Tribuna:

El Estado policial

En la primavera de 1964, el actual presidente del Congreso de los Diputados regresaba de París en compañía de un par de maletas que yo le había entregado en la estación de Austerlitz. Las maletas y él fueron interceptados por la Guardia Civil en Irún, y el contenido del equipaje -un puñado de libros, entre los que destacaban una abundante literatura sobre la experiencia revolucionaria cubana y tres Biblias de Jerusalén- fue remitido a la Dirección General de Seguridad. A mi regreso a España, meses más tarde, un inspector de policía realizó una investigación exhaustiva sobre mis actividades, an...

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En la primavera de 1964, el actual presidente del Congreso de los Diputados regresaba de París en compañía de un par de maletas que yo le había entregado en la estación de Austerlitz. Las maletas y él fueron interceptados por la Guardia Civil en Irún, y el contenido del equipaje -un puñado de libros, entre los que destacaban una abundante literatura sobre la experiencia revolucionaria cubana y tres Biblias de Jerusalén- fue remitido a la Dirección General de Seguridad. A mi regreso a España, meses más tarde, un inspector de policía realizó una investigación exhaustiva sobre mis actividades, antes de convocarme a un interrogatorio. Durante el mismo, para ayudarse en las preguntas, pidió a una secretaria que llevara lo que llamó mi dossier y resultó ser mi ficha policial. Ocupaba varios folios y no me fue permitido verla. Pero me sorprendió que pudiera existir sobre mí una información tan amplia: yo nunca había estado detenido, no pertenecía a partido político alguno, jamás había participado en actividades consideradas como subversivas y mi único atrevimiento, si así puede llamarse, hasta el momento, había sido formar parte del grupo de Cuadernos para el Diálogo, bajo los auspicios de Joaquín Ruiz-Giménez, todavía consejero nacional del Movimiento por designación de Franco. Aquel interrogatorio fue mi primer conocimiento directo de cómo operaba la policía política del franquismo: no había ciudadano que no estuviera bajo sospecha. Y a partir de entonces tuve una conciencia cierta de en qué consiste el estado policial: un mundo en el que la libertad es un bien otorgado condicionalmente y no un derecho reconocido, y en el que el mero acto de leer un libro -no digamos si te atreves a escribirlo- te convierte en objeto de investigación.Una de las quejas que he oído más frecuentemente tanto a Adolfo Suárez como a Felipe González, en su condición de presidentes del Gobierno, es la inexistencia del Estado como tal en este país, la debilidad estructural que padece. Es una opinión que no comparto. En España hay un Estado poderoso, arraigado en una burocracia fuerte y obediente a una ideología definida. Pero el poder político emanado de las urnas no ha sido capaz de transformarlo, y él mismo es prisionero del aparato del que teóricamente tendría que servirse para gobernar. Uno había creído precisamente que el apoyo popular otorgado al partido socialista en las elecciones de 1982 buscaba precisamente cambiar esta situación. Se trataba de que, resuelto el concepto constitucional de nuestra democracia, el Estado adaptara sus estructuras a la misma, y no fuera el poder rehén de los burócratas ni los electores prisioneros del poder, sino, muy al contrario, sus dueños. Las transformaciones que Suárez y UCD produjeron en el país, aun siendo sustanciales, terminaron chocando contra ese muro insalvable de la reforma de un Estado con estructuras obsoletas y autoritarias que se resistía a ser renovado. La amenaza contra el poder no venía, pues, de fuera, de un proceso revolucionario, subversivo o de agitación. Venía, y sigue viniendo, del seno del Estado mismo, y se había encarnado dramáticamente en la noche del 23 de febrero de 1981. Independientemente de cualquier otro análisis, aquella historia del golpe frustrado parecía poner de relieve que los instrumentos del poder no eran controlados por éste. Y si eso sucedía con el Ejército, también pasaba con otros muchos sectores del aparato; la policía, por ejemplo.

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El Estado policial

Viene de la página primeraDurante décadas, los mismos o parecidos funcionarios, que investigaran hace cuatro lustros las lecturas del actual presidente del Congreso se han venido dedican do a hacer un seguimiento de la clase política, sindical e intelectual de este país. Su misión ha sido analizar artículos, subrayar frases, contratar topos, realizar fotografías, aumentar dossiers o, digámoslo claro, fichas de todos y cada uno de los protagonistas de la vida pública española. Aunque no de todos necesariamente. No se grabaron las conversaciones -que se sepa- de Milans del Bosch; no se siguieron los pasos del teniente coronel Tejero; no se anotaron los viajes y desplazamientos de los conspiradores contra la democracia, mientras se mantenían los seguimientos de quienes conspiraron contra la dictadura. Quizá por la voluntad del Gobierno, pero incluso contra ella, el Estado policial seguía funcionando. Y servía lo mismo para acusar al actual presidente del Real Madrid de ser nada menos que el jefe de los servicios secretos soviéticos en España que para espiar al secretario del Rey o para averiguar las últimas aventuras o extravagancias amorosas que pudieran arruinar el prestigio de determinados políticos. Decenas de intelectuales, periodistas y líderes sociales han sido analizados -hermosa palabra, ¡y tan ridícula!- por la policía y el servicio de inteligencia militar; ciudadanos e instituciones honorables han sido calumniados y sometidos a vigilancia por los especialistas en información. Y estas prácticas no han desaparecido.

De ninguna manera es achacable al Gobierno socialista el montaje de este tinglado, pero se le pueden pedir responsabilidades por su mantenimiento, y es lícito preguntarse si lo ha utilizado o no en su propio beneficio. Por lo demás, sería una ingenuidad suponer que la democracia es por sí misma capaz de acabar con estas cosas. Estados de amplia tradición democrática han sufrido y sufren la tentación policial, que se resume en el acallamiento y persecución de los disidentes, tratados como delincuentes por la policía. La experiencia del macartismo en Estados Unidos es reveladora. ¿Cómo no suponer que el poder político español, que cuenta con la herencia de un sistema policial heredado de la dictadura, al que no necesita instruir en algunas prácticas que son a la vez siniestras y estúpidas, pueda haber sucumbido al espejismo de su utilidad, después de que no ha renunciado a su desaparición?

Bertrand Russell, en su ensayo ¿Justicia o injusticia?, sobre los errores judiciales americanos, comentaba así en la década de los cincuenta la peligrosa tendencia de algunos Estados occidentales -no hablemos ya de los países comunistas- a servirse del poder policial de manera abusiva e injusta contra los derechos de los ciudadanos: "Fácilmente se llega a un estado de cosas donde aquellos que pertenecen a un partido impopular, o que por alguna razón se oponen al Gobierno, llegan a sentir terror ante la idea de que la policía pueda acusarles en algún momento de algún delito, e incluso, si tienen la suerte de ser absueltos, probablemente acabarán en la ruina debido a las sospechas que se hace recaer sobre ellos. Donde estas cosas suceden no hay verdadera libertad; y es bastante seguro que suceden allí donde el poder de la policía es incontrolado". ¿Está controlado el poder de nuestra policía por un Gobierno que tiene que dar su palabra de honor ante el Parlamento de que no ha espiado a los partidos políticos? ¿Esta controlado el poder de la policía cuando los propios ministros acusan a sus subordinados de fabricar pruebas falsas y de organizar montajes? Y hay que decir que, muchos o pocos, existen en España policías democráticos, celosos de su profesionalidad y su misión en un Estado de derecho, que comparten estas mismas preocupaciones y se hacen esas mismas preguntas.

Ha habido demasiada poca autocrítica sobre estas cuestiones por parte del ejecutivo cuando se ha visto envuelto en los últimos escándalos policiales. Demasiado cinismo también: hemos visto dividir a los policías desde el poder político, y escuchado hasta la saciedad que los buenos son aquellos que tienen la confianza del Gobierno, y los malos, los que la perdieron; los buenos son los que coleccionan, analizan, investigan documentos de partidos políticos, subrayan escritos y pinchan teléfonos cuando el Gobierno lo solicita en nombre de la seguridad del Estado; los malos, quienes denuncian semejantes actividades a la Prensa. Para quienes supongan, de cualquier manera, que es exagerada esta reflexión, ¿bastará recordarles que en los últimos tiempos han sido numerosos los líderes, de la derecha y la izquierda, que protestaron por la intervención de sus teléfonos? ¿Y que un connotado dirigente comunista fue interceptado en la frontera al escupir el ordenador sus antecedentes policiales? Nada hace suponer que esto sean excepciones; antes bien es lícito temerse que la excepción es únicamente el hecho de que el interesado tenga conocimiento de la vigilancia a que es sometido.

El poder, como es lógico, necesita justificar ideológicamente la utilización abusiva de los medios policiales contra los disidentes. Y ahora enarbola para ello la amenaza cruel y despiadada del terrorismo, de la misma manera que antes se usara el temor a los comunistas, para descalificar a todo aquel que no está de acuerdo con los métodos, y aun con los fines, del poder mismo. Es así que los jueces y fiscales que en el País Vasco tratan de que la policía se comporte en la lucha contra el bandidaje político con arreglo a las necesidades de un Estado de derecho son acusados de estar comprando su seguridad; los periodistas que denuncian malos tratos o actividades irresponsables de la policía son cuando menos en la versiones oficiales, víctimas de la manipulación; y en definitiva todo aquel que no está dispuesto a entrar en el juego que el poder establece merece ser objeto de análisis por los servicios.

El Gobierno del cambio debiera ser más exigente consigo mismo en esta materia, no sea que inconscientemente -¿o quizá de manera voluntaria y programada?- pueda estar deslizándose por la convivencia, primero, y la complacencia, después, con el Estado policial. Y no es sólo ésta una cuestión moral, sino también política: la izquierda, por razones históricas, ha conservado en este país un legado de legitimidad democrática que parece deteriorarse peligrosamente cada día más. Se diría que el ejercicio del poder en la transición ha servido para que la derecha heredera del franquismo lavara sus culpas pasadas y adquiriera esa misma legitimidad democrática que necesitaba para gobernar. Es preocupante ver al socialismo caminar en una dirección desconcertantemente opuesta, en nombre de la estabilidad política y de la razón de Estado.

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