Tribuna:

Sofoco

Una de las características más notables de los norteamericanos es lo desvergonzados que son. No sienten remilgos para mostrarse en público, para articular con todo el cuerpo un pensamiento que se les acaba de hospedar o incluso para ser inconvenientes sin sofoco. En una parte de los casos pueden caer en la puerilidad y quedar fritos, pero en otra proporción se apoderan sin más del espacio, de un golpe y por sorpresa. Es esto lo que hace que continuamente estén inventando. No tienen ese pavor europeo a ser electrocutados por el ridículo, ni tampoco esa tendencia a suponer que un gran error le d...

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Una de las características más notables de los norteamericanos es lo desvergonzados que son. No sienten remilgos para mostrarse en público, para articular con todo el cuerpo un pensamiento que se les acaba de hospedar o incluso para ser inconvenientes sin sofoco. En una parte de los casos pueden caer en la puerilidad y quedar fritos, pero en otra proporción se apoderan sin más del espacio, de un golpe y por sorpresa. Es esto lo que hace que continuamente estén inventando. No tienen ese pavor europeo a ser electrocutados por el ridículo, ni tampoco esa tendencia a suponer que un gran error le dejará a uno marcado como a un imbécil de por vida. Un tal Warren, por ejemplo, puede haberse equivocado con la inauguración de una cadena de museos de cera en el Sureste, pero esa ruina no logrará postrarlo. Un año más tarde puede triunfar con un nuevo diseño de colador para la sopa de almejas.Esto mismo sucede con el arte. Todo puede ser ensayado ante la voz de una demanda sin anticipos. Rauschenberg, ahora en la Fundación March, de Madrid, muestra el ejemplo de esta apuesta por la novedad que incluye al propio artista. Todos somos iguales en tanto no nos pronunciamos. O bien, la diferencia entre quien pasó el barranco del ridículo hasta el lado de la idea feliz y quien se socorrió en la prudencia es a menudo la desvergüenza.

Efectivamente, existen sociedades más circunspectas que otras, y por tanto en cada una se requieren dosis diferentes de valor. Lo decisivo, sin embargo, es que el medio, lejos de ocuparse en preparar una fosa para quien comete la acción de osar, tome su prueba como un intercambio. Esta clase de mercado nunca tiene límites. Sólo el dogma es un solar cerrado. Nadie, en efecto, inventa menos que esas comunidades de respeto que representan las monjas. Y a este propósito obsérvese que cuando se les ocurre algo nuevo pasan por desvergonzadas. Ni la jauría ni el convento acaso. Entre ambos, sin embargo, mucho me temo que la existencia de demasiados seres discretos o continentes esté privando a la sociedad española de desnudar más ideas y multiplicar las fiestas.

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