El asesinato de la esposa del industrial Salomo

María Teresa, esposa de preso

Jamás perdió la sonrisa. Ni siquiera la extravió aquella noche del mes de octubre de 1981, mientras caminaba a oscuras hacia un extremo del jardín de la masía de Rítidoms. Se acercó hasta el pie de una higuera, se inclinó hasta el suelo y, tirando del extremo de una enorme lona, dejó al descubierto un brillante coche deportivo, marca BMW, de color rojo. Lo estuvo observando durante unos instantes y luego musitó:."Hace poco que se lo había comprado, ahora está en venta". Después volvió a cubrir el vehículo con la lona y regresó a la casa. Alguien había encendido el fuego de la chimenea. Empezab...

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Jamás perdió la sonrisa. Ni siquiera la extravió aquella noche del mes de octubre de 1981, mientras caminaba a oscuras hacia un extremo del jardín de la masía de Rítidoms. Se acercó hasta el pie de una higuera, se inclinó hasta el suelo y, tirando del extremo de una enorme lona, dejó al descubierto un brillante coche deportivo, marca BMW, de color rojo. Lo estuvo observando durante unos instantes y luego musitó:."Hace poco que se lo había comprado, ahora está en venta". Después volvió a cubrir el vehículo con la lona y regresó a la casa. Alguien había encendido el fuego de la chimenea. Empezaba a hacer frío en aquel mes de octubre cuando comenzó a vender, una a una, todas sus propiedades para atender el procedimiento judicial instruido contra su marido.María Teresa Mestre Guitó, 43 años, madre de dos hijos, casada desde hacía casi 20 años con el industrial aceitero Enrique Salomó, sonrió, desde el fondo del locutorio, mientras su esposo atropelladamente trenzaba su defensa y por enésima vez aseguraba que no tenía nada que ver con los envenenamientos producidos por el aceite de colza. Por aquella época había ya hilvanado un discurso coherente y perfecto, en el que acababa preguntándose: "¿Cuántos enfermos por culpa del aceite de colza ha visto usted en Cataluña?". El industrial aceitero olvidaba, o prefería olvidar, las acusaciones vertidas contra él por los otros implicados, principalmente por los hermanos Bengoechea.

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María Teresa continuaba sonriendo cuando, sentada al otro lado de la mesa, en el despacho del abogado Jordi Claret Andreu, preguntaba incansable por el resultado de tal o cual gestión ante la Audiencia Nacional, reclamando la libertad provisional de su marido. Hacía pocos días que había regresado de un rápido viaje a Madrid, donde se había entrevistado con el adivino Diego de Aracil, que le había hecho predicciones sobre el futuro de su esposo. "¿No lo conoce usted? Es el mismo que aconsejó a los familiares de Julio Iglesias, cuando el secuestro de su padre".

Regresaba siempre a Cambrils, sin otra pasión que la defensa de su marido, el cuidado de sus hijos o las consultas periódicas a esa doctora naturista de Reus, mitad medium, mitad médico, que había salvado a un pariente de que le amputaran una pierna cuando todos los médicos la daban por perdida. Fue en el domicilio de su confidente, en la migma mesa camilla, desde la bola de cristal, de donde partió la última revelación: "Busquen su cuerpo por el monte, cerca del mar".

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