Tribuna:

BeowuIf, un manifiesto/ 1

La economía se ha vuelto histérica y se ha ido de casa. En verdad que ya no es economía; dentro de nada será una divinidad y la sociedad -para saber cómo es- tendrá que desempolvar y reanudar los estudios de teología.El clima de incertidumbre en el que se desarrolla la vida de nuestro país se origina -qué duda cabe- en las capas altas de la atmósfera económica. Se puede empezar a creer que, cerca ya de cumplir sus 10 años de vida, la democracia española ha acertado a sortear casi todos los temporales que ese factor ha introducido en el clima político y, sin embargo, pese a esa satisfactoria pr...

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La economía se ha vuelto histérica y se ha ido de casa. En verdad que ya no es economía; dentro de nada será una divinidad y la sociedad -para saber cómo es- tendrá que desempolvar y reanudar los estudios de teología.El clima de incertidumbre en el que se desarrolla la vida de nuestro país se origina -qué duda cabe- en las capas altas de la atmósfera económica. Se puede empezar a creer que, cerca ya de cumplir sus 10 años de vida, la democracia española ha acertado a sortear casi todos los temporales que ese factor ha introducido en el clima político y, sin embargo, pese a esa satisfactoria prueba, nadie en su sano juicio será capaz de afirmar de manera apofántica que un período tan incierto ha de desembocar con fortuna en una época de paz y prosperidad. La economía amenaza con su propio holocausto, como si envidiosa del poder destructivo de otras potencias apocalípticas -la carrera de las armas, la consunción de los recursos naturales, el crecimiento demográfico- no resistiera la afrenta de quedar relegada al papel de diosa menor.

Parece justo convenir en que en esos 10 años de vida todas las personas, agrupaciones, instituciones y partidos políticos -y solamente con excepciones puntuales de todos conocidas- que han intervenido decisivamente en el nacimiento y desarrollo de la democracia española han tratado de resolver los innumerables problemas que el general Franco dejó como herencia a la nación. No trato de hacer un homenaje a nadie al reconocer la labor que -con mayor o menor éxito- todos los que recogieron tan funesta herencia emprendieron siguiendo una misma dirección; y por eso me parece justo añadir que buen número de problemas aún no resueltos se sitúan en un terreno a donde no alcanza la mano del político. Tal es el caso flagrante de la crisis económica que todo gobernante tendría sumo gusto en poder resolver -y no solamente pensando en la futura estatua-, aunque nada más fuera para poder hacer una política aligerada del obsesivo problema del paro. Se dirá -parafraseando al poeta- que política es economía y economía es política y que mientras la humanidad siga creciendo la política se irá decolorando y perdiendo incluso campo y pensamiento para concentrar todo su poder en los problemas de la hacienda. Eso es así y ése es precisamente el motivo de este breve y profano ensayo.

Una manera un tanto sibilina de abordar la cuestión es suponer que una determinada política no sólo se aprovecha de la crisis económica, sino que se ve obligada a sostenerla y aun fomentarla para, cuando menos, mantenerse a sí misma. Si existe esa fuerza -que no lo sé-, a la fuerza ha de protegerse con el incógnito y en una medida tal como para dejar de ser política y convertirse en otra cosa; no maquiavelismo, sino mucho más: mefistofelismo, un poder posiblemente considerable, pero que aparece tan raras veces en escena que se puede prescindir de él para sostener la comedia o, al menos, mantener despierta la atención del espectador. Existe en nuestro tiempo -como consecuencia de las lecciones de un presente que despeja un pasado que nadie conoció- una creciente tendencia, compensatoria de la cada día más extensa influencia de la información pública, a dar por firme la existencia de unos centros de decisión política que escapan a la vista del vulgo y que por sí mismos determinan en buena medida la marcha de la humanidad. No dudo de que los hay, pero sospecho de que no son tan secretos como dicen y que el ciudadano desconfiado les atribuye más poder del que realmente gozan. Para ese ciudadano, los que no tenemos acceso a tales centros podemos opinar -cómo no, es lo más que nos dejan hacery aun creer que nuestra opinión puede provocar alguna acción de menor cuantía, pero la fuerza acaba por imponerse: las acciones determinantes provienen de unos centros neurálgicos anteriores a toda opinión y que para conservar su autoridad, su inmunidad y su autonomía no pueden ser invadidos por el público. Tal vez lo mejor -o la única- forma de prohibir el acceso del público exige la renuncia a toda veleidad pública. En tal caso el político tampoco entra allí, o lo hace a hurtadillas. Pero, por otro lado, se asegura que las grandes figuras de la escena política tienen acceso a esos centros, cuando no son sus servidores; tal hipótesis equivale a homologar su figura con la del ángel del Señor, un personaje de mucho poder y escasa comparecencia, encargado de poner en ejecución los designios divinos sólo cuando del seno de la grey no surge el santo varón que gracias a su comunicación directa con la divinidad puede conducir a su pueblo hacia su destino. La frecuencia con que el ángel del Señor ha de bajar de las alturas mide en buena medida la impiedad de los tiempos y la escasa confianza que a la divinidad le inspiran los conductores de su pueblo. Y no quiero abundar más en la comparación.

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Así, pues, me permito dejar de lado la hipótesis de la existencia de una alta política interesada en el mantenimiento de la crisis económica, porque careciendo del menor dato concreto sobre ella, lo más que podría hacer sería -por así decirlo- rodearla eidéticamente, sin entrar en el análisis de su naturaleza, lo que, sin duda, tiene que concertar con su posible estrategia. Por lo demás no veo en el escenario que está al alcance de nuestra vista ningún político que no asegure estar comprometido con su pueblo y con la solución de la crisis e impregnado de un espíritu sotérico, sean o no sinceras sus afirmaciones, decidido a encontrar una fórmula más rápida y eficaz que la de su adversario. Todo político sabe hoy, en España y en muchas otras partes del mundo, que de encontrar esa fórmula tendría garantizado su papel como conductor indiscutible de su pueblo, en tanto con la práctica siguiera demostrando la eficacia de sus recetas. Con pareja seguridad sabe muy bien que carece de esa fórmula; que la economía se le escapa de las manos; que lo más que puede hacer es introducir unos ensayos, los más de ellos copiados de otros gobernantes que capean el temporal con bastante fortuna, y a sabiendas de que sus resultados -insertos en un empirismo sin historia ni estadística- son imprevisibles; pues no teniendo el poder de dominar la crisis -como no lo tiene nadie- sus pequeños y limitados remedios lo mismo pueden calmar que enfurecer a la bestia.

Ante semejante Grendel que en sus solitarios vagabundeos de tanto en tanto visita Heorot para calmar su insaciable apetito, el político moderno se ve obligado a jugar el papel de Beowulf; encararse con el monstruo cara a cara, sacar la espada y tratar de abatirlo para cortar la sangría que está dejando exhaustos a los Geats. Pretendo prolongar la comparación con el antiguo poema nórdico, pues a mi parecer puede arrojar alguna luz sobre los cambios políticos que paso a paso se han producido en nuestro país en este último tercio del siglo para desembocar en una situación radicalmente diferente a la heredada de épocas anteriores.

La primera circunstancia digna de ser mencionada es que la lucha política ya no se libra entre dos hombres o dos partidos -antagonistas pero semejantes-, sino entre un hombre y un partido, por un lado, y un monstruo o una bestia, por otro. Un monstruo -la economía- que hasta este momento no se ha dejado dominar por nadie y al crecer cada día más en poderío más lejos se sitúa del control del individuo y de la sociedad. Ante esta primera circunstancia, tan determinante, la lucha política entre las facciones se convierte en una mera pugna por la designación del Beowulf de turno, que, una vez elegido e investido de los máximos poderes que otorga la nación, debe lanzarse al combate con el monstruo. Los antiguos enemigos -el partido conservador y el partido progresista, por señalarlos de una manera decimonónica que por mucho que cambie el panorama político parece que no prescribe y se instala en nuestro siglo con la denominación más impropia de derecha e izquierda- dejan de ser enemigos para convertirse en rivales: el único enemigo real es el monstruo. Se dirá que con tan liviano cambio de denominación apenas se añade nada a la calificación de la situación actual pero -llevado una vez más por la comparación con la leyenda, con muchos parentescos con aquellas que narran el artificio que ha de montar el rey para elegir a su heredero (el que debe obtener la mano de su hija si sale victorioso de una serie de pruebas sobrehumanas) entre varios iguales- quiero creer que entre un enemigo y un rival hay muchas diferencias y que la mayor parte de ellas son de aplicación a nuestro caso. En primer lugar, los rivales están más próximos entre sí, son más parecidos, su lucha se desarrolla de acuerdo con unas reglas y, por encima de todo y es lo que importa, aspiran a lo mismo: a vencer en la prueba y ganar la elección. No combaten a muerte y si algo les diferencia puede ser cierto coraje, unas ideas, estratagemas y artificios que siendo de su exclusiva pueden ser las armas que proporcionen el triunfo.

Antiguamente conservadores y progresistas, o derechas e izquierdas, tenían perspectivas opuestas y su divorcio ideológico, heredado del pasado, introducía un presente diferente y apuntaba a futuros bien distintos. Si me inclino por los calificativos cronológicos en lugar de los topográficos es porque tienen un cierto contenido del que carecen los otros: pues situados ambos en el eje del presente los conservadores se apoyarán siempre en las virtudes de lo conocido y experimentado -una plataforma lo bastante sólida como para desde ella limpiar la herencia en tanto los progresistas pondrán su acento en la eficacia de lo inédito. Pero hoy todo eso parece cosa de anteayer y nadie consumirá un instante en analizar las diferencias entre los dos tipos de sociedad que encierran los proyectos de unos y otros que -espero que la mayoría de los lectores convendrán en ello- se parecerán como dos gotas de agua, con pequeños detalles diferenciales que son los que importan. Tan no se diferencian conservadores y progresistas en sus proyectos para una sociedad futura que ni siquiera los elaboran; más aun, ni siquiera ponen en marcha las ideas con que elaborarlos. Las construcciones utópicas del siglo pasado y de la primera mitad de éste han quedado paralizadas para atender a la conservación del inconcluido edificio y los parámetros fijos que determinan la marcha de la obra

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son de tal magnitud que aquellos otros variables -derivados de la imaginación del pensador o del profeta- ni siquiera tienen derecho de entrada en el campo de fuerzas; y esos parámetros -económicos la mayoría de ellos- son y serán los mismos cualquiera que sea la coloración del hombre que esté en el poder.

La lucha política se ha convertido en un apartado menor; es tan sólo un prólogo o un índice del compendio que ha de venir después; en verdad la lucha pública y entre iguales ha quedado reducida a la selección del candidato que ha de contender con el monstruo. Un ejemplo bastante palmario y reciente de este fenómeno lo ha ofrecido la campaña que -en dos etapas- se ha desarrollado este año en Estados Unidos para las elecciones presidenciales. Con un candidato incumbente e inamovible en el partido republicano, la verdadera lucha política se ha desarrollado en el seno del partido demócrata durante el período de las primarias a fin de designar al hombre más capaz de hacer vacilar en su trono al señor Reagan. Durante las primarias se ha visto la aparición de hombres nuevos y nuevos estilos (que allá en América llaman ideas nuevas), un esfuerzo casi multitudinario por soslayar la vulgaridad y apartar al país de su imparable aspiración a una armónica y manifiesta estulticia. En la segunda ronda se ha cancelado ese inútil despliegue, las nuevas ideas se han metido en casa para dar paso al torpe pugilato de dos hombres que, con las frases de siempre, aseguran ser los más capaces para sacar al país de la crisis. Y en la tercera, que comenzará en 1985, ya no habrá otras afirmaciones que las muy poco convincentes con que el arruinado atleta sostendrá su pretendido control sobre la bestia que le domina.

Si la lucha política se ha convertido en un fenómeno menor -una parerga de la lucha contra la economía- paralelamente las ideas políticas han degenerado hasta una mera exposición de méritos, virtudes y propósitos. En los dos primeros todavía juega el pasado y tanto más se aduzcan tanto más elocuentemente expresarán el carácter conservador de quien los enarbola; los viejos nombres y un buen historial ejercen aún una cierta presión sobre el electorado, pero, sin duda, es el capítulo de los propósitos, expuesto con arte convincente, el único que puede hacer del político el elegido del pueblo. Hoy apenas cuenta el largo y al parecer glorioso pasado del Partido Socialista Obrero Español (para abreviar, partido socialista en lo sucesivo), un pasado que no le conquistará un solo voto dubitativo en las próximas elecciones si sus actuales dirigentes no aciertan a conservar la confianza del electorado en su capacidad para alcanzar sus propósitos. No pudiendo esgrimir un nuevo modelo de sociedad -y llamo nuevo modelo justamente a todo lo contrario al objeto presente una vez remozado, limpio y desprovisto de toda la porquería acumulada, esto es, aquel otro que aun imperfecto e ingenuo no cuenta con tina historia detrás como para estar corrompido-, esos propósitos están condenados a la más pronta y radical verificación. La ventaja de las viejas revoluciones utópicas, en contraste con la visión del futuro que ha de ofrecer BeowuIf, reside en que remitían a las calendas grecas la consecución de sus objetivos y el nacimiento de la nueva sociedad establecida en el ideario. Desde antes de Marx el profetismo político salta por encima de las generaciones para, tras un tortuoso y difícil camino pautado por una serie de etapas, ninguna de las cuales se ha de alcanzar y superar sin una dura lucha, situar más allá del alcance de la verificación la meta final del proceso revolucionario. Marx, un verdadero virtuoso del análisis histórico examinado al detalle, tenía que dejar de lado su rigor a la hora de sus grandes interpretaciones (lo que no deja de ser una tautología metodológica) y toda su osadía a la hora de profetizar pues en cuanto científico no se podía pillar los dedos por un severo mentís al imprudente visionario.

El revolucionario del siglo XX adoptará esa pauta que no ofrece más que ventajas siempre que el Estado sea lo suficientemente fuerte como para mantener despiertas las expectativas aun en la mayor penuria. Cuanto más completa es la revolución, cuando más diferente y virginal la nueva sociedad prometida, más largo es su calendario y más cerrada estará su agenda. El tiempo revolucionario, por así decirlo, se intemporaliza; la revolución abre un paréntesis temporal en el que sólo hay entrada para los planes quinquenales (que jamás deben cumplirse para poder perpetuarse) mientras la vida ciudadana queda poco menos que inmersa en una burbuja ahistórica -sin tiempo propio, ni duración ni devenir- arrastrada sin mutación por el engranaje político hasta la extinción de cualquier rama secundaria de la evolución. Para el ciudadano resulta de ahí que todo período revolucionario -entendido a la manera bolchevique- será el más conservador y estático de cuantos le toque vivir.

Beowulf no cuenta con plazos extensos ni con la posibilidad de encerrar al ciudadano en su casa mientras la revolución está en marcha. A Beowulf le ha tocado vivir en un área donde no se esperan próximas revoluciones y donde la gente no se conmueve ante la visión de un lejano paraíso que sólo brilla cuando el público está a oscuras. Que no les hablen a los Geats de sacrificios e inmovilidad; lo que les gusta precisamente es moverse y que sea para mejorar. Beowulf no puede acelerar el tiempo público a costa de inmovilizar el doméstico; su programa será lo contrario y puesto que su cometido final será acabar con la bestia que amenaza la prosperidad doméstica todo su mandato se consumirá en pequeños gestos con que alimentar una esperanza remitida a las próximas fechas, nunca a las décadas.

El segundo cambio -derivado del primero- se refiere a la naturaleza de la lucha. Si cambia la condición de uno de los contendientes -que de ser hombre para a ser monstruo- cambia la naturaleza del combate, esto es, sus métodos, sus reglas, las armas que se emplearán en él y hasta las consecuencias de su resultado. Y por cambiar hasta cambiará de escala. La lucha política entre dos hombres o dos partidos no ofrece misterios; sus respectivas fuerzas y aptitudes, sus armas y bases de apoyo, su habilidad, incluso la oratoria, el encanto personal o la buena presencia pueden ser factores decisivos en cualquier momento del combate, pero ninguno de esos tradicionales atributos y artificios le será de la menor utilidad en su lucha contra el monstruo al que nada importa que Beowulf sea moreno o protestante, ingenioso o sobrio, apoyado por la banca o por las masas. (Que nadie piense a este respecto que por ser Grendel de naturaleza económica tratará con mayor delicadeza al Beowulf salido del Consejo Bancario o la Cátedra de Economía Política; antes, al contrario, su odio al género humano le lleva a cebarse con mayor saña con quienes dicen conocerle.) El poema deja bien claro que las armas que en tantas ocasiones le dieron la victoria a Beowulf en sus combates contra los hombres de nada le sirven contra el monstruo: el escudo se funde al recibir su aliento de fuego y su espada salta hecha pedazos al primer contacto con su piel acorazada. Todo lo que le queda a Beowulf es su amigo, su coraje y su astucia. Desde el momento en que ha de avezarse para un combate distinto del tradicional Beowulf ha de ser un guerrero bifronte: un político a la antigua que usará la esgrima y las armas de siempre para ganar su elección frente a otros candidatos en una lid de corte clásico -en la etapa primaria que todavía se puede llamar política- y un esotérico luchador que se servirá de armas y artes secretas para contender con la bestia. Armas y artes -no hay que ser muy lince para adivinarlo- que no pueden estar a la vista ni al alcance del público si se quiere obtener de ellas el efecto deseado.

¿Qué de raro puede tener que aquel hombre tan sincero y transparente cuando era sólo un candidato se transforme en un político opaco y reservado en cuanto es el mandatario? ¿Es que en su combate con Grendel tiene que hacer y decir aquello a que nos había acostumbrado durante la etapa primaria? Pues bien, resueltamente no; la eficacia de su capitanía no se medirá por la continuidad de su imagen ni por la escrupulosa obediencia a sus promesas, sino por los golpes con que acierte a mantener a raya a Grendel.

En el antiguo poema épico anglogermánico del siglo VIII, Beowulf, que da el título con el que se conoce la obra, es el héroe, un godo servidor del rey Hrothgar, sueco que gobierna en el castillo de Heorot, al sur de Dinamarca. Beowulf logra vencer al dragón Grendel, ogro medio hombre y medio monstruo, que devora a los guerreros del reino, llamados Geats, a pesar de las maquinaciones del malévolo consejero real Unferth. Pese a su triunfo, medio siglo después, Beowulf, ya viejo, morirá tras luchar con un nuevo dragón que viene a ocupar el puesto del antiguo Grendel.

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