Tribuna:

La historia de Ingrid Holm

Ingrid Holm, danesa de 38 años, tiene unos ojos acuáticos, la melena de paja, el esternón espolvoreado de pecas sonrosadas y es ministro del Señor. En su despacho hay un zurrón con palos de golf, una jaula con dos periquitos, un archivo metálico lleno de problemas de conciencia, una estantería con muchos tomos severos entre los que brillan las Sagradas Escrituras en piel de ternera. Sobre la mesa se han acumulado varios estratos de carpetas y papeles de negociado que lucen la cruz del Redentor en el membrete. Ingrid Holm ahora toma el té detrás de ese parapeto sonriendo con cara de mosquita mu...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Ingrid Holm, danesa de 38 años, tiene unos ojos acuáticos, la melena de paja, el esternón espolvoreado de pecas sonrosadas y es ministro del Señor. En su despacho hay un zurrón con palos de golf, una jaula con dos periquitos, un archivo metálico lleno de problemas de conciencia, una estantería con muchos tomos severos entre los que brillan las Sagradas Escrituras en piel de ternera. Sobre la mesa se han acumulado varios estratos de carpetas y papeles de negociado que lucen la cruz del Redentor en el membrete. Ingrid Holm ahora toma el té detrás de ese parapeto sonriendo con cara de mosquita muerta. Viste un chándal azul pálido y zapatillas de tenis, pero no iba así cuando la vi por primera vez. Aquella mañana de domingo en la iglesia blanca de un poblado de Fionia esta rubia resplandecía en el presbiterio equipada con sotana, golilla, roquete y estola de grana y oro. Unos campesinos en traje de fiesta, amarrados obcecadamente a la Biblia, cantaban antífonas, cosas de profetas, aires campestres delicados mientras esta sacerdotisa manejaba los instrumentos del oficio con un garbo poco común. Durante la ceremonia religiosa no dejé de admirar en Ingrid Holm una mezcla de unción y dominio de las tablas. Celebró una misa escueta, impartió la palabra desde el púlpito, dio la comunión a los fieles y al final del acto bendijo todas las cabezas elevando la última súplica hacia la cúpula del templo donde había un racimo de ángeles berninianos. Nada extraordinario por otra parte. Desde 1948, en Dinamarca la Iglesia protestante ha permitido a las mujeres acceder al sacerdocio y ellas ahora están copando este cargo con una misteriosa dignidad que entronca con la antigua práctica de las vestales vikingas. Al parecer, Ingrid Holm mantiene a sus pies una parroquia bien domada, como en un tiempo no lejano tuvo también a otra clase de público pendiente de ella en aquel antro de Copenhague. Esta hermosa clériga luterana sabe que no he llegado hasta su despacho en busca de Dios, sino tratando de cifrar una rara historia. Ingrid Holm me ofrece la caja de bombones con una sonrisa tímida, casi dulce.-¿Cree usted que mi caso es apasionante? -dice.

-Sin duda.

-Pues se equivoca. El hecho de que yo hiciera strip-tease para pagarme los estudios de Teología lo considero un asunto anodino. No hay que escandalizarse por eso. ¿Le gusta el jazz?

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

-Sí, claro.

-Pondré un poco de música. ¿Conoce esta melodía? Green Dolfhin street.

-¿Oscar Paterson?

-Me pregunto si es usted un hombre de fe.

-Adoro este contrabajo.

-Bien. Entonces usted es como todos. Sólo quiere saber por qué hice aquello. ¿No es así? Yo bailaba, bailaba... en un elegante burdel de Copenhague y estudiaba Teología en la Universidad. Por la mañana asistía a clase para conocer los libros revelados y de noche enseñaba el sexo a unos seres solitarios a cambio de algunas coronas. ¿Es eso lo que desea?

Ingrid Holm no recuerda con exactitud su primera experiencia religiosa. En la adolescencia comenzó a sentir que Dios estaba unido al deshielo de la primavera de Fionia. Tal vez el Creador era aquel silencio interior del bosque donde un día se perdió. La niebla se desgarraba en los abedules formando figuras similares a los fantasmas de la niñez cuando su, padre, un granjero atormentado por la divinidad, leía en voz alta desde el crujiente balancín fieros pasajes del Antiguo Testamento. En los largos inviernos la muchacha imaginaba una ardiente entrega a la naturaleza. Cerca de casa había una laguna hibernada y en la oscuridad percibía siempre dentro de ella la presencia de un ojo plateado y sumergido que la miraba durante los sueños. Probablemente esa gran córnea de hielo también era Dios. Un día Ingrid Holm se fue a la ciudad para trabajar de camarera en una cafetería cuya especialidad consistía en un inmenso copón de chocolate y nata en forma de cisne. Allí acudían por la tarde estudiantes de filosofía, intelectuales con leche en la sangre que discutían sin parar cuestiones de materialismo mágico. Allí se enteró ella de que Dios no habitaba sólo en la humeante espesura del bosque o en el fondo del lago, sino que palpitaba igualmente en las páginas de ciertos libros fuera de su alcance. Pero el local pronto cambió de dueño y éste lo convirtió en un bar de licores a medía lumbre donde se exigía a las chicas de la barra que sirvieran a los clientes toda suerte de brebajes con ambos senos a la intemperie. Ingrid Holm no lo dudó un instante. Se quitó la camisa con una naturalidad escandinava. Es más. En seguida descubrió con orgullo que sus pechos de novicia se habían convertido en un regalo. Ebrios silenciosos los acariciaban con la mirada en la penumbra caliente y a veces la muchacha se sentía la carne traspasada en la conjunción de la soledad por aquella gente tierna y tabernaria. ¿Acaso interponer su cuerpo entre el aguardiente y la desesperación no era una sustancia religiosa? El perfil de las tetas nacaradas de Ingrid Holm se hizo famoso en toda la barriada de la Estación Central de Copenhague y de eso le salió el primer trabajo bien remunerado, aunque no recuerda muy bien cómo rodaron las cosas. Tal vez un asiduo del bar le ofreció la oportunidad de filmar una película erótica muda. Sólo tenía que posar desnuda, moverse un poco ante la cámara, realizar un número de cama mecánicamente durante diez minutos con un sueldo de mil coronas por sesión. Al mismo tiempo, aquel estudiante de filosofía, que había conocido en la cafetería, tomando chocolate con nata, le propuso un día que lo acompañara a la universidad.

-El muchacho pasaba entonces por una crisis de misticismo. Se le veía obcecado con su alma.

-¿Qué ha sido de él?

-Ahora es mi marido. Está empleado en una agencia de publicidad. Diseña carteles.

-¿Fue él quien la inició a usted en el misterio de la revelación?

-Mi marido en esa época estudiaba a Baruc Spinoza, quería dedicarse a anillar aves y siempre me hablaba de Dios, que para nosotros era la primavera de Fionia. Son tan bellos esos campos cuando emergen del sueño de la nieve. Las flores, los pastos, la sangre nueva, las excursiones al lago, el bosque de abedules y hayas que humea una verde aureola de humedad. Spinoza era un panteísta, ¿sabe usted?

-Sí. Hoy se ha vuelto a poner de moda.

-Los bosques de Fionia en la primavera se llenan de una música que no se oye, los dora una luz que no se percibe. Bueno. Mi primer trabajo de artista consistió en acostarme con un negro de Guayana y fingir un orgasmo de cierta calidad. Nada interesante. La lectura de Spinoza me regaló el sentido de la naturaleza. Ése era mi camino.

-¿Y su cuerpo?

Pronto surgió el primer inconveniente. Ingrid Holm comenzó a ir a clase por las mañanas a un centro de estudios teológicos y eso le impedía realizar cortos de pornografía por cuestiones de horario. Tuvo que elegir y no lo dudó. La chica escogió el conocimiento de las Sagradas Escrituras, aunque carecía de fondos y se había quedado sin trabajo. Dios estaba por encima de todas las cosas, pero al poco tiempo le llegó una buena salida. Su maravilloso cuerpo fue requerido por el empresario de una sala nocturna, no exenta de elegancia, muy visitada por matrimonios honestos y turistas honrados para que ejecutara un número de strip-tease de género fino. Lo de siempre. Ella saldría con adornos de gata o de pantera meliflua incluido el rabo de oro y tenía que ondular las caderas en torno a la melodía culebreante de un saxofón arrancándose la piel lentamente hasta quedar desnuda ante un público que suele contemplar este espectáculo con un tedio mortífero.

-No sé si usted lo sabe.

-Qué.

-El strip-tease puede llegar a ser una mística.

-¿Y la patrística? ¿Y la hermenéutica?

-El cuerpo es naturaleza. Yo lo ofrecía con naturalidad. Me comunicaba con la gente a través de la carne. Después cobraba.

-¿Y la moral?

-Cristo nunca habló de sexo. La moral está hecha para la convivencia y yo no la distingo de la buena educación. La fe en Dios es otra cosa.

Hacia medianoche Ingrid Holm se convertía en una reina de garito en el Stroget de Copenhague y allí se le encendían el vientre, los senos, los muslos licuados en la oscuridad y a la mañana siguiente se la veía cruzar la plaza del Ayuntamiento con un libro sagrado bajo el brazo en dirección a la escuela de pastores luteranos, un establecimiento lleno de alumnos con barbita y gafas plateadas, de profesores con alzacuellos y perilla sumidos en la investigación de la sabiduría desde el Génesis hasta el Apocalipsis de San Juan.

-¿Conocían allí su trabajo?

-Naturalmente.

-Y nada.

-¿Qué podían decir? El strip-tease es una buena labor si se realiza con cierta ternura. Otras compañeras eran periodistas o simples amas de casa. Yo me limitaba a pagar la matrícula y a tratar de convertirme en una agente de Dios en la Tierra.

Ingrid Holm no cesó de enseñar el culo con honestidad en aquel cabaré hasta unos meses antes de su consagración a la Iglesia como ministro del Señor. Por otra parte, su cuerpo ya no se encontraba en forma. Había dejado de ser estelar y le sonaban los cartílagos cuando levantaba la pierna fabulosa en el escenario. Después la chica se casó con el publicitario filósofo, amante de las aves, y casi en seguida entró en el sacerdocio con una gran ceremonia de obispos a la que acudieron su padre, el granjero atormentado por la divinidad, camaradas del conjunto musical, el empresario del local, alguna compañera de garganta profunda, gente de su pueblo de Fionia, amigos de la infancia, colegas del oficio y otros devotos no clasificados. Qué bien suena ahora este disco de Oscar Paterson. Al finalizar el momento del té en su despacho Ingrid Holm me invita a dar un paseo por unas verdes colinas con vacas flanqueando el bosque de abedules donde se desgarran gritos de pajarracos para llegar a un estanque congelado. Dentro del hielo brilla todavía el ojo surreal de Jehová. ¿Cómo conseguiría Ingrid Holm aislar a un Dios personal de la germinación panteísta de la naturaleza? Ella alcanzó la revelación a través de esta gran córnea fosilizada que se refleja en el fondo del espejo. También trascendió el misterio carnal de su cuerpo por medio de una idea. En este momento avanza por el, filo del soto bajo una batalla de nubes con zapatillas de tenis y sus músculos maduros se marcan en la tela del chándal azul pálido.

-Ven mañana a la iglesia.

-Iré.

-Ya es primavera. Se acerca la pascua.

-¿Hay un rito especial en Dinamarca?

-Nada. La gente está contenta. Han comenzado a salir flores.

Aquel domingo antes de misa Ingrid Holm tuvo que dar sepultura a un suicida. Después la vi resplandeciente en el altar. Llevaba sobre la sotana negra con golilla de encaje un roquete, una estola de grana y una capa bordada con filamentos de plata. Fieles rubicundos de clase campesina, con corbatines y lazos, cantaban amarrados con manazas de tractoristas al libro de los salmos. Oían la palabra de Dios impartida por la sacerdotiza. Volvían a cantar tonadillas de profetas, baladas campestres. Ingrid Holm se movía en el presbiterio con autoridad llena de unción y manejaba los instrumentos de su sagrado ministerio con absoluto dominio de las tablas. En mi cerebro aún sonaba el saxo de Oscar Paterson inundado por el órgano. Una melodía caliente que se enroscaba como una culebra en el vientre de alguien. El templo estaba iluminado con todas las lámparas y los vitrales cernían una luz de fuego. Ingrid Holm parecía una diosa.

Sobre la firma

Archivado En