Tribuna:

Otoño pleno

Toda la riqueza y la variedad del ciclo de las estaciones del año pueden ser contempladas bajo una doble perspectiva: la científica y la estética. La científica nos ofrece una visión bastante exacta de las periódicas evoluciones de la Tierra. Al menos hasta que han comenzado a darse algunas mutaciones, provocadas por el hombre, que tienden a unificar -a enloquecer más bien- las estaciones. La atmósfera recalentada o contaminada, los deshielos y la desertización parece que alteran cada día más la climatología, que a fin de cuentas es la que va influyendo en cada planta, en cada elemento e inclu...

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Toda la riqueza y la variedad del ciclo de las estaciones del año pueden ser contempladas bajo una doble perspectiva: la científica y la estética. La científica nos ofrece una visión bastante exacta de las periódicas evoluciones de la Tierra. Al menos hasta que han comenzado a darse algunas mutaciones, provocadas por el hombre, que tienden a unificar -a enloquecer más bien- las estaciones. La atmósfera recalentada o contaminada, los deshielos y la desertización parece que alteran cada día más la climatología, que a fin de cuentas es la que va influyendo en cada planta, en cada elemento e incluso en la mismísima composición química de la sangre de los seres vivos.La otra visión de las estaciones -la estética- se ve sometida a interpretaciones en apariencia más simplistas: madurez de los frutos; coloraciones rojizas, amarillentas y ocres de una gran intensidad; grave exaltación de los sentimientos... En pintura, por ejemplo, la representación de una determinada época del año puede ser -al margen de estilos, claro está- puramente fotográfica y, por supuesto, muy influida por los mitos literarios. Vendimias y bacanales se cuentan entre las más frecuentes. Pero a la larga, ¿qué diferencias de fondo pueden existir entre las distintas imágenes que de las estaciones del año nos ofrece el pincel de un Botticelli, o el de un Jordaens, o el de un Poussin?

¿Y qué decir de la música? ¿Qué diferencias puede haber entre las partes de Las cuatro estaciones, de Vivaldi, que no vengan concretadas por su apoyatura literaria, por los anónimos sonetos que probablemente las inspiraron? Aunque no en todos los casos -la ópera sería una de las excepciones-, las aportaciones literarias privan de riqueza, de dimensión al texto musical. ¿La Pastoral, de Beethoven, o el Preludio a la siesta de un fauno, de Debussy, se enriquecen o se empobrecen si las escuchamos teniendo presentes sus versiones literarias? Afortunadamente, creo yo, el arte contemporáneo ya no es, en lo fundamental, un arte descriptivo y al borrar referencias, al eliminar connotaciones, es más arte, cumple mejor su función investigadora e introspectiva.

Cabe, quizá, una tercera aproximación a las estaciones del año. Ésta podría ser la de analizarlas y valorarlas en sus signos y en sus símbolos, en cuanto tienen a la vez de real y de fugitivo. Probemos a hacerlo, por ejemplo, con la estación en que nos encontramos, con el otoño. Cuando llega el otoño avanzado valoramos más la gravedad que la plenitud.de la estación y observamos distintos símbolos que nos hablan del nacimiento y de la muerte de la misma. Me referiré solamente a dos de ellos.

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Estos símbolos nos pueden llegar, por ejemplo, en un intenso ocaso, a través de tres de nuestros sentidos: el del oído, el del olfato y el de la vista. Veamos el primero de ellos. En el bosque húmedo canta la lechuza. Su canto es una anunciación puntual, cronométrica, de esa humedad que viene después de la maduración y de las recolecciones para corromper las hojas sentenciadas, para corromper los frutos.

El canto de la lechuza señala el límite de dos tiempos, de dos

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estaciones: la estival y la invernal. Por eso el canto de ese pájaro misterioso y mitológico comunica un doble mensaje de plenitud y de corrupción, de vida lúcida y de finitud. En su nota prolongada y pura hay como una inflexión. ¿Hacia qué? De entrada diremos que desde la más remota antigüedad, pero especialmente entre los griegos, el pájaro de Atenea posee una duplicidad de significados: sabiduría para unos, finitud para otros. La lechuza como tal, su figura, también es todo un símbolo; un símbolo a la manera que en Oriente puede serlo el diseño de los ocho kua del Libro de los cambios. Pero así como en Oriente ese diseño es sólo eso -figura, signo-, en Occidente la lechuza-símbolo la identificamos con su canto, con su sonido. Un sonido tembloroso, monocorde y puro en esa hora con más noche que luz del ocaso; un sonido que, por otra parte, ha fomentado a lo largo de los tiempos todo tipo de supersticiones. Sabiduría y finitud -aunque sean expresadas a través de un lenguaje tan inaprehensible como el del canto de un ave- son, sin embargo, características aplicables a la condición humana.

La lechuza nos mantiene aún en la órbita de lo terrestre, de lo humano. Curiosamente, las antiguas monedas atenienses, al recoger en una de sus caras la figura de la lechuza y en la otra la de una diosa, introducían con ésta un nuevo signo que aludía a lo divino. Sólo los griegos podían resumir de forma tan magistral en un trozo de metal toda la simbología arquetípica de los humanos: la sabiduría (el conocimiento pleno) y lo finito (la muerte) en una de sus caras, y la inalcanzable, protectora, necesaria divinidad en la otra. Toda una cosmogonía.

A pesar de su provisionalidad, estas interpretaciones nacen de la reflexión, de esa reflexión concienzuda que caracteriza al pensamiento occidental. En el pensamiento primitivo oriental, en el ya recordado Libro de los cambios o en el Tao Te Ching, la existencia es arbitraria, difusa, atmosférica casi. Algo terrible e inexplicable para el occidental, deseoso siempre de sólidas razones. En las sentencias de estos libros, el conocimiento radica, si no en la irreflexión, sí en una reflexión provisional, siempre abstracta, que es el fruto de lo absoluto inexplicable. ¿O acaso se nos habla en esos textos de una realidad estúpida de puro evidente?

En cualquiera de estos dos libros siempre hay un concepto contrario que oculta (o niega) la verdad completa. Porque la verdad es algo no exacto, algo que no se puede medir. ¿Y qué decir -bajo esta óptica- de esos tres símbolos que en la moneda griega contienen un conocimiento exacto? La sabiduría, en las páginas de estos libros, es el no saber. Lo finito -la muerte- no es más que una inevitable condena, una circunstancia tan inevitable como natural; tan natural como la caída de una hoja o el tronco que pudre la humedad. ¿Y lo divino? Jamás se concreta, jamás merece confianza, jamás se define, a no ser a través de nombres que conducen a lo abierto y a lo vacío, al todo y a la nada: espíritu abismal, neuma, unidad, virtud arcana, sendero, alma espermática...

Pero había hablado de un segundo símbolo anunciador del otoño pleno; otro símbolo que'en el ocaso de noviembre penetra por el olfato y ameniza la vista. Me refiero al humo, al simple humo que desprenden algunas himeneas, pero que en esta época asciende sobre los tejados y sobre el bosque de una manera especial. Ningún otro humo del año se puede confundir con este primer humo agreste y turbador. Un humo que -como el canto de la lechuza- tampoco nace para la luz y para la sequedad, sino para lo húmedo y lo umbrío.

¿De cuántos significados no será resumen y esencia ese humo también maduro del otoño? El fuego arde abajo, se abrasa y se consume en sí mismo. Y de su mensaje purificador queda esa secuela, esa huella vagorosa y perecedera del humo; ese humo que al estar más cerca de lo abstracto, de lo irrepresentable, es igualmente imagen -una imagen de la pintura taoísta- típicamente oriental. Ese humo que, sin comunicar nada concreto, araña con su perfume áspero la memoria y la hiere. Y al reavivarla entreabre en nuestra cotidianeidad -como el canto de la lechuza- una grieta, un vacío.

El canto de la lechuza y el humo inútil son como símboloslímite en la frontera de dos estaciones. Símbolos que estimulan, como comenzamos diciendo, tres de nuestros sentidos: aquellos más delicados, menos apegados a la materia de los cinco que poseemos. Los otros dos -el del sabor y el del tacto- son sentidos para otros meses, para otras estaciones. En el tocar y en el gustar el mundo es realidad supremá, algo que no se nos escapa. Palpando y gustando el hombre cambia el mundo, o lo recrea, o lo transforma hasta el infinito. O hasta la destrucción. Ésta es una de las posiciones clave que cabe adoptar ante la existencia.

Otoño pleno. En él, tres de nuestros sentidos -avivados por un sonido, por un aroma, por un leve color azulado que se esfuma- nos auguran indicios -sólo indicios- de lo que para unos pueden ser sus sueños futuros, de lo que para otros sólo fueron realidades pasadas, realidades soñadas.

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