Tribuna:

La ilustración insuficiente

Decía Ortega que "la realidad tradicional de España ha consistido precisamente en el aniquilamiento progresivo de la posibilidad España". Es una admirable sentencia que define la tradición de la cultura española, no en los términos de dogmas religiosos, morales o políticos, sino en la frustración más o menos sistemática de sucesivos proyectos de renovación cultural. Y añadía Ortega: "En un grande, doloroso incendio habríamos de quemar la inerte apariencia tradicional, la España que ha sido, y luego, entre las cenizas bien cribadas hallaremos, como una gema iridiscente, la España que pudo ser"....

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Decía Ortega que "la realidad tradicional de España ha consistido precisamente en el aniquilamiento progresivo de la posibilidad España". Es una admirable sentencia que define la tradición de la cultura española, no en los términos de dogmas religiosos, morales o políticos, sino en la frustración más o menos sistemática de sucesivos proyectos de renovación cultural. Y añadía Ortega: "En un grande, doloroso incendio habríamos de quemar la inerte apariencia tradicional, la España que ha sido, y luego, entre las cenizas bien cribadas hallaremos, como una gema iridiscente, la España que pudo ser". Es una bella imagen que replantea esa dilatada renovación cultural en los términos de una crítica tan arrasadora como el fuego y que, precisamente por ello, puede contemplar la visión cristalina de una esperanza.Las Meditaciones del Quijote, de las que proceden estas palabras, son un ejemplar programa intelectual que, ni mucho menos, acaba con la obra de Ortega, y menos aún quería Ortega que acabara con su figura. Es un proyecto que arranca de los sueños de autonomía crítica y moral del humanismo español del XVI, crudamente diezmado por la Iglesia, y del espíritu de la Ilustración, de cuya indigencia también se había lamentado Ortega con enfática nostalgia.

Deseo limitar este breve comentario al nada limitado tema de esta Ilustración de la que arrancó el repetidas veces truncado proyecto de modernización española, en la que enraizaron esfuerzos como los de Ortega, la Institución Libre de Enseñanza y una poco nutrida minoría de intelectuales en la España de hoy. La Ilustración española fue una corriente no muy sólida de nuestro pensamiento, que, apoyándose en algunos exponentes avanzados de la cultura europea de los siglos XVII y XVIII, introdujo algo del espíritu científico de nuestro tiempo, junto con sus idearios republicanos y democráticos. Pueden citarse dos nombres que no requieren de gran erudición: Jovellanos, el incansable reformador que trató de inaugurar una educación científica tecnológica, la cual tenía que librar una lucha excesivamente cruda con el dogmatismo eclesiástico. Y, en un plano paralelo, puede mencionarse a Cabarrús, quien planteó la exigencia de una profunda transformación de los intolerantes valores religiosos y políticos españoles, y predijo que una renovación a medias acabaría allanando el terreno a una resistencia sorda y desesperada, como poco más tarde se fraguó en torno al anarquismo.

La Ilustración española ha sido ampliamente ignorada por el tradicionalismo español. En grandes escritores de la España contemporánea, como Ganivet o, sobre todo, Unamuno, pueden rastrearse todavía reticencias contra su voluntad innovadora. Menéndez Pelayo la había desautorizado preventivamente como heterodoxia cultural. Hasta el día de hoy, en fin, un estudiante de filosofía puede dar por terminada su formación académica sin oír una sola palabra de la filosofia del derecho, la filología o la balbuciente filosofía crítica del XVIII español.

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Ha sido la hispanística internacional, y en particular la angloparlante, la que ha asumido en las últimas décadas la tarea de descubrir los elementos de una renovación científica y política en este período histórico. Su empeño no puede ser más loable. De pronto, la Ilustración española aparecía como un caso particular de la crisis y transformación culturales de las luces europeas. En la actualidad, esta perspectiva historiográfica se ha convertido o se está convirtiendo en la nueva imagen de un consenso cultural medialmente instituido. Se dice que España pertenece culturalmente a Europa, a esta Europa heredera del Humanismo, la Reforma y la Ilustración, que en España, sin embargo, fueron perseguidos. La visión tradicionalista de la España imperial e inquisitorial, de la leyenda negra, de los valores morales sustanciales y de la intolerancia religiosa y política parece haberse desvanecido.

Esta perspectiva no solamente es tranquilizadora, sino también necesaria. Con todo, como nueva imagen consensual, no deja de ser engañosa. Es equívoca en la medida en que encubra que la modernidad, la europeización o la ilustración misma se caracterizaron, en lo intelectual como en lo institucional, por sus limitaciones, sus compromisos y poderosas ambigüedades. El pensamiento filosófico del XVIII -puesto que la filosofia, al fin y al cabo, revela siempre los valores más elementales de una cultura- no deja de delatar las profundas reservas a las que estuvo sujeta. Feijoo, figura pionera de una ilustración enciclopédica, ponía, por ejemplo, el grito en el cielo a propósito del racionalismo de Descartes, al que llamativamente califica de exagerado. De manera no menos elocuente adoptó una actitud cautelosa frente a la teoría copernicana del cielo. Su crítica de la escolástica, el mayor escollo para una mo-

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La ilustración insuficiente

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dernización científica y tecnológica de la Universidad española, no planteó en ningún momento el problema del dogmatismo metafísico y religioso. Cuando define metodológicamente el principio de la crítica, por tanto el baluarte de la acción esclarecedora y reformadora de la modernización española, lo hace valiéndose de la misma tradición escolástica. Piquer, en su Lógica, asume una posición progresista en la medida en que coquetea con el empirismo y el sensualismo de la filosofía ilustrada europea; pero la incorpora eclécticamente en el sistema de la lógica escolástica. Jovellanos, en fin, asienta su tarea de reformador en una filosofía humanista y cristiana, y sólo recoge superficialmente algunas de las claves de la renovación espiritual del siglo XVIII europeo.

La apreciación de estas limitaciones, de esta insuficiencia de la Ilustración española, no es, ni mucho menos, una cuestión erudita. A mi modo de ver, esta insuficiencia es una condición de las tentativas de modernización hasta la España de hoy. Vivimos en nuestros días el ejemplar esfuerzo y el sacrificio de una renovación económica, tecnológica e incluso política. Pero presenciamos, asimismo, los signos representativos y premonitorios de la intolerancia y la frustración que han presidido la historia del tradicionalismo español. La guerra de los catecismos, santo y seña de la resistencia católica y autoritaria a la reforma educacional; la criminalización del aborto, gesta heroica que advierte con un tono tajante sobre quiénes van a decidir los valores fundamentales de nuestra futura convivencia; el derecho tácito a la tortura, convertida en ingrediente normal de la cotidianeidad política, o la persistencia de formas y valores autoritarios en instituciones formalmente democratizadas remiten al fondo de la misma limitación: el respeto de la autonomía física y espiritual de la persona, el reconocimiento social de la libre determinación del individuo en todas las esferas de su actuación y pensamiento, nunca definitivamente acatados.

La Ilustración española ha sido y es el hilo conductor, por más que débil, que nos une a los valores científicos y político-morales de la Europa moderna. Pero los ilustrados españoles titubearon a la hora de comprender la razón moderna como principio universal, de definir hasta sus últimas consecuencias la secularización de la cultura o establecer radicalmente los principios morales y políticos de la autonomía de la persona. Las ambigüedades de la nueva renovación cultural española están pagando todavía el duro precio de aquella limitación. Y hoya nadie se le oculta la pesadilla de un posible futuro en el que los signos de una tecnología civil y militar desarrollada estrechen sus lazos con los valores arcaicos que siempre han truncado la vida española.

El reconocimiento de las limitacíones de nuestra Ilustración y nuestra modernidad, y con ella de nuestra diferencia o aun subdesarrollo cultural con respecto a otros países europeos, es hoy tan indispensable como su contraparte: la conciencia del esfuerzo intelectual, las más veces doblegado, que desde el siglo XVI hasta hoy se ha realizado para abrir la cultura española a formas más libres y dinámicas del pensamiento.

Es una condición indispensable para que en el marco así desplegado por la crítica puedan diseñarse uno a uno los nuevos valores de una convivencia democrática y recuperar el tiempo perdido de aquella otra España que pudo ser.

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