Tribuna

Un reino mecido a ambos lados del Pirineo

En su extraordinaria novela Antagoniu, Luis Goytisolo, maestro de ironías, establece así el 'elogio del navarro: hombre de una pieza, de la cabeza a los pies, leal y bravo, muy trabajador, de constitución sólida, gran corazón, religiosidad viril, muy nobles sentimientos, tradicionalmente tradicionalista y celoso de sus costumbres; al mismo tiempo, anfitrión hospitalario, amigo de la buena mesa y, eso, sí, de empinar un poquito el codo, pero nada maleado ni mujeriego, propenso, antes bien, al esparcimiento sano, las peleas de carneros, las apuestas, etcétera".Bien mirado, este retrato, c...

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En su extraordinaria novela Antagoniu, Luis Goytisolo, maestro de ironías, establece así el 'elogio del navarro: hombre de una pieza, de la cabeza a los pies, leal y bravo, muy trabajador, de constitución sólida, gran corazón, religiosidad viril, muy nobles sentimientos, tradicionalmente tradicionalista y celoso de sus costumbres; al mismo tiempo, anfitrión hospitalario, amigo de la buena mesa y, eso, sí, de empinar un poquito el codo, pero nada maleado ni mujeriego, propenso, antes bien, al esparcimiento sano, las peleas de carneros, las apuestas, etcétera".Bien mirado, este retrato, con el que cualquier navarro de pro se sentiría identificado, es el de un hombre medieval. La edad dorada de esta tierra hay que ubicarla en ese medievo en el que, puerta de Europa, tierra de paso, Navarra erige el ensueño más bellamente quimérico que jamás se hubiera podido desean la fantasía -del reino mecido a ambos lados del Pirineo, proyectándose hacia un Cantábrico brumoso y mitológico. Desvaríos como el de Carlos el Malo, sublevando a los parisienses, o el viaje de los navarros embarcados hacia un principado de Albania, desviado en la travesía, para terminar en soldadesca asoladora del Partenón, sólo son concebibles en el aura irreal de esa quimera enrarecida por el aire crepuscular que una princesa libertina y mística, protectora de Rabelais, intenta sanear con vientos renacentistas, mas, como diría Lezamupa, "doncella que guardaba el germen escogido, ha cruzado el Bidasoa dejando a una Navarra postrada en la fijeza ruinosa de un letargo imperturbable". Shakespeare, oráculo de Delfos, aventuraría que Navarra iba a ser la maravilla del mundo.

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La maravilla es que Navarra haya osado desdecir al egregio anglosajón. Mientras que en Europa causan furor los signos incipientes de una nueva Edad Media, Navarra va para seis siglos que se ha adelantado a esta contemporaneidad medieval. La austeridad de la edad intemporal en que vivimos, sólo es rota ocasionalmente por alguna bandería, alguna fiesta en que todo el mundo quiere ser otro para poder seguir siendo lo mismo, o por los clamores del torneo futbolístico. Los prohombres navarros, tan dados a las gestas, no es de extrañar que hayan sido los primeros en oponerse a la interrupción de la gestación. Como siempre, Navarra goza de unas vías de comunicación que ofrecen al viajero los recovecos serpenteantes y encrespados paisajes que el europeo desinformado desdeña, para tomar la N-I por Burgos.

Cuando alguien habla de cultura, el interlocutor desprevenido contesta con gestas alpinas y justas estivales: famosas son las excelencias de un festival anual que excusa toda otra actividad artística durante un año. Por lo demás, en los medios informativos se observa cierta artesanía manual, comprensible, visto que la información veraz se sigue transmitiendo in fide tertulistarun; la enseñanza superior retoza complacida en la escolástica, y el poeta más insigne, con gran agudeza y penetración ambiental, se nos ha revelado medieval. ¿A qué buscar, entonces, el tiempo recobrado? Todo el tiempo está en este tiempo, aunque bien cierto es que algunos han sobrevivido al canto de las sirenas, pero nadie a su silencio.

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