Tribuna:

Una tontería de Anthony Quinn

"Cien años de soledad sería ideal para un serial de cincuenta horas de televisión, pero García Márquez no quiere venderlo", ha declarado a una revista española el actor Anthony Quinn. Y agregó: "Yo le ofrecí un millón de dólares y no quiso, porque García Márquez es comunista, y no quiere que se sepa que ha recibido un millón de dólares. Porque luego vino, después de la cena, y me dijo aparte: "¿Cómo se te ocurre ofrecerme ese dinero en público? Otra vez me lo ofreces sin que haya ningún testigo".Lo único malo que tiene esta declaración, aparte de su infantilismo, es que no es cierta. La...

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"Cien años de soledad sería ideal para un serial de cincuenta horas de televisión, pero García Márquez no quiere venderlo", ha declarado a una revista española el actor Anthony Quinn. Y agregó: "Yo le ofrecí un millón de dólares y no quiso, porque García Márquez es comunista, y no quiere que se sepa que ha recibido un millón de dólares. Porque luego vino, después de la cena, y me dijo aparte: "¿Cómo se te ocurre ofrecerme ese dinero en público? Otra vez me lo ofreces sin que haya ningún testigo".Lo único malo que tiene esta declaración, aparte de su infantilismo, es que no es cierta. La realidad, como siempre, es más interesante, y sólo por eso quiero contar el cuento tal como sucedió en una de mis tantas llegadas a México, hace unos cinco años. Los periodistas del aeropuerto, que de tanto vernos han terminado por ser mis amigos, me dijeron que Anthony Quinn había dicho la noche anterior por la televisión mexicana que estaba dispuesto a darme un millón de dólares por los derechos para el cine de Cien años de soledad. Yo les dije a los periodistas, y ellos lo publicaron por todas partes al día siguiente, que aceptaba venderlos con la condición de que no fuera uno, sino dos millones: uno, para mí, y otro, para la revolución en América Latina. Esa misma semana, y antes de verse conmigo, Anthony Quinn replicó en la televisión: "Yo le doy el millón de dólares para él, pero el otro que se lo consiga en otra parte". La respuesta me pareció tan certera y divertida, que acepté la amable invitación de unos amigos comunes para comer con Anthony Quinn. Fue una cena muy grata. Anthony Quinn, a los 62 años, conservaba todavía una vitalidad atropellada, y me pareció simpático y afectuoso, y un poco obsesionado con la velocidad del tiempo. Se habló de todo, pero no dijo una palabra sobre su oferta de la televisión, y eso me produjo un gran alivio.

Fue la primera y la última vez que le vi.

Lo que Anthony Quinn no supo nunca es que, cuando él hizo su oferta en la televisión, hacía mucho tiempo que un consorcio de productores de Estados Unidos y Europa había ofrecido dos millones de dólares por los derechos para el cine de Cien años de soledad. La impresión que les quedó a muchos amigos míos fue que el gran actor metido a productor había ofrecido lo que ofreció sólo por darse ínfulas de que andaba tirando a manos llenas un millón de dólares. No era la primera vez que me ocurría. A finales de los años sesenta, en Barcelona, un editor. de leontina y cigarro habano apareció en la televisión con dos millones de pesetas en efectivo -que entonces eran unos 70.000 dólares-, y dijo, abanicándose con los billetes, que ese era el anticipo que me ofrecía por mi próximo libro. Esa noche, por supuesto, se ganó gratis el derecho a no publicar ni el próximo ni ninguno de mis libros.

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Los ingleses consideran que es de muy mala educación hablar en público de los hijos, de las enfermedades y del dinero. Pero como no soy inglés, a Dios gracias, sino de la calle Mayor de Aracataca, tengo otros pudores mucho menos frívolos. Me gusta hablar de mis hijos porque son iguales a su madre: bien plantados, inteligentes y serios. Me gusta hablar de mi úlcera duodenal, que sólo se me alivia cuando escribo, porque los amigos no sólo son para compartir la buena vída, sino también para joderse con uno. Me gusta decir cuánto dinero gano y cuánto pago por las cosas, porque sólo yo sé el trabajo que me cuesta ganármelos, y me parece injusto que no se sepa. La única excepción a esta norma es que ntinca hablo de dinero con los editores y los productores de cin,e, porque tengo un agente literario que habla por mí mejor que yo; primero, porque es mujer, y después, porque es catalana. Mtichos editores la detestan por la ferocidad con que defiende los ceritavos de los escritores, sobre todo de los jóvenes y más necesitados, y el día que no la detesten empezaré a sospechar que se pasó al bando contrario.

Mi experiencia con los productores de cine, a partir de Cien años de soledad, es una de las más sorprenderites de mi vida. En general, no hablan más que de dinero, pero a la hora de la verdad todos son como Anthony Quinn: no se leis ve por ningún lado. Son grandilocuentes, inseguros e imprevisibles. Mercedes, mi esposa, les tiene terror, porque llegan a la primera cita con proyectos espiiciales, arrasan con el bar y la despensa, hablan con el mundo entero desde nuestro teléfono sin preguntar cuánto te debo, y nunca más se vuelve a saber de ellos. El italiano Paolo Bini, esposo de la bella Rossana Schiaffino, vino hace unos tres años a nuestra casa de Cuemavaca porque quería producir un cuento mío dirigido por Ruy Guerra. A éste le mandó su billete de avión a Río de Janeiro, y todos hablamos (del proyecto durante un domingo entero. Esa misma semana:apareció en la revista Variety, de Los Angeles -donde sólo anuncian los productores más afortunados-, un anuncio de página entera sobre la película que íbamos a hacer, como si ya estuviera hecha. Bini se fue con una copia del cuento en inglés, para proponerle a Robert de Niro que hiciera el papel estelar, y prometió ponerse en contacto con nuestros agentes para comprar los derechos de mi cuento y establecer los honorarios de Ruy Guerra. Esa fue la última vez que le vimos. La única noticia que tuve de él desde entonces fue cuando le dijo a algunos amigos de Roma que nos había anticipado a Ruy Guerra y a mí una buena cantidad de dólares para que trabajáramos en el guión y que nosotros nos la habíamos robado.

Billy Friedkin -el director y productor de El exorcista y de French Connection- es un hombre distinto, por fortuna, pero con las rarezas de todos los productores grandes. Friedkin vino a México hace varios años con la idea de hacer en cine El otoño del patriarca. Es un hombre muy joven, impecable, que había ganado una fortuna con sus películas, y el dinero que le sobró después de comprar un avión privado quería donarlo para escuelas públicas en Israel y Bolivia. Tenía ideas tan atractivas para llevar mi novela al cine, que logró convencerme. Hablando de todo, me contó que el autor de El exorcista, que es una novela de segunda, había recibido una suma modesta por los derechos del libro, pero en cambio aceptó una participación en los beneficios de la película, y se ganó diecisiete millones de dólares. Yo entendí que aquella era una sugerencia elegante, y se lo dije a mi agente. De modo que cuando Friedkin habló con ella sobre los derechos del libro ella le dijo que aceptábamos las mismas condiciones que el autor de El exorcista. Friedkin me llamó por teléfono, y con la misma elegancia con que hacía todo, desistió del proyecto. Nunca más supe de él, salvo por los periódicos, cuando se casó en París con Jean Moreau y, poco después, cuando se divorciaron.

El único que en realidad no me habló nunca de dinero parece ser el único que en realidad lo tiene: Francis Ford Coppola, el director de El padrino. Cuando Coppola hizo Apocalypse Now, en Manila, el director de fotografla le habló muchas veces de su ilusión de hacer en cine Cien años de soledad. En el verano de 1979, Coppola y yo coincidimos en el Festival de Cine de Moscú, y él me invitó a cenar, pocos días después, en un ruidoso e inmenso restaurante de Leningrado. Hablamos un poco de sus películas y de mis libros, y me contó lo que su fotógrafo le había dicho sobre Cien años de soledad, pero en ningún momento planteó la posibilidad de hacerlo en cine. Lo único que de veras le interesó fue cuando supo que mi hijo mayor había hecho un curso de alta cocina en París. Coppola, que es un gran comedor y un cocinero de primer orden, se dejó arrastrar por la inspiración súbita de meterse con mi hijo en la cocina del restaurante para preparar la comida que íbamos a comernos. Fue una noche inolvidable.

Con todo, mi reticencia de que se hagan en cine Cien años de soledad, y en general cualquiera de mis libros publicados, no se funda en la extravagancia de los productores. Se debe a mi deseo de que la comunicación con mis lectores sea directa, mediante las letras que yo escribo para ellos, de modo que ellos se imaginen a los personajes como quieran, y no con la cara prestada de un actor en la pantalla. Anthony Quinn, con todo y su millón de dólares, no será nunca para mí ni para mis lectores el coronel Aureliano Buendía. El único que podría hacer ese papel, sin pagar ni un centavo, es el jurista colombiano y gran amigo mío Mario Latorre Rueda. Por lo demás, he visto muchas películas buenas hechas sobre novelas muy malas, pero nunca he visto una buena película hecha sobre una buena novela.

Copyright 1982. Gabriel García Márquez-ACI.

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