Tribuna:

Universidad, partidos y vida política

Los próximos meses, con la aplicación de la ley de Reforma Universitaria, nos van a deparar en las distintas universidades españolas una etapa de intensa actividad electoral y legislativa, cuyos primeros pasos se dieron poco antes de las navideñas vacaciones. Quizá el lector de estas líneas se sorprenda un tanto ante los términos grandilocuentes que acabo de utilizar: ¿etapa electoral y legislativa en las universidades?, ¿parlamentos y ciudadanos van a ser suplantados por la vieja institución surgida en la Edad Media, en una realización de la república platónica? Está claro que, intencionada y...

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Los próximos meses, con la aplicación de la ley de Reforma Universitaria, nos van a deparar en las distintas universidades españolas una etapa de intensa actividad electoral y legislativa, cuyos primeros pasos se dieron poco antes de las navideñas vacaciones. Quizá el lector de estas líneas se sorprenda un tanto ante los términos grandilocuentes que acabo de utilizar: ¿etapa electoral y legislativa en las universidades?, ¿parlamentos y ciudadanos van a ser suplantados por la vieja institución surgida en la Edad Media, en una realización de la república platónica? Está claro que, intencionada y provocativamente, me he expresado de un modo desmesurado. No se trata de elegir cámaras en que el pueblo soberano delegue su poder político, sino de designar claustros, más o menos eficazmente representativos de la comunidad universitaria, así como autoridades académicas investidas de muy modestas potestades; no se ventila la promulgación de leyes, sino la elaboración de reglamentos que concreten los márgenes de singularidad abiertos por la LRU. Es decir, estamos en presencia de un proceso de desarrollo democrático en un ámbito institucional bien preciso, paralelo a les que se producen en otros sectores de nuestra vida social y complementario de la dernocratización global del Estado y entidades locales. La conducción de tal proceso, consecuentemente, parece natural que tenga su propia lógica, y no que deba reproducir miméticamente, en el ámbito universitario, los esquemas de la política general, al modo de las cajas chinas, cuyo interior contiene una larga serie de nuevas; cajas de configuración idéntica en dimensiones decrecientes.Muy concretamente, pienso en la perturbación que puede producir la proyección sobre el proceso abierto en la Universidad, de la política de partidos, tal como ésta se desenvuelve en el orden parlamentario, autonómico y municipal, convirtiéndolo en una confrontación partidista. En situación límite asistiríamos a la presentación de programas y candidaturas, a cargo de los diferentes partidos -o sus coaliciones- con prescripción de disciplina de voto para los militantes. La situación mentada es evidentemente impensable en términos reales, entre otras cosas por la débil implantación de los partidos políticos en la Universidad. Mas no sólo es impensable fácticamente; me parece también indeseable tanto desde el punto de vista de la Universidad como desde los intereses de nuestra aún bisoña democracia. Y sin embargo, en términos de caricatura, expresa tendencias que no dejan de manifestarse. Así, en anteriores ocasiones se proyectaron juntas de gobierno en que diversos partidos se distribuían la representación y se habló de la necesidad de pronunciamientos y apoyos orgánicos.

Durante la etapa franquista la represión de una vida política normalizada democráticamente obligaba a que los espacios institucionales y arquitectónicos más varios se convirtieran anómalamente en refugios de la política general. Gentes totalmente carentes de vocación litúrgica se encerraban en las iglesias; los seminarios universitarios, los colegios profesionales, las asociaciones de vecinos se convertían en ágoras de un debate que no podía expresarse en campañas electorales y discusiones parlamentarias. Por otra parte, los criterios de valía científica y competencia profesional tenían que reflir dura lucha con los dictámenes policiales y los intereses sectarios, cuando de la provisión de los puestos docentes y de la permanencia en ellos se trataba.

Hoy se ha disipado tan degradante pesadilla. Están legalizados los partidos políticos; tenemos no ya sólo uno, sino, con las autonomías, múltiples parlamentos. La satisfacción producida por las realidades conquistadas no debe llevarnos a reproducirlas hasta el infinito, como el neurótico que se lava constantemente las manos o la niña que replicando el universo de los adultos juega incansablemente "a casitas". Desde el punto de vista universitario, nos encontramos ante qna gran tarea: conseguir una Universidad creadora científica, culturalmente; renovada y eficaz en sus métodos docentes. Por muy obvios que parezcan estos objetivos, no dejan de ser profundamente revolucionarios en una sociedad que, a pesar de los enconados esfuerzos de tantos investigadores, se ha revelado básicamente impermeable a los intereses de la ciencia. Responsabilidad que, naturalmente, recae de un modo principal sobre nuestras clases históricamente dirigentes. En este sentido, la conquista de tal Universidad debe ser un objetivo central de la política de izquierdas, pero el mero enunciado de tal objetivo nos hace ver que, lejos de representar un patrimonio partidista, define una meta compartible por

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todos los que poseen una verdadera vocación universitaria, independienternente de sus ideologías estrictamente: políticas.

Es evidente que tal ideal abstracto tiene que concretarse en una concepción de la Universidad, su organización, su funcionamiento. Y en este sentido, los programas de los partidos han de pronunciarse sobre las grandes líneas de una política universitaria. Otra cosa significaría una grave mutilación. También, en una época en que la ciencia y la tecnología constituyen uno de los máximos problemas de la humanidad, fuerzas que pueden conducirnos a la liberación y enriquecimiento de la vida o a su destrucción, es inevitable que desarrollen su visión de la investigación. De ningún modo pretendo que la práctica científica, la Universidad, la enseñanza, carezcan de implicaciones políticas, que se muevan en dominios neutrales, tratables con criterios puramente tecnocráticos. Tampoco estoy jugando a disolver las divergencias en un borroso irenismo, en la acrítica superficialidad de un abrazo general. De lo que se trata es, justamente, de comprender la complejidad y variedad de la realidad política, de salvar la diversidad de formas con que la participación democrática debe encarnarse en las modalidades de la vida, en lugar de cortarse por un patrón único. De precisar las relaciones entre la política de partidos y la espontaneidad social, de fijar los protagonismos y prácticas que puedan profundizar y extender la democracia.

El tema planteado en esta reflexión sobre un campo muy concreto, la Universidad, goza, en efecto, de un alcance mucho más general. Respecto a los partidos, estimo que si éstos responden a la más amplia y generosa dimensión de lo político, deben ser un elemento dinamizador de toda la vida nacional, más allá de su mero funcionamiento -por muy importante que el mismo seacomo aparatos electorales, como organizadores del poder en sus instancias más globales. Les corresponde desde su propia visión de la sociedad y del hombre aportar ideas, contrastarlas con la práctica, aprender de ella y rectificar, plasmar sus distintos sentidos éticos de la vida en la crisis de nuestro tiempo. Pero dinamizar, impulsar significa una actividad opuesta a suplantar, a la pretensión de regir ámbitos de espontaneidad propia, autónoma, en que ante todo debe contarla condición de profesional, de vecino, el compromiso con la lucha específica cultural, feminista, pacifista, al margen de militancias, simpatías o independencias en relación con los partidos. De otro modo se introduce un sistema de fuerzas exterior, centrifugante sobre la originariedad de la vida, una lógica que desgarra y aliena el natural dinamismo social.

Toda esta problemática, inevitablemente, se agudiza si los partidos se dejan dominar por la tendencia a convertirse en bloques monolíticos, absorbentes de la libertad e iniciativa de sus miembros. Tendencia bastante inquietante para la auténtica vivificación democrática de la sociedad.

El totalitarismo, en efecto, no se supera por la simple fragmentación en diversas estructuras que se presentan como alternativas cerradas. Es esta una cuestión que requeriría tratamiento propio, pero que coincide con lo antes expuesto en algo fundamental: la necesidad de comprender la democracia, no como una instalación, sino como una tarea de creación y superación constantes, como un aprendizaje y una ascesis que el hombre tiene que realizar desde la experiencia profunda de la libertad individual y colectiva.

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