Tribuna:

Aranjuez en otoño

Si "Écija al sol y Venecia en luna llena", también el otoño en Aranjuez tiene rango de paradigma estético. Los anglosajones llaman a esa estación the fall, es decir la caída, por los millones de hojas que se desprenden de los árboles de ciclo caduco. Pero con ser sorprendente y esperado a la vez el acontecimiento de la defoliación masiva, tiene mayor y más sugestiva fuerza el despliegue cromático de la naturaleza, empeñada, una vez más, en acompañar al hombre con los signos del color y los vivos contrastes del mismo. Los amarillos y los verdes chocan entre sí como los arpegios cambiante...

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Si "Écija al sol y Venecia en luna llena", también el otoño en Aranjuez tiene rango de paradigma estético. Los anglosajones llaman a esa estación the fall, es decir la caída, por los millones de hojas que se desprenden de los árboles de ciclo caduco. Pero con ser sorprendente y esperado a la vez el acontecimiento de la defoliación masiva, tiene mayor y más sugestiva fuerza el despliegue cromático de la naturaleza, empeñada, una vez más, en acompañar al hombre con los signos del color y los vivos contrastes del mismo. Los amarillos y los verdes chocan entre sí como los arpegios cambiantes de dos sinfonías simultáneas. "Es un mundo para la pupila" escribió Ortega y Gasset; un mundo aéreo e irreal el que sale a nuestro encuentro. Las mutaciones de la clorofila, que rechaza las vibraciones de la onda visual verde y la devuelve íntegra al ojo humano son de ritmo desigual de un árbol a otro. Con lo que el escenario vegetal abigarrado semeja paletaluminosa y cambiante.Discuten los científicos sobre el proceso de la caída otoñal de las hojas. Leo en alguna parte que la clorofila se descompone, acaso por- el frío nocturno o por la creciente humedad, y pierde el soporte nitrogenado que la mantiene y se transforri a en aminoácidos. El nitrógeno se almacena en invierno en las raíces y ramas, para resucitar triunfante en la verdísima primavera. Pero ese todavía mal conocido proceso del cambio del verde al amarillo, al escarlata y al ocre en las hojas de la fronda arbórea ¿será, como algunos piensan, una imagen que, extrapolada, pueda explicar asimismo algunos aspectos del envejecimiento humano, de nuestro otoño existencial?

Chateaubriand, en un memorable párrafo descriptivo del otoño, subraya lo que él llama el mensaje moral que contiene esa época del año: "Las hojas caen como nuestros años; las flores se marchitan como nuestras horas; las nubes huyen como nuestras ilusiones; la luz flaquea, como nuestra inteligencia; el sol se enfría como nuestros amores; los ríos se hielan como nuestra vida". Advertencia; caducidad; melancolía; fugacidad de lo terreno. Pero a la retórica del vizconde amatorio y conservador no se le puede hacer demasiado caso aunque su lengua alcance el sonoro ritmo de la perfección. Goethe, en cambio, como buen alemán, integrador de la naturaleza en su propio yo, paseante y observador de paisajes, dice sencillamente: "Todo lo viviente tiende hacia el color; su color propio, que es de la identidad específica". Si los árboles de noviembre se doran o enrojecen sus hojas es que cumplen con el código genético de su aventura vital.

El bosque de la isla de Aranjuez es el más bello de los jardines de Europa por la inverosímil altura de sus árboles y la fuerza natural de su desarrollo, que escapó a la castradora tiranía de la poda. Pudo más. la espontaneidad de los ejemplares, nutridos de las aguas del Tajo, que el empeño geométrico de los diseñadores renacentistas, barrocos o, finalmente, cartesianos. El arbolado gigante es un perpetuo motín de Aranjuez de la individualidad vegetal española frente a las abstracciones nórdicas. Antonio Ponz describe el real sitio como una Arcadia pastoril y ganadera, de ubérrima riqueza frutícola. Respecto al bosque dice que "no parece obra de arte, sino de la naturaleza" y que "los ejemplares arbóreos por sí mismos se reproducen, viéndose en las calles, interpolados, los jóvenes con los que tienen siglos, los gigantes con los enanos. Nunca se les

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poda artificialmente, ni se les obliga a tomar otra figura que la que les da la naturaleza, y éste es el motivo de que jamás canse este jardín". Los castaños y los plátanos cruzan sus ramas altísimas formando un techo vegetal mientras los chopos que mandó plantar Felipe II, con sus habituales y minuciosas instrucciones, se yerguen, disparados en su verticalidad, hacia el diáfano cielo castellano.

Es curioso que Garcilaso, supremo lírico de nuestra lengua poética, que hiciera al Tajo protagonista de sus poemas, no aludiera, siquiera de pasada, al bosque de Aranjuez, que es el más hermoso paraje de sus riberas. Don Gregorio Marañón, en uno de los más sentidos ensayos de su cimera prosa, fechado en el exilio de París en 1940 y titulado Garcilaso, natural de Toledo, analiza esa hiperbólica descripción del río y de sus márgenes, que no respondían en absoluto a la realidad. "El Tajo soñado del poeta era un engendro de su nostalgia de confinado en una isla del Danubio, a miles de leguas de la imperial ciudad", escribe Marañón. "Desde lejos, lo más vivo en el recuerdo del exiliado en Ratisbona es el río, porque para los españoles el agua, como el árbol, son en España como joyas y elementos dramáticos, a veces heroicos, en la vida".

Los árboles en libertad de crecer con agua abundante al pie son el secreto de esta maravilla que hoy visitamos. Alamedas largas y sombreadas; parterres geométricos; fuentes monumentales; bancos de piedra neoclásicos; un dique fluvial que sujeta el caudaloso río "donde el Tajo al Jarama el nombre quita", según el didáctico Argensola. Y la inmensa mole rosada del palacio versallesco al fondo. En Aranjuez llegó el otoño. Vino como una explosión simultánea de colores vivos, rápidamente cambiantes, esplendorosos, fogonazos de policromía inverosímiles, llamativos, como toques de atención de un esotérico mensaje a los nombres, procedente del reino vegetal. He aquí algunos detalles exactos, como diría Stendhal: una larga avenida de plátanos gigantescos se dora al sol en un lado de la calle mientras que las hojas en la acera opuesta la han vuelto cobriza. Los chopos erectos semejan candelabros inmensos en su tiesura litúrgica de artesanía barroca. Un olmo se ha trocado entero en zarzal ardiente. Otros álamos han retrasado su ocaso otoñal y contrastan en su verdor insolente junto a los compañeros más envejecidos. Se alfombran los paseos con las hojas amontonadas formando en el suelo una capa de musgo bronceado. Las balaustradas que dan al río, las estatuas semimutiladas que ornan los nichos del jardín, parecen abrumadas en su insignificancia marmórea frente al desbordante escenario botánico: fiesta de los ojos. Unamuno escribió: "No sé apreciar la naturaleza más que por la impresión que en mí produce". En su prosa de vasco recriado en Castilla el paisaje refleja muchas veces ese fluido misterioso que su contemplación captaba. Gustaba de contradecir o completar lo de Byron: "El paisaje es un estado del alarma", añadiendo en cotejo: "La conciencia es también un paisaje". De pronto aparece ante nuestros ojos de visitantes una larga mancha granate entre el verdor: son los mimbres que rojean junto a un vivero de árboles menudos.

El frío neoclásico del setecientos francés de la fachada del palacio nos rescata de la embriaguez colorista del jardín y del bosque y nos devuelven al orden civil del absolutismo grato a Felipe de Anjou. ¿Habremos soñado este despliegue abrumador de los árboles encendidos? ¿Fue todo imagen fugaz, instante intemporal, paraíso de los sentidos, sinfonía que se despide del verano hedonístico, lúdico y, en último término, aburrido?

¿Qué son las plantas, los seres vivos del mundo vegetal? ¿Cuál es su estructura última, su identidad específica, su papel en el universo? ¿Sienten? ¿Reaccionan? ¿Emiten ocultos mensajes? En el actual desarrollo de la biogenética vegetal se ha llegado a conocer aspectos, antaño impensables, que se han acercado a los problemas básicos de la estructura de esa pieza esencial de la biosfera terrenal que se llama Botánica. Pero, como ocurre con frecuencia, el largo brazo de la intuición poética ha ido mucho más allá. En su visita a España en los años 1912-1913,-Rainer Maria Rilke tuvo sus experiencias parapsicológicas, que tradujo después en ensueños literarios. Precisamente en Toledo y en sus alrededores fechaba algunas de las cartas de su epistolario español. Los árboles eran en sus Erleboisse, protagonistas de sus estados de ánimo. "A través de todas las criaturas", escribe, "hay un espacio único: el espacio interior del mundo. Dentro de mí siento crecer el árbol que contemplo". En otra aventura psíquica semejante se quedó apoyado en un tronco arbóreo sintiendo", dice, "las vibraciones que emitía" hasta llegar a situarle a él "al otro lado de la naturaleza". De uno de sus poemas del viaje hispánico son estas estrofas, que podrían aplicarse literalmente a los bosques del jardín otoñal de Aranjuez: "Os contemplo infinitamente asombrado / dichosos en vuestra actitud. / En vuestro efímero ornato / sois portadores de un sentido eterno".

Ebrio del color circundante, sumergido en la floresta de la isla de Aranjuez, aislado del entorno ruidoso del tráfico de las grandes rutas, puede, en efecto, el espíritu del hombre bajar al fondo de sí mismo. Quizá sea cierto que esa vivencia logre percibir en esos instantes con claridad el valor de lo universal, es decir, de lo que tiene rango de generalidad en el ámbito del pensamiento.

Los árboles sufren el otoño con el fulgor de la belleza tardía en una apoteosis de matices y de sabias combinaciones del espectro divisivo de la luz. Habrá quien piense que sus llamaradas postreras pueden cotejarse con el proceso de la decadencia de la vida humana. Pero la diferencia es grande. El árbol resucita en cada primavera. Mientras que el hombre sólo disfruta de un otoño. Y como canta el coro final de Fausto: "Todo lo efímero es sólo un símbolo. La perfección y la revelación de lo inefable vienen después".

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