Editorial:

El futuro de SALT II

EL FUTURO del tratado SALT II, firmado hace cinco años en Viena por Carter y Breznev, vuelve a surgir a la superficie del debate político; el presidente Reagan ha anunciado una declaración a este respecto, y es uno de los puntos de la actual reunión de la Alianza en Lisboa. La sigla SALT corresponde, en inglés, a conversaciones sobre limitación de armas estratégicas. Estas conversaciones, iniciadas en los años sesenta, desembocaron en unos primeros acuerdos en 1972, sobre todo con el tratado ABM, limitando a proporciones mínimas la utilización de armas anti-misiles; el objetivo era que ...

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EL FUTURO del tratado SALT II, firmado hace cinco años en Viena por Carter y Breznev, vuelve a surgir a la superficie del debate político; el presidente Reagan ha anunciado una declaración a este respecto, y es uno de los puntos de la actual reunión de la Alianza en Lisboa. La sigla SALT corresponde, en inglés, a conversaciones sobre limitación de armas estratégicas. Estas conversaciones, iniciadas en los años sesenta, desembocaron en unos primeros acuerdos en 1972, sobre todo con el tratado ABM, limitando a proporciones mínimas la utilización de armas anti-misiles; el objetivo era que funcionase plenamente la disuasión basada en la capacidad mutua de destrucción. Ulteriormente, después de complejas negociaciones, y en medio de una fuerte controversia en EE UU, Carter firmó el tratado SALT II. Su contenido principal consiste en la fijación de límites al número de misiles lanzadores de cabezas nucleares que tienen derecho a poseer la URSS y EE UU. No era, pues, un tratado de desarme; en ciertos aspectos, los límites superaban los arsenales existentes. Pero tenía una importancia enorme: reconocía una especie de derecho al equilibrio de cada una de las dos superpotencias, y cifraba ese equilibrio. Se establecían a la vez compromisos para no dificultar el que la URSS y EE UU, cada uno con sus medios propios, pudiesen comprobar la aplicación de lo fijado.Inmediatamente surgieron dificultades muy serias: el Senado norteamericano se negó a ratificar el tratado SALT II; tal actitud cobré aún mayor intransigencia con la llegada de Reagan a la Casa Blanca. Sin embargo, se estableció un acuerdo prácticamente sin antecedentes en el Derecho Internacional: aplicar el tratado, sin ratificación, mientras las partes lo juzgasen conveniente. Ello demostraba hasta qué punto, incluso en una etapa de rearme, un marcó como el trazado por SALT II era una necesidad objetiva para las dos superpotencias.

En la actualidad, dos factores concretos vuelven a convertir en tema de actualidad el tratado SALT II: por un lado, su plazo de vigencia es de cinco años; concluye, pues, a finales de este año y ello plantea la cuestión de su prolongación. En EE UU ha surgido otro motivo más inmediato: la Marina se apresta a lanzar un submarino de un nuevo tipo, Trident, con 24 misiles portadores de cabezas nucleares múltiples, lo cual implicaría superar por parte de EE UU el límite de 1.200 misiles de ese género fijados en SALT II. Lo previsto, para aplicar el tratado, era desmantelar un submarino del tipo anterior, Poseidon. Pero el secretario de Defensa, Weinberger, y su segundo, Perle, proponen que no se haga tal cosa y que el presidente, Reagan haga una declaración formal de que Estados Unidos decide no aplicar el tratado SALT II porque la Unión Soviética lo ha violado en varias ocasiones.

El problema en sí supera el de la botadura de un nuevo submarino nuclear: es básicamente político y de enorme trascendencia porque afecta al enfoque general de la negociación sobre los armamentos nucleares. Una declaración de Reagan en el sentido pedido por Weinberger sería una bomba política en EE UU y en el mundo entero. En un momento de desacuerdos en el seno de la OTAN, hay un punto de evidente coincidencia entre los Gobiernos europeos: el deseo de que EE UU haga en Ginebra los mayores esfuerzos para lograr un`progreso en las negociaciones con la URS S. La denuncia unilateral por Washington de SALT II, por encima de aspectos formales, indicaría una voluntad opuesta; lo que agravaría, sin duda, las contradicciones sobre otros problemas entre Gobiernos europeos y la Administración Reagan. Conviene agregar que la oposición a la actitud de Weinberger es, asimismo, fuerte en Washington, como lo ha confirmado la resolución votada en el Senado por una mayoría aplastante.

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El anuncio hecho por el secretario de Estado, Shultz, de que consultaría en Lisboa a los representantes europeos sobre esta materia es sorprendente. Shultz no puede dudar de que la actitud europea es contraria a la denuncia de SALT II, y un objetivo de la consulta puede ser obtener argumentos para la confrontación en el seno de la propia Administración norteamericana. Por otra parte, ese gesto puede dar una impresión de mayor consideración hacia las opiniones europeas. Sin embargo, es obvio que la decisión es solamente de Estados Unidos.

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