Tribuna:

Jorge Guillén

Noventa años. Esa mera adición de tiempo hace del ser humano un paquete al colmo. Toda la concurrencia está de acuerdo en que la linde de esa suma temporal toca con su clausura. No es necesaria mayor investigación de los tejidos. Puede ser engañoso que baje la fiebre, que se incorpore. Ese hombre está irremediablemente saciado de biografía y puede procederse al inventario. Todo cuanto acaso suceda después es residual, simple agregado. Noventa años es un segmento total. Incluso en ellos se ha repetido la vejez y el viejo, se presume, ha podido integrarse en ella. Aceptarla como el coherente ter...

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Noventa años. Esa mera adición de tiempo hace del ser humano un paquete al colmo. Toda la concurrencia está de acuerdo en que la linde de esa suma temporal toca con su clausura. No es necesaria mayor investigación de los tejidos. Puede ser engañoso que baje la fiebre, que se incorpore. Ese hombre está irremediablemente saciado de biografía y puede procederse al inventario. Todo cuanto acaso suceda después es residual, simple agregado. Noventa años es un segmento total. Incluso en ellos se ha repetido la vejez y el viejo, se presume, ha podido integrarse en ella. Aceptarla como el coherente territorio de su vida y pasear allí como en un parque boscoso y conocido. Pero dice Jorge Guillén: "No se ve ni se siente viejo el viejo". Ninguna de sus arrugas se trenza con el final. Por el contrario, sus vertientes se encauzan a otros mundos "y su melancolía rememora / la infinitud del juvenil futuro".Qué calamidad pues la de este ser humano. Qué tozuda desobediencia a la biología. Imposible persuadirle de que su extinción es sólo la correcta terminación de un silogismo.

La muerte es inverosímil. Pero todavía es más espectacular esa ficción en el verano. Los cuerpos siguen ardiendo al morir y tienden más a expandirse que a ser enterrados. Tienden más a proclamarse en toda la deslumbradora luz que a ser escondidos. Nunca es más vivo el luto ni aúlla con más pestilencia el cadáver que bajo el contagio del sol. Quien muere en verano persiste azulado en la mirada. Pasan las horas, los años, anochece y no se va. El muerto y sus amantes, cicatrizados en la luz, se aprientan en un bárbaro acuerdo contra la sentencia final. Injusta siempre por el hecho mismo de ser definitiva. Infame, a la vez, por su modo.

El viejo sabe algo sobre sí: "Las hijas de las madres que amé tánto / me besan ya como se besa a un santo". Pero no es bastante. Más aún: no es nada. La adversidad, las desleiduras de la alegría, los recuerdos como tropas que atestan el corazón y la cabeza acercan a la saciedad. El fardo parece estar colmado, dispuesto. ¿Dispuesto? "Los muchos años ¡ay! -dice Guillén- se nos resuelven / en una perspectiva pesadísima". Pero, de inmediato, sigue: "¿Adiós entonces? / No, no, esperemos".

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