidente Guerra, del ministro Barrionuevo, del diputado Martín Toval y eventualmente (la sola alusión a los artículos 71.2 y 103 de la Constitución deja en el aire las fronteras) de los altos cargos del Ministerio del Interior.Como señalamos en un comentario previo, la presunción de inocencia amparaba, desde el comienzo de las actuaciones, a las personas supuestamente implicadas. Parece necesario, en cualquier caso, señalar que la decisión del Supremo -que no ha practicado nuevas diligencias, que se sepa- difiere sustancialmente de la apreciación del juez Vázquez Honrubia, que instruyó personalmente el caso. Por lo demás, el hermetismo y la torturada prosa que sirven de vehículo de dudosa comunicación al auto del Tribunal Supremo impiden sacar conclusiones inequívocas -fuera de la declaración de incompetencia- sobre la opinión de los magistrados acerca del fondo del asunto. La resolución se pregunta -pero no está demasiado clara su respuesta- "qué es lo que someramente se cuestiona" en la querella interpuesta por Alianza Popular para esclarecer "lo que, espectacular e indebidamente, se ha denominado espionaje político o documental", utilizado como medio "para obstaculizar o impedir el legítimo ejercicio de la libertad de asociación". Los magistrados parecen circunscribir las eventuales responsabilidades penales del asunto a las actuaciones irregulares de funcionarios que tuviesen a su cargo o tuvieren confiados los documentos ilegalmente revelados. Sin embargo, la Sala Segunda del Supremo indica que esa conclusión "no ha de ser óbice para que el juzgado practique las diligencias que estime oportunas, si los hechos fuesen susceptibles de más amplia información".

Pero parece necesario recapacitar de nuevo sobre el hecho de que la desorbitada judicialización a que está siendo sometida nuestra vida pública tiene el riesgo de confundir el ámbito del derecho con el campo -mucho más amplio- de la política. El auto del Supremo, que cierra el camino a unas acusaciones penales concretas, no agota -ni puede hacerlo- las dimensiones públicas del asunto, que rebasan las fronteras del código y penetran en el terreno de la política. Por si cupieran dudas al respecto, baste la lección magistral de teoría del Estado dictada por el director de la Policía -nombrado para ese cargo por el ministro del Interior de un Gobierno socialista- al juez instructor con el fin de justificar la tarea de vigilancia o de espionaje sobre los partidos realizada por la Brigada de Información (ver EL PAÍS de ayer). El socialismo democrático ha tenido teóricos del Estado tan excelentes como Hermann Heller; y los socialistas españoles contaron en sus filas con profesores tan estimables como Fernando de los Ríos, Julián Besteiro y Luis Jiménez de Asúa. Mucho nos tememos, sin embargo, que esa tradición tendrá que ser revisada o vuelta del revés para ajustarse, no a los desarrollos teóricos de José María Maravall o de Ignacio Sotelo, sino a las revolucionarias, innovaciones que Rafael del Río, alto cargo de la Administración socialista, acaba de exponer para explicar las razones de que los partidos del arco parlamentario sean objeto del estrecho control informativo de la policía con la tolerancia o bajo las instrucciones de sus superiores políticos.

Esta nueva teoría policial del Estado, que los socialistas todavía no han repudiado públicamente y que algunos osan justificar en privado, parte del supuesto de que el sistema democrático de las sociedades avanzadas de Occidente "no es más que un régimen de opinión pública". En esos sistemas, nos tranquiliza Del Río, la función informativa policial "no es un instrumento al servicio del poder represivo del Estado", tal y como sucede en los regímenes totalitarios, "sino que se transforma en un orientador de la llamada corriente nacional". De esta forma, el "análisis permanente de la opinión pública" llevado a cabo por los aparatos policiales provee "al Gobierno legítimamente establecido de los medios informativos que posibiliten la estabilidad política y la evolución sin rupturas". Esa información policiaca sobre la vida nacional, cuyo conocimiento necesita el Ejecutivo para "poder gobernar", versa sobre "partidos políticos legalizados o autorizados" y "centrales sindicales". Otro renglón de ese ambicioso programa de control -"todo cuanto por su actividad pública pueda abastecer de datos e informaciones susceptibles de hacer gobernable el país"- incluye probablemente a la Prensa entera, a los líderes sociales e incluso a las estrellas del espectáculo.

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El intrépido Del Río -conocido por su afición a amedrentar a jueces y periodistas- prosigue con la ignaciana afirmación de que los servicios policiales de información "no pueden tener más señor que las grandes corrientes que se manifiestan en el país". Su deber es informar al Gobierno "sobre su constitución, sus variantes y sus incidencias en la masa mayoritaria del país", a fin de dar cumplimiento al "concepto moderno de la información en un Estado de derecho, de régimen pluralista". La atención debida a esa masa mayoritaria y a esa corriente nacional exige que una policía funcionalmente política -como lo era la Brigada Político-Social de infausta memoria para los demócratas- tenga "secciones diferentes" para poder "abarcar el largo espacio de la actividad política". Como en la cita clásica, nada humano le es ajeno a la Brigada de Interior: asuntos relacionados con derechos y libertades públicas, involución, alteraciones laborales, centros penitenciarios y hasta "determinados acontecimientos fortuitos o casuales que conllevan cierta trascendencia pública".

Ahora bien, vuelve a tranquilizarnos Del Río, el interés policial para conseguir una información "no justifica en todo caso, por sí solo, cualquier medio" para obtenerla. Por ejemplo, no sería "lícito recurrir a malos tratos de obra o de palabra, ni a prácticas coactivas, degradantes e inhumanas, que puedan violar los derechos humanos, ni tampoco invadir el secreto de las comunicaciones postales, telegráficas y telefónicas, salvo resolución judicial". Pero el leve consuelo que transmiten estas palabras pronto se desvanece al saber que la memoria de la policía es infinita. Si un material informativo no tiene una aplicación operativa inmediata, pasa a integrar un "fondo documental" y "permanece latente en los archivos hasta que el transcurso del tiempo lo hace inservible y desechable". Aunque esa información sea del Estado (es decir, de los aparatos policiales), Del Río no tiene mayor inconveniente en conceder que, al hallarse el Estado "encarnado coyunturalmente y representativamente por el Gobierno", resulta "normal y aconsejable que el Gobierno legítimo pueda obtener los datos e informaciones necesarios para, conociendo los elementos políticos, poder gobernar".

La nueva teoría policial del Estado enseñada por el director de la Policía del Gobierno de Felipe González es, así pues, que no son los partidos ni los representantes de la soberanía popular elegidos por los ciudadanos quienes deben vigilar y controlar a la policía, sino que corresponde a la policía el derecho de vigilar y controlar a los partidos, a los representantes de la soberanía popular y a los ciudadanos. Ciudadanos españoles que creían, hasta oír hablar a Del Río, vivir en un sistema democrático.

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