Tribuna:

Enseñanzas para el futuro

La prolongada recesión de la que trabajosamente está saliendo ahora la economía norteamericana ha reavivado ciertos aspectos del viejo debate doctrinal en torno al control de la renta nacional. Por sus implicaciones prácticas, vale la peña reseñar lo que parecen ser dos conclusiones muy generalizadas de este debate: por una parte, la reafirmación -con las matizaciones debidas- de la necesidad de controlar el volumen de las disponibilidades líquidas en lugar de los tipos de interés, como variables intermedias del control de la demanda agregada. Por otra parte, el descubrimiento de la importanci...

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La prolongada recesión de la que trabajosamente está saliendo ahora la economía norteamericana ha reavivado ciertos aspectos del viejo debate doctrinal en torno al control de la renta nacional. Por sus implicaciones prácticas, vale la peña reseñar lo que parecen ser dos conclusiones muy generalizadas de este debate: por una parte, la reafirmación -con las matizaciones debidas- de la necesidad de controlar el volumen de las disponibilidades líquidas en lugar de los tipos de interés, como variables intermedias del control de la demanda agregada. Por otra parte, el descubrimiento de la importancia que en la actualidad reviste para la política económica la disminución del grado de incertidumbre y las carencias básicas por parte de los Gobiernos occidentales a la hora de fijarse y perseguir este objetivo.

La crisis económica ha dejado sobre el campo de batalla las viejas ilusiones de controles precisos e inflexibles de la oferta monetaria. A partir de ahora existe un consenso generalizado, en el sentido de que los objetivos de crecimiento de la oferta monetaria no constituyen un fin en sí mismos, sino sólo un canal para intentar perfilar el control del producto nacional en términos monetarios. Los cambios ocurridos en la velocidad del dinero y la gran variabilidad de los tipos de interés desde 1979 -cuando Estados Unidos se reafirmó en su política de objetivos cuantitativos de oferta monetaria- han reavivado estos últimos meses la polémica sobre la necesidad, supuestamente imperiosa, de controlar los tipos de interés, en lugar de la oferta monetaria. Estos intentos se están abandonando de nuevo, si bien aceptando la contrapartida de flexibilizar los mecanismos de control cuantitativo.Lo cierto es que el tipo de interés nominal constituye un indicador muy imperfecto del sentido de la política monetaria. La variable financiera pertinente para los prestatarios y prestamistas no es el tipo nominal de interés, sino el tipo de interés real que resulta de sustraer del tipo nominal el índice de inflación. Cuando existen expectativas inflacionistas, los prestamistas insisten en que el tipo nominal de interés incluya una prima que les compense de la baja sufrida por el poder adquisitivo de la divisa, y los prestatarios, por supuesto, están dispuestos a pagar esta prima.

Ahora bien, aunque el tipo de interés real está más estrechamente vinculado a las decisiones de prestar o de pedir prestado que el tipo de interés nominal, lo cierto es que el tipo de interés real tampoco sirve como objetivo de política monetaria, por varios motivos. Una política monetaria fundamentada en el control de los tipos reales de interés no garantizaría la estabilidad de precios, ya que una tasa real de interés determinada puede ser compatible con cualquier nivel de inflación.

Por, otra parte, el tipo de interés real pertinente, a la hora de tomar decisiones económicas, viene dado por la diferencia entre el tipo de interés nominal y la tasa de inflación esperada, que nadie puede prever a ciencia cierta.

Por último, habría que añadir que la tasa de interés real verdaderamente relevante es la tasa de interés neta de los impuestos pagados. Todo ello haría prácticamente imposible fundamentar la política monetaria en los tipos de interés, en lugar del volumen de las disponibilidades líquidas, y de ahí que para los próximos años lo más probable es que los bancos emisores continúen -aunque sea de modo más flexible- con sus intentos de controlar el volumen de las disponibilidades líquidas para incidir sobre el volumen y distribución de la renta nacional.

Las reflexiones en torno a la crisis han puesto de manifiesto también la necesidad de incorporar decisivamente al arsenal de la política económica la lucha contra las incertidumbres de todo tipo, a las que ahora se atribuye una gran parte de los males económicos del mundo occidental durante los últimos 10 años; en cierto modo, los defensores de las llamadas rational expectations hypothesis (REH) habían anticipado ya el peso de la incertidumbre en las decisiones económicas.

Límites sociales al crecimiento

La incertidumbre aparece como un concepto capital, no sólo en relación a la capacidad innovadora de las sociedades modernas, sino también con relación a la política económica y, en términos más generales, a la propia acción del Gobierno (*).

El deterioro de la situación actual ha puesto de manifiesto hasta qué punto está en crisis el concepto tradicional del futuro y su necesaria manipulación en la vida económica. Cuando Paul Valery decía: "Le future n'est plus la même chose", estaba anticipando el desconcierto actual de las clases dirigentes y de los ciudadanos a la hora de asignar un valor, en términos de presente, a un objetivo futuro en unos momentos en que se ha exacerbado la incertidumbre.

En definitiva, la política consiste en articular a nivel institucional y social un sistema de relaciones que permitan maximizar el valor actualizado de las cotas netas de bienestar que se esperan alcanzar en el futuro. El funcionamiento sosegado de la vida económica requiere que las tasas a que se descuenta el futuro no sean prohibitivas. Los ciudadanos de la sociedad moderna están dispuestos a incurrir en el sacrificio del ahorro, de la austeridad, de la emigración y hasta de la guerra, porque tienen una convicción razonable de que ahorrando cien ahora, obtendrán doscientos mañana, o que vale la pena soportar los inconvenientes del abandono de su lugar de origen y de su familia, en aras de unos ingresos esperados susceptibles de colmar sus necesidades futuras. Para que el valor actual del beneficio futuro esperado sea mayor que el beneficio insatisfactorio, que derivan de sus circunstancias presentes -y se vean, por tanto, inducidos a emprender nuevas iniciativas, proyectos e inversiones-, hace falta que la tasa a la que descuentan el beneficio futuro no sea desorbitante. Y esta tasa es función directa del grado de incertidumbre.

Burocracia y centralismo

En los últimos años, los Gobiernos no se han percatado de la trascendencia económica de la manipulación del futuro. El hecho de que la reducción del grado de incertidumbre no haya figurado como objetivo prioritario en sus programas constituye otro de los factores decisivos de la crisis mundial.

Lo que está en crisis, ciertamente, es la capacidad de los Gobiernos para lidiar racional y sistemáticamente con el futuro.

Por último, es imposible desentrañar el contenido de la crisis actual sin constatar los fallos existentes en el mecanismo de la toma de decisiones a los distintos niveles económicos y políticos que tienen su origen en las inercias burocráticas y en los impulsos centralizadores. No existe proyecto más ambicioso ni más urgente para los próximos 10 años que descentralizar el proceso de la toma de decisiones. El nacimiento del espíritu científico se produce, por paradójico que parezca, en el mar Jónico, en el período que va del 600 al 100 a. C. La razón reside en la circunstancia de que los habitantes de aquella región contaban con una serie de factores favorables. El principal era que en aquella multiplicidad de islas existía una gran variedad de sistemas políticos que impedía una concentración del poder capaz de imponer un mismo sistema social e intelectual, que facilitó sobremanera la toma contrastada de decisiones.

Resulta curioso que el renacer científico, 15 siglos después, tuviera igualmente por centro un entorno similar, compuesto por un conjunto de Estados independientes, de reducidas dimensiones, que, no obstante, compartían una lengua y cultura comunes: la Italia del siglo XV. Y así, hasta llegar al centro de la ciencia actual, situado igualmente en un país federal, multirracial, en el que, más que en ningún otro país contemporáneo, ha sido permitido y fomentado el espíritu científico desde una perspectiva descentralizada.

Ninguno de los grandes desafíos con que se enfrenta la economía de los países industrializados es susceptible de abordarse desde una óptica centralista. La famosa reindustrialización de países como Estados Unidos, Inglaterra o España, que acarrea una reasignación masiva de recursos humanos y de capital, sólo podrá fluir sosegadamente si los distintos mercados concretos funcionan con eficacia y agilidad. El declinar paulatino de los sectores crepusculares va arrojando al mercado de trabajo una mano de obra excedentaria que sólo puede absorberse mediante la identificación sistemática de miles de nuevos proyectos que son imposibles de perfilar en el marco del centralismo burocrático heredado del pasado. El constante fluir de la información disponible y la coordinación de los impulsos técnicos diseminados en la población activa requieren la movilización de energías a nivel local y regional, lo que presupone la potenciación de esos niveles, en detrimento de los antiguos mecanismos centralizados de decisión.

El proceso de cambio

Es inevitable, al analizar qué sectores o parcelas neurálgicas del quehacer cotidiano están realmente en crisis, llegar a la conclusión de que los límites del crecimiento económico son, por encima de todo, de orden social. La crisis actual ha puesto de manifiesto la vigencia del viejo principio shumpeteriano de la destrucción creativa, en virtud del cual el cambio necesario para impulsar el progreso requiere la desaparición paulatina de lo viejo y el acomodo de lo nuevo. En este proceso de cambio es forzoso destruir de una manera creativa los comportamientos y estructuras que paralizan la actividad innovadora. Este proceso de sustitución, no obstante, cuestiona el equilibrio de poderes político y económico existente en un momento dado, y esos poderes resisten, lógicamente, los ajustes necesarios. En este rechazo de adecuación a las nuevas situaciones impuestas por las oscilaciones bruscas de la demanda en los mercados y de la evolución tecnológica yace el factor fundamental del atraso económico y, del desasosiego social.

(*) Las siguientes consideraciones sobre el papel de la incertidumbre en la vida económica anticipan un estudio que el autor ha preparado para Enciclopedia práctica de economía (Editorial Orbis), cuya publicación está prevista para el próximo mes de julio.

fue ministro para las Comunidades Europeas en el último gobierno Suárez y es diputado por Barcelona en las listas de CiU.

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