Reportaje:

Dimantino García

El párroco de Los Corrales (Sevilla) lucha y trabaja como jornalero

No pensó hacerse sacerdote hasta los 18 años. Entonces, finales de los cincuenta, y tras una infancia y adolescencia difíciles en el barrio del Cerro del Águila, decidió que lo único que le interesaba en la vida era hacer algo por los demás, e ingresó en el seminario. Ahí empezaron sus primeras decepciones: "La Iglesia se ha convertido, con el paso del tiempo, en una pura rutina, en la aplicación monótona de una liturgia, con un distanciamiento progresivo del pueblo. Y en el seminario nos preparaban para eso".Decidió que no era eso lo que él quería hacer, sino ayudar al que lo pasa mal. Analiz...

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No pensó hacerse sacerdote hasta los 18 años. Entonces, finales de los cincuenta, y tras una infancia y adolescencia difíciles en el barrio del Cerro del Águila, decidió que lo único que le interesaba en la vida era hacer algo por los demás, e ingresó en el seminario. Ahí empezaron sus primeras decepciones: "La Iglesia se ha convertido, con el paso del tiempo, en una pura rutina, en la aplicación monótona de una liturgia, con un distanciamiento progresivo del pueblo. Y en el seminario nos preparaban para eso".Decidió que no era eso lo que él quería hacer, sino ayudar al que lo pasa mal. Analizó cómo y por qué la Iglesia había entrado por esos derroteros: "Lo que Cristo nos dejó fue una opción de vida, no una imposición. La Iglesia dio su mal paso en el siglo. IV, cuando Constantino ofreció terminar con las persecuciones a cambio de tener a su lado a los jerarcas de la Iglesia como aliados para sujetar al oprimido". Así que se comprometió con los movimientos sociales que nacían con fuerza en Sevilla en esos años, y cuando hubo terminado la carrera pidió destino en la Sierra Sur.

Allí, en Los Corrales, se encontró hace unos veinte años con un retrato idéntico al de ahora: 900 familias, de las que unas 850 tienen por padre de familia a un jornalero sin tierra, que consume todo el año en un largo e incómodo circuito en busca de jornales en la recogida de los productos del campo. Con la mujer, con los niños, que así pierden un año tras otro la escuela. Decidió renunciar al privilegio del sueldo del arzobispado y sumergirse en la misma economía de supervivencia que sus feligreses.

Agradece sinceramente la permisividad de los dos obispos bajo cuyo mando ha estado: Bueno Monreal y Carlos Amigo. Participó en los orígenes del Sindicato de Obreros del Campo, de implantación en las comarcas de vieja tradición anarquista. Hasta hace poco fue presidente del sindicato, y en función de tal se ha encontrado en despachos oficiales con viejos camaradas que veinte años atrás corrían delante de los grises, a su lado. Ahora le reciben sobre moquetas, entre muebles de caoba y flanqueados por las banderas de España y Andalucía: "Ellos me dicen que vamos con utopías, que estoy verde políticamente. No sé sí por dentro sienten alguna incomodidad, alguna mala conciencia, porque creo que el aire acondicionado de los despachos oficiales amortigua mucho los sentimientos".

La suya es una causa, para muchos, perdida. Si prácticamente nunca ha dado el campo andaluz trabajo a todos sus habitantes, menos ahora, cuando avanza cada vez más deprisa la mecanización y esa enorme masa de 200.000 jornaleros sin tierra encuentra cada vez más dificultades para arañar su supervivencia. Pero él insiste: "Cuando se hable menos de productividad y más de solidaridad, habrá remedio para todos".

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