Graves inundaciones en el norte de España

La noche más larga

Bilbao ofrecía en la noche del sábado al domingo el espectáculo insólito de una gran ciudad a oscuras, vacía y embarrada. Una ciudad sin semáforos, alumbrada únicamente por los focos de los escasos coches que circulaban y los destellos azulados y amarillos que despedían de vez en cuando los vehículos de servicio, que recorrían sus calles como sin saber de dónde venían y a dónde iban.De vez en cuando, de acera en acera, una ténue luz de vela o linterna marcaba la senda de los transeúntes que se atrevían a echarse a la calle. El paseante curioso recorría manzanas, barrios enteros, sin ver un alm...

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Bilbao ofrecía en la noche del sábado al domingo el espectáculo insólito de una gran ciudad a oscuras, vacía y embarrada. Una ciudad sin semáforos, alumbrada únicamente por los focos de los escasos coches que circulaban y los destellos azulados y amarillos que despedían de vez en cuando los vehículos de servicio, que recorrían sus calles como sin saber de dónde venían y a dónde iban.De vez en cuando, de acera en acera, una ténue luz de vela o linterna marcaba la senda de los transeúntes que se atrevían a echarse a la calle. El paseante curioso recorría manzanas, barrios enteros, sin ver un alma, en medio de un silencio imponente. Bilbao carecía de fluido eléctrico.

En el casco viejo, donde aún retumbaban los ecos, de un Nervión desmadrado, parejas de la Policía Nacional y la Policía Municipal patrullaban para evitar que los cacos -¡era su noche!- acabaran de reventar los comercios afectados por la inundación. Varias detenciones se practicaron según avanzaba la noche.

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Hasta la madrugada, colas de personas aguardaban pacientemente ante las cabinas telefónicas a que el que se encontraba dentro tuviera la inmensa suerte de que sonara la señal de línea y corriera el turno de espera. Bilbao estaba incomunicada por teléfono.

Docenas de personas que carecían en sus casas de electricidad para cocinar, o -de provisiones, se acercaban a tientas a los hoteles para intentar cenar, o por lo menos comer algún bocadillo. Bares, restaurantes ,pubs y discotecas estaban cerrados. En un céntrico hotel, el prototipo del confort y del servicio completo al cliente, se amontonaban en un salón 300 excursionistas belgas que habían quedado atrapados en la autopista. Medio centenar de actores de teatro sin función, a la luz de las velas, ocupaban su asueto forzado con adivinanzas, esbozos de espiritismo y anécdotas de candilejas. Periodistas con oficio pero sin periódico -por falta de electricidad- iban y venían como fieras enjauladas. El Correo Español estaba tirando su edición en talleres de San Sebastián y Deia en Pamplona. Con cerveza caliente y whisky sin hielo, los aficionados taurinos se lamentaban de la forma en que había quedado arruinada la feria de Bilbao.

En los colegios, en locales municipales, en el viejo cuartel de Garellano, trataban de acomodarse y dormir cientos de personas cuyas Viviendas quedaron inservibles por las aguas. La estación del Norte estaba llena de viajeros retenidos con la incertidumbre del regreso a casa. Las vías férreas estaban cortadas. únicamente Radio Nacional de España, que contaba con un grupo electrógeno, hacía compañía e informaba de la evolución de la tragedia a los bilbaínos, forzados a quedarse en casa en la víspera del domingo, en el que debía de haber sido el penúltimo día de fiesta.

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En el Gobierno Civil, centro de operaciones de la Policía Nacional, Policía Municipal, Guardia Civil, Ertzaina, Cruz Roja, Ejército y Protección Civil, se concentraba toda la actividad de la ciudad. En un incesante trajín, se mezclaban el lendakari Garaikoetxea, el ministro de Obras Públicas, el gobernador civil y el alcalde, con funcionarios y voluntarios que iban y venían. Se preparaba la jornada del día siguiente. Se planeaba la normalidad.

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