Tribuna:

Siguen inventando 'ellos'

Entre los diversos y amenos exabruptos que profirió don Miguel de Unamuno, el de "¡Que inventen ellos!", no es el que ha tenido menos comentarios en pro o en contra. De hecho, la frase fue, en su momento, casi una consigna. Los españoles, acosados por un tremendo "sentimiento trágico de la vida", por algunas agonías crueles, por Dios sabe qué fatalidad histórica, habían sido grandes poetas, grandes santos, grandes conquistadores. No creo que Unamuno tuviese una opinión parecida sobre sus contemporáneos: ni siquiera él fue un gran poeta, y más que santo fue un...

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Entre los diversos y amenos exabruptos que profirió don Miguel de Unamuno, el de "¡Que inventen ellos!", no es el que ha tenido menos comentarios en pro o en contra. De hecho, la frase fue, en su momento, casi una consigna. Los españoles, acosados por un tremendo "sentimiento trágico de la vida", por algunas agonías crueles, por Dios sabe qué fatalidad histórica, habían sido grandes poetas, grandes santos, grandes conquistadores. No creo que Unamuno tuviese una opinión parecida sobre sus contemporáneos: ni siquiera él fue un gran poeta, y más que santo fue un santurrón laico, y su asignatura de heroísmo comenzó y acabó sin pena ni gloria. No, no... "¡Que inventen ellos!", que para eso están: "lo nuestro" era otra cosa. Y, desde luego, con el verbo inventar, don Miguel ponía un énfasis despectivo. Los inventos, en su cálculo, venían a ser actividades subalternas, demasiado terrenales, medianamente absurdas, superfluas, quizá.Y el caso es que ellos han continuado inventando. No han parado de inventar: fármacos, bombas, máquinas, eso que ahora llamamos tecnología, que implica, como premisa, una ciencia. De hecho, en esta trágica piel de toro, y bien mirado, ni siquiera se inventó el huevo frito. Mucha poesía lírica, mucho auto sacramental, mucha escolástica, mucho Calderón o Lope, mucho quijotismo. Y así nos lucía el pelo. Ramón y Cajal, con un microscopio barato, ganó un premio Nobel. Eran unos tiempos en que, con un microscopio precisamente barato, se podía ganar un premio Nobel. La ciencia española, que tanto empeño puso Menéndez Pelayo en reivindicar, nunca fue nada del otro jueves. ¿Culpa de la Inquisición? ¿Culpa de los infinitos unamunos que nos precedieron? Entre la mentalidad de Unamuno y la de un gran inquisidor -sin descartar el ficticio de Dostoievski- ¿hubo tanta distancia?

Sea como fuere, lo que hoy ocurre es que, ni queriendo, podemos inventar. No se puede repetir, tal como están las cosas en las ciencias, un Ramón y Cajal. Ya estamos convencidos, antiunamunianamente, que la marginación científica y tecnológica es un drama económico inmenso, y que, en esto como en lo demás, somos una triste colonia. Unamuno, como toda la generación del 98 -o así llamada-, constituye un fenómeno ideológico preindustrial, que los sociólogos de la literatura castellana tendrían que explicar. Hoy, eso, releído, pone la piel de gallina. Les califican de regeneracionistas. ¿Lo fueron de veras? No Unamuno, no Azorín, no Baroja: en el fondo, no. Ni siquiera Ortega, más joven, más sagaz, ya europeo. Los mitos ancestrales les apabullaban. Nadie, o muy pocos, creían en la necesidad de inventar, porque de eso se encargaban ellos. Y lo triste es que las circunstancias -orteguianas, pero entendidas de otra manera- controvertían esa ceguera.

Lo que, en definitiva, quiero decir es que hoy ya es demasiado tarde. Tal vez ya era demasiado tarde cuando Unamuno hacía sus payasadas teológicas. No se inventa a partir de la nada. A partir de la nada se inventa un sacacorchos inédito, una escalera de mano plegable, un aparatito para expulsar mosquitos o ladrones. Son esos inventores que ganan premios en un certamen de Bruselas, y que luego no pueden industrializar su ingenio. Lo que cuenta es la investigación científica seria, y para eso no hay dinero suficiente, ni público ni privado. ¿Cómo va a competir la supuesta tecnología española con rivales tan bien dotados de instrumental y de sueldos como los yanquis? Al contrario: la fuga de cerebros, tan lícita, tan natural, tan admirable, puede dar algunos resultados gloriosos, y que lo diga don Severo Ochoa, que otro gallo le cantara si se hubiese quedado de catedrático en Oviedo o en la mismísima central. Los países pobres no pueden permitirse estos lujos: investigar sobre el cáncer, imaginar misiles, sacarse de la manga remedios para el hambre o para más angustias.

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O sea: la investigación científica -en abstracto- es carísima. Y conviene darle la vuelta a la frase de Unamuno: que inventen ellos, que saben y pueden. Y a ver si nos beneficiamos del consuelo de una medicina, de un entretenimiento, de un arma. He escrito consuelo, y es una manera de hablar. El microscopio histórico de Cajal, como tantos otros chismes precursores, ahora, en cualquier universidad nortemericana medianamente subvencionada, se convierte en una imprevisible capacidad de eficacias. Si no lo son, no es por falta de medios. Y la falta de medios es lo que hace que tergiversemos, resignadamente, el improperio de Unamuno: son ellos los que han de inventar lo que convenga, o les convenga. Aquí, no podemos. Ni sabemos. Si hay oficinas estatales dedicadas a investigar, que debe haberlas, al cabo del año convendría someterlas a lo que antiguamente se llamaba juicio de residencia. ¿Qué han sacado en limpio? ¿Algo que en Harward o en los laboratorios de cualquier multinacional tenían archisabido? ¿Y archipublicado?

Me parece una bobada eso de investigar como principio patriótico. Investigar sobre las insondables veleidades del átomo, en Madrid o en Barcelona, siempre será descubrir el Mediterráneo con cien años de retraso, y se trata del Mediterráneo metafórico. Otras investigaciones serían más sensatas: las que, en vez de meterse en aspiraciones ilusorias, se apliquen a la realidad concreta de su tierra y de sus habitantes. A su salud, a su economía, a sus juergas. De eso no se ocuparán los gringos ni los rusos. Ni nadie. Tendríamos que arrancar de aquí: la tecnología es cosa de ellos, y la pagaremos con el tanto por ciento que pidan. Personajes como Unamuno han impedido que nosotros (¿nosotros?, un plural discutible) no formemos parte de esos ellos. Sin esta desintoxicación ideológica previa, no habrá nada que hacer. Y lo que luego haya que hacer es que nos resignemos a averiguar lo que pasa aquí y ahora, asumiendo un férreo localismo. Démosles gracias a ellos por lo que han inventado de positivo. Y dejémonos de místicas, habitualmente falsas.

Quizá una madre celtíbera llegue a parir una criatura genial. Cuando el nene o la nena dé motivos de credibilidad, lo mejor será becarlos al extranjero. La ciencia española que tan extravagantemente defendió don Marcelino, en un resumen expeditivo, inventó la sopa de ajos, y en ello estamos. Nuestros -y el plural es táctico- científicos, habitualmente, fueron un simple reflejo de ellos, mejor o peor acomodados. No son de desdeñar. Al contrario. Convendría convencerles, de entrada, que no han de inventar la pólvora, porque la pólvora ya está inventada. Y que lo mejor que podrían hacer es aplicar su poca o mucha sabiduría a la voraz e inmisericorde miseria del vecindario. Y hasta los filósofos entrarían en la convocatoria. Que nadie se escandalice de los royalties que se hayan de abonar: dulce minucia monetaria que Unamuno no podía prever. Somos una colonia, y hemos de pagar, en consecuencia. Lo que yo tímidamente insinuaría es que, metidos en el embrollo, no saliésemos malparados. O parados, pero menos. Esta sociedad desorientada y sus científicos -los habrían de inventar- es un lío. O un sistema.

Punto de meditación.

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