Editorial:

Cooperativismo y cajas rurales

AUNQUE NO falten quienes sostengan que los españoles tienen una fuerte propensión al cooperativismo, la experiencia histórica no parece confirmar la existencia de ese espíritu de asociación espontánea. El fracaso de las cooperativas vascas de consumo en las zonas mineras, a comienzos de siglo, estuvo relacionado con las acusaciones dirigidas por los cooperativistas a los administradores cuando éstos no conseguían grandes beneficios. Tampoco los movimientos políticos contemporáneos han sido demasiado entusiastas con los movimientos cooperativistas. Mientras los Gobiernos y los grupos políticos ...

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AUNQUE NO falten quienes sostengan que los españoles tienen una fuerte propensión al cooperativismo, la experiencia histórica no parece confirmar la existencia de ese espíritu de asociación espontánea. El fracaso de las cooperativas vascas de consumo en las zonas mineras, a comienzos de siglo, estuvo relacionado con las acusaciones dirigidas por los cooperativistas a los administradores cuando éstos no conseguían grandes beneficios. Tampoco los movimientos políticos contemporáneos han sido demasiado entusiastas con los movimientos cooperativistas. Mientras los Gobiernos y los grupos políticos de la derecha nunca pudieron ocultar su desconfianza respecto a las connotaciones políticas e ideológicas de la palabra asociación, los partidos y sindicatos de izquierda tendieron a contemplar con recelo las cooperativas y a descalificarlas como insignificancias peligrosas o distracciones aristocráticas.En 1900, el padre Vicent y el movimiento social católico orientaron sus esfuerzos al mundo rural, que contaba entonces con un número de trabajadores superior al de los centros urbanos. La ley de 1906, que amparaba por vez primera vez a las cooperativas rurales, fue obra de los agrarios católicos, que perseguían una finalidad social y al mismo tiempo práctica: compra conjunta de simientes y, fertilizantes, seguros para las cosechas, etc. Pero una reforma social moderna a través del movimiento cooperativo, de tipo holandés y danés, nunca llegó a prender en España, pese a que los proyectos cooperativistas alcanzaran un modesto arraigo en Cataluña, País Vasco, Valencia, Valladolid y Navarra.

Las cajas rurales fueron en su comienzo unas cooperativas de crédito nacidas para admitir imposiciones de fondos de los asociados y facilitarles préstamos. Tales fueron los principios recogidos en la ley de 1942, que trató de rescatar y normalizar el movimiento cooperativo anterior a la guerra civil. Los jerarcas del sindicalismo vertical, sin embargo, ampliarían y modificarían posteriormente los estrictos fines de esa normativa. Así, por ejemplo, las cooperativas agrícolas promovidas a través de UTECO pasaron a ser manejadas como una especie de miniforppa, con el objetivo de garantizar el pago de altos precios al contado a los cooperativistas, incluso aunque fuese a costa de descapitalizar a la propia caja rural financiadora. Más que cooperativismo se trataba, en suma, de integrar a los agricultores en la estructura corporativista de las hermandades agrarias.

A partir de 1962, la ley de Bases de Ordenación del Crédito estableció la necesidad de reorganizar las cajas rurales como instrumentos del crédito agrícola. Hasta entonces, su control había correspondido, con carácter exclusivo, al tinglado verticalista y al Ministerio de Trabajo. Desde 1962, el Ministerio de Hacienda se encargó de inspeccionar y controlar las cajas rurales. Tras el restablecimiento del régimen democrático, el nuevo Ministerio de Economía reglamentaría, a través de un decreto de noviembre de 1978, el funcionamiento y los fines de las cooperativas de crédito, incuidas las cajas rurales. Se fijaron así unas normas disciplinarias análogas a las que se aplican a otras entidades de crédito y se regularon los mecanismos que permiten la democratización de sus órganos rectores. Actualmente existen algo más de 150 cooperativas de crédito, de las que unas 127 son cajas rurales. Dentro de las cooperativas de ámbito general, la Caja Laboral Popular de Mondragón representa los dos tercios de unos recursos globales que alcanzan, entre los propios y los depósitos, los 90.000 millones de pesetas. Los recursos de las cajas rurales, por su parte, superan los 400.000 millones. En conjunto, las cooperativas de crédito poseen el 3,4% de todos los depósitos del sistema financiero y el 10% del número total de las oficinas abiertas al público.

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El conocimiento por la sociedad de la existencia de esas instituciones se halla poco extendido fuera de las propias zonas de implantación. Por contra, el eco de los rumores sobre algunos escándalos en Santander, Baleares y Valencia ha podido dar la infundada impresión de que esas dificultades específicas afectaban al sector en su conjunto. Aunque la información disponible sea muy fragmentaria, se sabe que los beneficios contables de las cooperativas de crédito durante 1981 fueron superiores, en proporción a sus recursos patrimoniales, a los de la banca comercial y las cajas de ahorro. Los beneficios más elevados corresponden a las cajas rurales comarcales, y sobre todo, a las locales, pero también las cajas provinciales realizaron un buen ejercicio. Sin embargo, los problemas concretos surgidos en Santander, Baleares o Valencia, y la poca transparencia del sector, puesta una vez más de manifiesto en la reciente asamblea de cajas rurales, no contribuyen al esclarecimiento del positivo papel que pueden desempeñar y de la influencia benéfica que pueden tener en la modernización del sector agrario.

Durante el anterior régimen, las cajas rurales y las cooperativas significaron, dejando a un lado las manipulaciones y las irregularidades concretas, una especie de puente entre una sociedad mercantil agraria en proceso de transformación y el sistema político autoritario. Es de lamentar que, en el nuevo régimen constitucional, se sigan perpetuando unas estructuras poco democráticas y se hayan institucionalizado una serie de conductas y prácticas impropias del sistema cooperativo. Basten algunos ejemplos: el dinero del campo ha financiado negocios especulativos aparentemente atractivos y al final ruinosos; las cajas rurales han servido para financiar compras de productos agrícolas a altos precios que fomentaron la acumulación de excedentes -como en el caso del aceite- y comprometieron su equilibrio financiero; se ha producido una elevada concentración de riesgos frente a socios cualificados o incluso con sociedades ajenas al mundo agropecuario. Hay además un largo etcétera de irregularidades e ingenuidades financieras que significa el abandono de los fines tradicionales y de las actitudes de prudencia y cautela propias del mundo campesino. Hora es ya de que el poder ejecutivo tome cartas en el asunto para sanear ese importante sector financiero del mundo rural y de que las Cortes Generales acometan, en serio, una encuesta sobre las deficiencias y anomalías en su actual funcionamiento.

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