Editorial:

Los funerales de la literatura

LOS PREMIOS literarios han desempeñado en este país un papel nada desdeñable. Rota la continuidad literaria de la sociedad de preguerra, premios como el Nadal o el Planeta sirvieron para normalizar el gusto y el consumo conforme a los tiempos, aunque también con el atemperamiento propio de los peculiares tiempos españoles. Fueron, caso del Biblioteca Breve o del Formentor, plataforma de apertura para lectores encerrados con el escaso repertorio que deparaba la cultura oficial. Muelle de lanzamiento para escritores jóvenes sumergidos en la imposibilidad de hacerse una profesión literaria, como ...

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LOS PREMIOS literarios han desempeñado en este país un papel nada desdeñable. Rota la continuidad literaria de la sociedad de preguerra, premios como el Nadal o el Planeta sirvieron para normalizar el gusto y el consumo conforme a los tiempos, aunque también con el atemperamiento propio de los peculiares tiempos españoles. Fueron, caso del Biblioteca Breve o del Formentor, plataforma de apertura para lectores encerrados con el escaso repertorio que deparaba la cultura oficial. Muelle de lanzamiento para escritores jóvenes sumergidos en la imposibilidad de hacerse una profesión literaria, como el Adonais. Ámbito de resistencia, y de oposición incluso, al régimen franquista, principalmente desde la periferia, como el Caries Riba, el Sant Jordi o los Premis Octubre.En el último franquismo y en la transición, los premios fueron también ocasión para discursos, manifiestos y manifestaciones, aparición de nuevos rostros o reaparición de viejos. En el mismo juego proliferaron las presentaciones de libros, como actos sociales donde una incipiente sociedad política se valía de la sociedad literaria para adquirir cohesión y densidad, como en los viejos tiempos de las revoluciones burguesas. Premios y presentaciones se convirtieron así en ocasión de fortuna para editores y escritores. Sin publicidad de pago, se convertían en centro de atracción de una opinión pública magnetizada por la inercia del antifranquismo y de la resistencia cultural -incluso de la menos politizada o de la apolítica, que fueron las más importantes- y luego por los fulgores que ofrecía la fauna de la transición en plena labor de identificación y acomodamiento.

El regreso de los exiliados, la recuperación de los olvidados, el reconocimiento a los resistentes y una legítima reconciliación del país consigo mismo y con sus escritores eran las partidas que permitían pasar a cobrar muchas facturas, algunas sobre cuentas reales, otras sobre cuentas imaginarias o sobrevaloradas. El advenimiento del Gobierno socialista y, antes todavía, la recuperación de Gobiernos autónomos abrieron las puertas a muchos cobradores. Medallas, honores y premios oficiales crecieron en número y dotación. Algunos, incluso, se presentaron a cobrar sin pasar por el premio, o quizá lo hicieron precisamente porque todavía no lo habían recibido.

Los premios pagados con el bolsillo del contribuyente ya no festejaban únicamente al santo municipal y a los santos políticos, como en la dictadura. Ahora aumentaba la hagiografía por un lado y cambiaba de nombre por otro. Y aparecía también una nueva forma de carrera en la que la liebre eran los premiables. Los políticos empezaban -en ello están todavía- una cierta y discreta pugna por condecorar o cubrir de dinero a alguna gloria añeja que hubiera podido pasar inadvertida ante sus colegas. Era la misma carrera que se producía entre los altos cargos de la Administración central y los de alguna autonomía para fotografiarse al lado de artistas y escritores en hipotético trance de desaparición. Premiar a los excelsos, como dejarse ver en su compañía, era así una forma de secuestro del aura sagrada del arte que venía a sustituir la ausencia de ideas y de políticas culturales.

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En la especial peripecia de la cultura española, con tanta historia perdida y recuperada, olvido y recuerdo, decadencia y auge de famas y comercios, y con la instalación casi súbita y salvaje de una mercadotecnia mal digerida en el mercado y en la política, los premios dichosos se han convertido en un exceso. Colmo de mercantilización, de pequeñas corrupciones, de imposturas, envidias y conspiraciones ridículas, de profesionalizaciones vergonzantes entre escritores y entre jurados, o a veces de ambas cosas, de mandarinatos y tráfico de influencias, y, en suma, colmo de miseria del alma en un país donde el colmo es la ausencia de la lectura. Una peculiar e invertida ley de Malthus permite sobre el papel que crezcan geométricamente los recursos -premios, galardones, libros editados, escritores de un solo libro que se presentan como tales, libros que jamás nadie leerá-, mientras los lectores crecen en dificil y esforzada proporción aritmética, mucho más lenta que la proporción del crecimiento de la población. ¿No sería mejor y más rentable rescatar tanto y tanto dinero del despilfarro para el fomento de la lectura y de la creación?

Pero la lectura y la escritura parecen sobrar en este invento. Lo único que importa es el espectáculo, aunque esa plétora de fastos y fiestas literarias parece ser, en puridad, el introito de los funerales de la literatura.

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