Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA

Poder judicial, soberanía e independencia

Durante los últimos días he venido leyendo en el Boletín de Sesiones del Congreso de los Diputados los dispares criterios mantenidos por los representantes de los distintos grupos parlamentarios respecto a la constitucionalidad o anticonstitucionalidad del precepto de la ley orgánica del Poder Judicial, que está siendo objeto de debate, por el que se determina la forma o sistema para la elección de vocales del Consejo General del Poder Judicial; las opiniones expuestas al respecto por representantes de la única asociación profesional de la magistratura legalmente constituida, por las di...

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Durante los últimos días he venido leyendo en el Boletín de Sesiones del Congreso de los Diputados los dispares criterios mantenidos por los representantes de los distintos grupos parlamentarios respecto a la constitucionalidad o anticonstitucionalidad del precepto de la ley orgánica del Poder Judicial, que está siendo objeto de debate, por el que se determina la forma o sistema para la elección de vocales del Consejo General del Poder Judicial; las opiniones expuestas al respecto por representantes de la única asociación profesional de la magistratura legalmente constituida, por las distintas agrupaciones de jueces y magistrados con vocación de constituirse en asociación (gran parte de los pertenecientes a dicha asociación y grupos, entrañables amigos y admiradísimos compañeros); las de otros juristas; las de periodistas e incluso las de gentes sin la menor relación con el mundo del Derecho, cuya intervención (la de estos últimos) es claramente explicable y, se halla plenamente justificada porque, así como otras ciencias afectan al hombre más o menos tangencial o indirectamente, el Derecho, como todo el mundo sabe, le acompaña desde que nace hasta que muere, e incluso regula sus relaciones después de su muerte.Pues bien, como creo que lo que impulsa si no a todos sí a una gran parte de los que han emitido sus opiniones es el deseo de contribuir con sus aportaciones a que las cosas se hagan en la medida que resulte mejor para el bien común, no quiero yo dejar de sumarme al cumplimiento de ese deber e intentar arrojar con mi opinión alguna luz sobre un panorama que ha venido presentándose como tan tenebroso o sombrío, encontrando aliento para decidirme a hacerlo en el recuerdo de la frase. del poeta Salvador Espriu que más o menos dice así: "Cuando el espejo de la verdad se desmenuza, cada uno de los fragmentos, por pequeño que sea, refleja, sin duda, al menos una brizna de la verdad".

Soy perfectamente consciente de que mis opiniones no son compartidas por gran parte de mis compañeros y de que incluso podrán irritarles, pero tengo más que la esperanza la certeza de que tendrán conmigo la benevolencia y comprensión que han venido dispensándome durante 40 años, y muy especialmente cuando en las pasadas elecciones para la designación de vocales del Consejo General del Poder Judicial me honraron concediéndome una votación tan mayoritaria.

Además, los magistrados, por exigencias de nuestra profesión, estamos acostumbrados a mantener casi diariamente criterios dispares, a veces acaloradamente, pero siempre con la mayor corrección y respeto mutuo, acatando democráticamente el criterio de la mayoría.

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La elección de los vocales

Y entrando ya en el tema tan controvertido de si el precepto de la ley orgánica en proyecto que determina el sistema a seguir para el nombramiento de los 20 miembros del Consejo General del Poder Judicial es o no constitucional, tengo para mí que es absolutamente constitucional, convicción a la que me llevan las razones siguientes: a diferencia de otras constituciones -la italiana, por ejemplo, que no determinó el número de componentes, que fue fijado por la posterior ley ordinaria de 24 de marzo de 1958-, la nuestra lo determinó todo, a excepción de la forma de designar a los miembros de la carrera judicial que han de formar parte del Consejo, lo que remitió a la posterior ley orgánica del Poder Judicial. En efecto, el artículo 122.3 de la Constitución dice así: "El Consejo General del Poder Judicial estará integrado por el presidente del Tribunal Supremo, que lo presidirá, y por 20 miembros nombrados por el Rey por un período de cinco años. De éstos, 12 entre jueces y magistrados de todas las categorías judiciales, en los términos que establezca la ley orgánica; cuatro, a propuesta del Congreso de los Diputados, y cuatro, a propuesta del Senado, elegidos en ambos casos por mayoría de tres quintos de sus miembros, entre abogados y juristas, todos ellos de reconocida competencia y con más de 15 años de ejercicio profesional".

La simple lectura del precepto no parece que pueda dejar lugar a dudas, ni a los juristas ni a los legos en Derecho, acerca de que los 20 miembros del Consejo General del Poder Judicial -12, al menos- han de tener la condición de jueces y magistrados, y que en cuanto a la forma de designar a los vocales en quienes ha de concurrir tal condición, la ley de leyes hace una delegación constitucional a la futura ley orgánica del Poder Judicial; por eso, cuando por un precepto de esta ley se determina, haciendo uso de la delegación constitucional, la forma de designar a los mentados vocales, no es concebible que se pueda decir que tal precepto es anticonstitucional o que viola lo dispuesto en el artículo 122.3 de la Constitución.

Los que mantienen la opinión contraria, o sea, la inconstitucionalidad del precepto, alegan dos clases de argumentos: uno, los antecedentes históricos, y otro, la determinación numérica en el precepto de los elegibles por las Cámaras.

Entendemos que uno y otro carecen de solidez. Los antecedentes históricos que se invocan, entre los que se encuentran las posturas mantenidas en tiempos pretéritos por los representantes del partido político hoy día mayoritario, podrán servir de fundamento para que cada cual haga los juicios que estime oportunos en otro orden de valores, pero son totalmente irrelevantes jurídicamente para demostrar que la norma no se ajusta a la delegación constitucional, pues por muy voluntarista que sea la interpretación, no se puede llegar a pretender que diga el precepto, literalmente claro, lo que no dice.

Podrá sostenerse que el sistema. adoptado por el precepto legal en cuestión no solamente no es el óptimo, sino incluso que es el peor de todos los legal y posiblemente elegibles, pero lo que no se puede sostener es que sea anticonstitucional.

Lo abona así además el que prescindiendo de otros elementos interpretativos impropios de un artículo periodístico desprovisto de toda pretensión técnica, literaria o filosófica, en cuanto que lo único que se propone es aportar una opinión más a fin de que el lector no jurista (los juristas ya tienen la suya personal, y no osaría yo el pretender ilustrarles) leyendo todas las expuestas pueda formar la suya propia en un asunto que ha de parecerle tan embrollado; prescindiendo, decimos, de otros elementos de interpretación, es de tener en cuenta que cuando en un país, como ocurrió en el nuestro, por razones pública y notoriamente conocidas, se produce una mutación global y sustancial en el ordenamiento jurídico, los singulares preceptos insertos en el nuevo ordenamiento han de interpretarse atendiendo a los principios fundamentales que lo informan, entre los que descuella el artículo 1º-2 de la Constitución, según el cual "la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan todos los poderes del Estado", por lo que, en absoluta coherencia con este precepto básico, al regular la composición de todos los, organismos institucionales se ha tenido el cuidado de dar una participación a los diputados y senadores como directos representantes de la soberanía popular, y así, por referirnos al organismo que más relación o afinidad guarda con el que venimos contemplando, como es el Tribunal Constitucional, el artículo 159 de la Constitución dispone que 10 de sus componentes serán. designados por el Gobierno y por las Cámaras en la proporción de dos por el primero y ocho por las segundas, exigiendo, eso sí, una mayoría que, salvo en excepcionales supuestos coyunturales, exige la conformidad de los varios partidos representantes de la mayoría del pueblo español.

El cupo de los elegibles

El argumento de que al determinarse en el artículo 122.3 de la Constitución el número de vocales del Consejo elegibles por el Congreso y por el Senado queda agotado el cupo de los elegibles por ellas es totalmente sofistico, en cuanto que la determinación de tal número viene puesto en relación con la cualidad que han de reunir ocho de los vocales componentes del Consejo, lo que hizo posible, por cierto, que en las pasadas elecciones, de los ocho vocales elegibles por las Cámaras, el nombramiento de cuatro haya recaído en tres magistrados y un fiscal; por lo que el actual Consejo -cosa que es perfectamente posible que suceda en los siguientes- esté compuesto no solamente por 12, sino por 16 miembros de la carrera judicial. Pero sobre todo, lo que el precepto constitucional ha querido con la mentada determinación numérica ha sido el establecer un cupo de mínimos, pero no de máximos, a fin de que por una ley posterior no pudiese quedar quebrantado el referido precepto constitucional básico que ineludiblemente exige la presencia de todo órgano institucional de personas elegidas por los directos representantes de la soberanía nacional.

Entendemos que el comentado precepto de la ley orgánica del Poder Judicial tampoco atenta gravemente a la tan cacareada independencia del poder judicial como en tonos tan dramáticos se ha venido sosteniendo por algunos.

Al efecto es menester distinguir entre la independencia interna y la externa, conceptos que, aunque elementales, no han sido suficientemente puestos de relieve, o al menos se ha puesto todo el énfasis en la segunda, cuando la verdaderamente esencial es la primera.

La independencia interna consiste en que las personas llamadas al ejercicio de la función jurisdiccional, que es una de las fundamentales del Estado, junto con la de legislar y gobernar, cuando se hallen en el trance de tener que decidir los conflictos de intereses o de resolver las controversias suscitadas entre sus conciudadanos, lo hagan con absoluta imparcialidad, objetividad y rectitud, teniendo en cuenta los principios de proporcionalidad e igualdad, así como los inspiradores de la Constitución, y aguzando la sensibilidad, para poder dar exacto cumplimiento a lo dispuesto en el artículo 32 del Código Civil, según el cual deben atender a la realidad social del momento histórico en el que dictan la resolución, aunque para ello se vean obligados en ocasiones a pasar por el duro y penoso trance de tener que posponer sus personales creencias políticas o de todo orden a la voluntad o mandatos de la ley, pues sólo así quedará cumplido, entre otros, el principio de seguridad jurídica imprescindible para los justiciables y para quienes por ellos aboguen, y podrá dejar de tener realidad la afirmación hecha por el diputado señor Bandrés de que por la simple lectura de una sentencia puede descifrarse o conocerse perfectamente la ideología política del juez que la dictó.

Sin que al llegar a este punto dejemos de reconocer que, como decía nuestro compañero Enrique Álvarez Cruz en un artículo periodístico recientemente publicado, una justicia totalmente desideologizada y un aséptico mundo judicial es una utopía que no se corresponde con la realidad.

En todo caso, la independencia interna es una cualidad personal que se tiene o no se tiene sean cuales fueren las leyes orgánicas en vigor, de modo que cuando se tiene se puede estar seguro de que los errores en los que se pueda incurrir en una sentencia son exclusivamente imputables a las limitaciones humanas inherentes a la condición de hombre de quien la dictó, y no a cualquier tipo de presión externa o incluso a las internas, a las que el juez ha de sobreponerse. Los abogados y procuradores de un determinado partido judicial o de una ciudad se hallan especialmente cualificados para saber en quiénes concurre y en quiénes no y saben que cuando esta cualidad concurre en los llamados a realizar la función jurisdiccional, la justicia queda a salvo y preservada de todo intento de corromperla.

Garantías para la independencia

Cosa completamente distinta, aunque, como es obvio, sustancialmente entrelazada con la anterior, es la independencia externa, es decir, el conjunto de medidas instrumentales que deben ser arbitradas en las leyes orgánicas para proporcionar a los jueces la absoluta seguridad de que el ejercicio de la independencia interna no requiera en ocasiones un comportamiento heroico ante el temor de ser objeto de represalias que puedan repercutir en el futuro de su carrera.

¿Las contiene la ley orgánica en proyecto? Esta ley consagra el principio de inamovilidad -que ciertamente no constituye ninguna novedad-, en virtud del cual los jueces no pueden ser destituidos, suspendidos, trasladados ni jubilados sino en virtud de las causas predeterminadas en la ley y con observancia de los procedimientos al efecto establecidos. A su vez, en la ley se establece el principio -que sustancialmente tampoco es nuevo- de que los puestos de la carrera judicial se cubrirán por riguroso orden de antigüedad en atención al puesto que se ocupe en el escalafón y por oposición restringida, salvo algunos cargos, como los de presidentes de audiencia, de los tribunales superiores de justicia de las comunidades autónomas y magistrados del Tribunal Supremo, que serán designados por el Consejo General del Poder Judicial. Y es aquí donde se carga el acento de la posible politización por el hecho de que los 20 miembros del Consejo al que compete hacer tales nombramientos sean elegidos por el Congreso y el Senado.

Mas a quienes así piensan cabe preguntarles: ¿Por muy peyorativo que sea el concepto que se tenga de los políticos que integran ambas Cámaras, es concebible, con independencia de cuál sea el partido político a que pertenezcan, que se pueda pensar que les interesa configurar un poder judicial integrado por jueces corrompibles, dóciles y dependientes, lo que es lo mismo, potenciales delincuentes, por prevaricación? ¿Es admisible que se considere tan necios a los señores diputados y senadores como para no percatarse de que la política es versátil y que las posiciones pueden cambiar en cada período electoral como consecuencia de la existencia de un régimen democrático, y tan cegados por el poder como para no ver que cuando lo pierdan convirtiéndose en ciudadanos corrientes sin la protección de ningún fuero especial, si llegan a tener la condición de justiciables, la que potencialmente tenemos todos, lo que les conviene es que los jueces encargados de juzgarles o de dirimir sus contiendas sean personas rectas e independientes, y no dependientes, dóciles al que manda y, en definitiva, prevaricadores?

¿Es posible que se pueda dudar de la independencia del Tribunal Constitucional -sea cual fuere la diferencia de criterio entre sus componentes- por razón de quienes sean sus electores de conformidad con lo dispuesto constitucionalmente?

Francamente, si yo tuviese tal falta de fe en todas las instituciones y en las personas que las integran iría pensando en emigrar a un país cuyas estructuras, de todo orden, ofreciesen más garantías y mejor calidad de vida según mis convicciones.

Un patrimonio de los justiciables

Pero además no se puede olvidar que la independencia judicial no constituye un bien privativo de los jueces ni un privilegio establecido en su beneficio, sino que tiene su razón de ser y se halla establecida como un patrimonio perteneciente a los justiciables, que, como queda dicho, potencialmente lo son la totalidad de los ciudadanos, de manera que el que se configure como poder al integrado por las personas encargadas de realizar la función jurisdiccional viene justificado por la necesidad de dotar a éstas de las potestades necesarias para defender los derechos y libertades de los individuos ante las posibles lesiones que puedan provenir del comportamiento o de los actos de otros poderes, de suerte que la existencia y la independencia del poder judicial queda consagrada por el hecho de que en la ley orgánica y en la Constitución se otorgue a los jueces y magistrados la facultad, en exclusiva, de ejercer la función jurisdiccional (artículo 1º de la ley y 117.3 de la Constitución), la tutela de los derechos y libertades individuales (artículo 7), el control de la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa (artículo 8), la facultad de plantear la cuestión de inconstitucionalidad de una norma con rango de ley. De manera que si la división tripartita de poderes -que nadie discute que es indispensable para la existencia de un Estado de derecho- falla, será porque los jueces abdiquen de estas potestades que constitucional y legalmente se les confieren y que dan al judicial su carácter o condición de poder, por razones personales de tipo utilitario y no por otras causas.

Por ello produce perplejidad que quienes no dudan que han sabido mantener su independencia en recientes etapas históricas en que los cargos anteriormente referidos eran de nombramiento libre y absolutamente discrecional del Gobierno teman que la independencia se pueda perder porque la provisión de dichos cargos corresponda a un consejo judicial que necesariamente habrá de ser plural, al requerir la designación de sus miembros una votación que requiere el concurso de los parlamentarios, que si no representa a la totalidad de los justicialistas, sí a la inmensa mayoría.

En conclusión, pues, lo único que pretendo no es terciar en la polémica de lo que pudo haber sido y no fue, sino -partiendo pragmáticamente de lo que ya es, al parecer con carácter irreversible, al menos por el momento, ya que en este mundo todo es reversible y mucho más el Derecho, por su consustancial condición de realidad dinámica- echar agua a las tintas, a mi juicio exageradas y a veces tendenciosamente recargadas, y desdramatizar un tema en el que se ha venido poniendo una pasión que se echó a faltar para otros de no menor importancia.

Manuel García Miguel es magistrado de la Sala Segunda del Tribunal Supremo y vocal del Consejo General del Poder Judicial.

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