Tribuna:

Posguerra en el Ateneo

Para muchos de los recién llegados a la Universidad alrededor de los años cincuenta la vida fuera de las aulas no resultó empresa fácil. Supuso multitud de barreras, búsqueda de pensiones y estudios en pobladas bibliotecas, como la del Ateneo de Madrid, hogar de muros venerables, refugio, sobre todo en su piso primero, de multitud de estudiantes. En él se abría la única sala de lectura de entonces, parecida a la de máquinas de un antiguo barco, con barandillas de metal negro y dorado, aguantando escalerillas para trepar en busca de algún volumen, residuo de otro tiempo. Desde su puente de mand...

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Para muchos de los recién llegados a la Universidad alrededor de los años cincuenta la vida fuera de las aulas no resultó empresa fácil. Supuso multitud de barreras, búsqueda de pensiones y estudios en pobladas bibliotecas, como la del Ateneo de Madrid, hogar de muros venerables, refugio, sobre todo en su piso primero, de multitud de estudiantes. En él se abría la única sala de lectura de entonces, parecida a la de máquinas de un antiguo barco, con barandillas de metal negro y dorado, aguantando escalerillas para trepar en busca de algún volumen, residuo de otro tiempo. Desde su puente de mando, flanqueado por el Espasa y algún que otro fichero sobado, el patrón de aquella antigua nave transmitía a sus mozos de guardapolvos y eterno cigarrillo, a mano, las peticiones de los socios, que apenas iniciado el tiempo de exámenes aumentaban como flor de un día para acabar apenas iniciadas las vacaciones.En las postreras semanas de julio Madrid se vaciaba de estudiantes. Las pensiones se transformaban, abiertas a diferentes huéspedes, en tanto cerraban los colegios mayores alzados para perpetuar aún más la casta de los vencedores. Para los que no pertenecían a ella era inútil intentar conseguir alguna de sus confortables habitaciones o una plaza en sus solemnes comedores. Si se solicitaba, la respuesta siempre llegaba envuelta en corteses evasivas, cuando no en negativas concretas, que hacían al aspirante ir a dar con sus huesos en algún modesto refugio en donde, defenderse meses más tarde a fuerza de amontonar valor y ropa sobre las sábanas dé la maltrecha cama.

En los colegios mayores no se sufrían tales estrecheces. Incluso si se pensaba en la política podía iniciarse una carrera mejor remunerada que las tenidas entonces por tradicionales. A los que a éstas aspiraban, para los que concebían el porvenir como un modesto pasar, si no lujoso al menos seguro, fue aquel viejo Ateneo de entonces hogar y cuarto de trabajo, a pesar de su biblioteca, censurada por el expeditivo procedimiento de arrancar de los ficheros las papeletas de los autores considerados como peligrosos. Grandes ventiladores orientales y un recio botijo renovado cada temporada servian para aguantar los rigores del estío, junto a un modesto bar escondido bajo la escalera que a duras penas servía bocadillos escuálidos. Lo demás era dormir o bostezar y lanzar de cuando en cuándo una ojeada a la inusual presencia de las primeras mujeres que acudían. Todo era silencio allí, amenizado en ocasiones por voces de solitarios albañiles en obras nunca concluidas o el rumor todavía soportable del tráfico. Ya Valle-Inclán no proclamaba la República ni se sacaba a votación la existencia o no

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Posguerra en el Ateneo

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de Dios; los retratos del piso inferior habían enmudecido para siempre. dejando como legado una serie de famosos títulos. Bajo la luz de los viejos pupitres Baroja describía un Madrid bien diferente de aquel que comenzaba nada más salir a la calle. En sus novelas cada alusión al clero aparecía y debe de aparecer aún contestada con lacónicas acusaciones en los márgenes, que a su vez apostillaban más abajo improvisados defensores del autor con agresivos comentarios, hasta llegar a convertir unos y otros los bordes de las páginas en dura controversia, ajena a veces al sentido de la obra. Era como leer una segunda novela espontánea y secreta, repleta de alabanzas y rencores, escrita con una técnica particular que a veces llegaba incluso hasta las revistas ilustradas. Había una, por ejemplo, que evocaba con sangrientos cuadros la muerte de César bajo un aluvión de cuchilladas sobre las que alguien había escrito a lápiz: "Así morirás también tú, tirano", inofensivo desahogo que no debió de quitar el sueño a su protagonista allá en el Pardo, pero que a buen seguro sirvió de desahogo a su autor ignorado. Sin embargo, las salas de lectura fueron creciendo al correr de los años como si la añeja institución estuviera dispuesta a renovar un antiguo esplendor perdido para siempre o al menos tan apagado como ahora. Se iniciaron nuevos y casi secretos ciclos de cine recolectado a duras penas en las embajadas, y el teatro, que aún no había ganado la calle, hizo alguna tímida aparición. Menudeaban los concursos y el Ateneo, quizá para no ser menos, convocó el suyo para obras en un acto, cuyo premio consistía en su estreno tras la lectura pública ante socios, familiares y amigos.

Allí, en una de aquellas mesas cubiertas de terciopelo rojo, que perduran aún, Víctor Ruiz Iriarte, que después se encargaría de la crítica, escuchaba mis diálogos en la penumbra fría del salón. Tenía yo por entonces 16 años, y entre los asistentes sólo alcanzaba a distinguir a mi profesor de letras, residuo indeciso de tantos otros que por entonces se marcharon a América en busca de un porvenir mejor.

Luego, al cabo del tiempo, nuevos aires se abrieron paso por aquellos corredores y rincones removiendo vigas, instalando nuevos globos de luz, ampliando el bar, renovando la tapicería de sillas y sillones. Los mozos que servían los libros en la biblioteca eran ya hombres, igual que los bedeles. En ellos podía verse mejor que en las nuevas,obras el paso de los años. Los porteros no te reconocían; tan ajenos se hallaban como la galería de escritores, nacida para inmortal ilustre y sabia, muy por encima de los socios que, como siempre, preparaban oposiciones bajo las nuevas luces de neón. Todo fue remozado, al menos en su superficie; el resto, es decir, los libros, siguió según las normas variables que marcaban la moral del país. La verdad fue que, a pesar de tantas reformas, conferencias, cine y teatro, el viejo Ateneo no volvió a levantar la cabeza. Quizá la guerra lo había herido demasiado hondo, como a su postrera generación. Ahora se quiere recuperar, mas a pesar de presencia de los Reyes es difícil que resucite en un Madrid de minicines, teatro al aire libre, conferencias y salas de arte que abren sus puertas cada día haciendo viejo cuanto meses antes era novedad. Hoy el arte va por caminos diferentes, en tanto que el Ateneo sigue con su biblioteca abierta a un porvenir de oposiciones.

En este tiempo en el que las bibliotecas están a punto de desaparecer borradas por la técnica del vídeo, cuando las nuevas imágenes riñen batalla con el cine, llevándolas a casa, sería demasiado exigir a la casa poco más que ir tirando en un mundo que cambia cada día. Como mucho puede quedar como lo que este año en ella se celebra; como recuerdo y homenaje a 100 años de pasado cultural.

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