Tribuna:

Los constructores del limbo

Regreso de Los Angeles, en donde permanecí durante tres semanas por razones de trabajo. Un invierno tempranero se había instalado sobre la ciudad creando un clima de beatitud y esplendor vegetal en el silencio de un tráfico en donde nadie usa la bocina y los Mercedes y Rolls Royce ruedan en un somnoliento silencio de siesta permanente. En los estudios de Burbank se fabrica sin pausa y con minuciosa precisión un mundo engañoso construido con una realidad de cartón piedra poblado por seres no menos artificiales que alimentan e invaden buena parte de la vida y de los intereses inmediatos de los e...

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Regreso de Los Angeles, en donde permanecí durante tres semanas por razones de trabajo. Un invierno tempranero se había instalado sobre la ciudad creando un clima de beatitud y esplendor vegetal en el silencio de un tráfico en donde nadie usa la bocina y los Mercedes y Rolls Royce ruedan en un somnoliento silencio de siesta permanente. En los estudios de Burbank se fabrica sin pausa y con minuciosa precisión un mundo engañoso construido con una realidad de cartón piedra poblado por seres no menos artificiales que alimentan e invaden buena parte de la vida y de los intereses inmediatos de los estadounidenses.En primera instancia, este ordenado paraíso californiano llega a engañarnos y nos vamos sumergiendo en él sin darnos cuenta. Ciertos reflejos de nuestra mente, algunas de nuestras convicciones más arraigadas van debilitándose y perdiendo sus aristas, su definición, su necesaria permanencia. Es entonces cuando la primera señal de alarma nos despierta de la armoniosa y apacible pesadilla. Ello sucede siempre en medio de un diálogo con cualquiera de los californianos con quienes, por azar o por rutina de nuestras labores, entramos en relación. Las frases están siempre prefabricadas y son siempre las mismas. Descubrimos de repente que estamos tratando con zombies descerebrados, inmersos en la dulzona y gelatinosa materia de un tiempo sin peso en el presente, sin huella en el pasado, sin alcance ni presa en el futuro, así sea el más inmediato. El clima perfecto, la regularidad de un trazo urbano siempre adornado de flores y árboles impecables, la belleza física, fresca y elástica de muchos de los seres que se cruzan en nuestro camino nos invitan a zambullirnos de nuevo en esa dócil materia que nos devora mansamente. Un último esfuerzo de nuestros sentidos y de nuestra razón, a punto de sucumbir, nos lleva a examinar, a penetrar sin dejarnos digerir, ese mundo que tiene mucho de impecable cementerio. Algunas nociones de nuestras clases de catecismo nos son útiles en esta tarea. Sí, no cabe duda, estamos en el limbo. Unos seres sin conciencia, sin rostro y sin pasión, a los cuales un hedonismo gigantesco, gratificador, ilimitado los colma cada día con automática generosidad, han logrado edificar en la tierra esa nada adonde Dios relega a las criaturas que no pueden permanecer a su vera ni merecen el castigo eterno. Un horror, un rechazo feroz de todas las fuerzas, convicciones y certezas que hemos conservado y construido a costa de dolor y sacrificios sin cuento nos traen de nuevo a la orilla del mundo, de nuestro mundo. Y nos preguntamos espantados: ¿Esta fue la tierra de Emerson, de Thoreau, de Whitman, de Henry James, de T. S. Eliot, de Edmund Wilson? No puede ser posible que la palabra de estos hombres, cargada de humanidad densa, dolorida, desgarrada, inteligente, se haya perdido en el viento. La imagen de un anciano maquillado que sonríe con una mueca entre artificial y penosa, con los cabellos peinados como un adolescente universitario de los años treinta, nos da la respuesta en la pantalla del televisor que nos trae desde Washington los detalles de alguna ceremonia oficial.

Lo que se percibe en la vida

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Los constructores del limbo

Viene de la página 7cotidiana de Estados Unidos con una evidencia asustadora es una mala conciencia, un malestar moral, evidentes no sólo en los editoriales de la Prensa y en los comentaristas de la televisión, sino en cada americano con el cual dialogamos, así sea sobre los temas más triviales. Se esfumó ese optimismo nacido de la imagen que el americano tenía de sí mismo y por ende de su país y de sus instituciones. Hay una impresión de prematuro envejecimiento, de cansancio moral, que son la antítesis de lo que comunicaba hasta hace algunos años la gran democracia del norte. Se repiten las mismas fórmulas, se pronuncian los mismos ensalmos, pero las palabras suenan vacías de todo sentido, carentes de esa convicción y esa certeza que levantaron el sueño americano por encima de las más severas crisis mundiales.

No se trata, repito, únicamente de un comprensible temor a la encrucijada económica que se agiganta con pasos de espanto. Lo que se percibe hoy en Estados Unidos y que sorprende y preocupa a quien ha conocido a sus gentes y su manera de vivir y enfrentar los problemas es la carencia absoluta de respuestas o deexplicaciones valederas al desánimo general que predomina en todos los ámbitos de la Unión.

Nos hallamos ante un proceso que ha venido a minar y a disolver uno de los sueños que el hombre de occidente estuvo más cerca de hacer realidad. El lento pero seguro deterioro de esta utopía nos ha dejado a orillas de la guerra nuclear y en vísperas de otra bancarrota tan grave o más que la de 1929. ¿Dónde falló esta promesa que el new deal rooseveltiano nos hiciera ver al alcance de la mano? Un gran silencio nos responde, y ese atónito silencio es el que en mayor medida debe preocuparnos. A veces llegamos a sentirnos como el ciudadano de Pompeya cinco minutos antes de la erupción del Vesubio. Una cosa creo que podemos afirmar con certeza: la otra opción posible no está al otro lado de la cortina de hierro, en donde una burocracia asfixiante y cínica hace mucho tiempo que mató ya la más leve señal de conciencia y de moral colectiva.

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