Editorial:

Fiscal no grato

EL RECHAZO por el Gobierno de la candidatura de José Aparicio para ocupar el cargo, de fiscal con destino en el Tribunal Supremo y el nombramiento de José Julián Hernández Guijarro para esa función han suscitado la protesta de la Asociación de Fiscales, que considera vulnerado el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal, consensuado entre UCD y PSOE y promulgado el 30 de diciembre de 1981. Los futuros recurrentes aducen que el artículo 13 de esa ley atribuye al fiscal general del Estado la facultad de proponer al Gobierno los nombramientos para los distintos cargos, "previo informe del Consejo ...

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EL RECHAZO por el Gobierno de la candidatura de José Aparicio para ocupar el cargo, de fiscal con destino en el Tribunal Supremo y el nombramiento de José Julián Hernández Guijarro para esa función han suscitado la protesta de la Asociación de Fiscales, que considera vulnerado el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal, consensuado entre UCD y PSOE y promulgado el 30 de diciembre de 1981. Los futuros recurrentes aducen que el artículo 13 de esa ley atribuye al fiscal general del Estado la facultad de proponer al Gobierno los nombramientos para los distintos cargos, "previo informe del Consejo Fiscal". Mientras que la candidatura de José Aparicio había cumplido ese doble trámite, el fiscal designado por el poder ejecutivo no había sido objeto del informe del órgano corporativo elegido por los miembros de la carrera.Aunque cabe discutir si la designación de Hemández Guijarro -publicada en el BOE el pasado 9 de septiembre- cumplió todos los requisitos exigidos por la ley, ya que el reglamento encargado de desarrollar el estatuto del Ministerio Fiscal todavía- no ha sido promulgado, resulta claro, en cualquier caso, que el Gobierno no estaba obligado al nombramiento del candidato propuesto. Al poder ejecutivo corresponde la designación del fiscal general del Estado, y el ministerio fiscal ejerce su misión -como establece el artículo 124 de la Constitución-, "conforme a principios de unidad de acción y dependencia jerárquica". Sería, en consecuencia, incongruente que el Ejecutivo no se reservara el derecho de nombrar para los puestos de confianza a las personas que considerara más idóneas. Por lo mismo hay que preguntarse por las razones que llevaron a Luis Burón, con su inoportuna propuesta, a colocar al ministro de Justicia y al Gobierno entre la espada y la pared. Y también existen motivos para sorprenderse de que el Gobierno no haya destituido al fiscal general del Estado o de que éste no haya presentado su dimisión después de tan irregular actitud. No es la primera vez, por lo demás, que el fiscal Burón sorprende a propios y extraños.La tendencia de los cuerpos de funcionarios, pertenezcan a la Administración civil o a la militar, a imponer sus criterios corporativos al Gobierno es uno de los ras gos más preocupantes de nuestro todavía inmaduro régimen parlamentario. Esos intentos de patrimonializar la función pública en beneficio de las carreras burocráticas son, desgraciadamente, compatibles con un alegre deambular de los servidores del Estado entre la Administración y el Gobierno, recorridos que permiten a es tos caminantes sin riesgo refugiarse en la presunta auto nomía y neutralidad de las tareas administrativas después de sus desenfadadas incursiones por los terrenos de la política. Hoy día, los ministerios están terrenos de antiguos subsecretarios o directores generales que se lamentan de su triste suerte o incluso denuncian campañas de persecución contra sus personas simplemente porque han tenido que regresar a sus antiguos despachos de funcionarios.

José Aparicio, cuya respetabilidad como jurista no viene al caso, fue durante el anterior régimen gobernador civil de Lérida, Murcia y Oviedo, y no se distinguió precisamente por su aperturismo en el desempeño de sus funciones. Resulta entonces perfectamente lícito que el Gobierno n quiera depositar su confianza en él; y es una decisión digna de elogio que no lo haga. Hay que añadir que, a efectos de estas reflexiones, lo mismo hubiese dado que esos cargos políticos los hubiera desempeñado durante la Monarquía constitucional. Si los funcionarios públicos, incluidos jueces y fiscales, desean que los ciudadanos les crean cuando afirman su neutralidad e independencia políticas y proclaman que su único compromiso es el servicio al Estado, la primera medida que deberían adoptar es renunciar a sus carreras administrativas cuando toman la decisión de pasar a la política activa. En palabras bien simples: no se puede estar a las duras y a las maduras.

El Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal desarrolla el mandato contenido en el artículo 124 de la Constitución, que le asigna la misión de "promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, de oficio o la petición de los interesados, así como velar por la independencia de los tribunales y procurar ante éstos la satisfacción del interés social". Su integración . con autonomía funcional" en el poder judicial tiene que compatibilizarse con el principio de "dependencia jerárquica" que- caracteriza la actuación del ministerio público. En cualquier caso, parece indispensable subrayar que la legitimidad democrática de un Parlamento elegido por la soberanía popular no tiene mas límites que el marco constitucional. El artículo 117 de nuestra norma fundamental no sólo dice que los jueces y magistrados, "independientes" e "inamovibles", "no podrán ser separados, suspendidos, trasladados ni jubilados sino por algunas de las causas y con las garantías previstas en la ley". También establece que "la justicia emana del pueblo" y es administrada "en nombre del: Rey", y que los miembros del poder judicial son «responsables" y están sometidos "al imperio de la ley". El Consejo General del Poder Judicial y el Consejo Fiscal son, en efecto, órganos de gobierno de esas instituciones, pero su autonomía funcional no les pone al margen del orden constitucional y de la legitimidad democrática. El poder ejecutivo, emanado del Parlamento, debe y puede evitar que, en nombre de esa autonomía funcional -hoy enervada por todos los poderes fácticos de este país-, se ponga en peligro la propia solidez democrática de las instituciones.

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