Editorial:

La ley Electoral y los mandatos constitucionales

AL APROBAR la Constitución en el otoño de 1978, los diputados y senadores ignoraban si permanecerían en sus escaños hasta concluir su mandato o si el presidente del Gobierno disolvería el Parlamento y convocaría nuevas elecciones. Ante esta última posibilidad, la disposición transitoria octava de la Constitución estableció, con carácter excepcional, que esas eventuales elecciones se regirían, salvo modificaciones imprescindibles, por la normativa que había presidido los comicios de junio de 1977. La razón de esa prórroga era el temor a que la convocatoria de elecciones generales inmedi...

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AL APROBAR la Constitución en el otoño de 1978, los diputados y senadores ignoraban si permanecerían en sus escaños hasta concluir su mandato o si el presidente del Gobierno disolvería el Parlamento y convocaría nuevas elecciones. Ante esta última posibilidad, la disposición transitoria octava de la Constitución estableció, con carácter excepcional, que esas eventuales elecciones se regirían, salvo modificaciones imprescindibles, por la normativa que había presidido los comicios de junio de 1977. La razón de esa prórroga era el temor a que la convocatoria de elecciones generales inmediatamente después de la promulgación de la Constitución impidiera a las Cámaras -como efectivamente ocurrió- elaborar y votar la nueva ley Electoral, de acuerdo con los criterios establecidos en los artículos 68 y 69 de la norma, fundamental.Dos años y medio después de los comicios de marzo de 1979, y superada en tres meses la fecha tope marcada por la ya citada disposición transitoria, ni el Gobierno ha enviado a las Cortes un proyecto de ley Electoral ni las Cámaras han ejercido la iniciativa legislativa en este terreno. Es verdad que falta aún año y medio para que finalice el mandato del actual Parlamento, y es cierto que el Congreso y el Senado tienen todavía tiempo suficiente para que los próximos comicios generales pudieran celebrarse bajo una nueva ley Electoral. Ahora bien, los insistentes rumores de una disolución anticipada de las Cortes no hacen sino poner de relieve la posibilidad; perfectamente constitucional, de que los españoles sean convocados a las urnas durante la próxima primavera o a comienzos del otoño siguiente. En tal caso, mucha prisa habrían de darse nuestros parlamentarios para votar la nueva ley Electoral, cuyas implicaciones prácticas para todos los partidos aseguran de antemano vivos debates y largas controversias.

Precisamente el gran alcance que puede tener la reforma de la norma electoral para una más exacta traducción de los votos populares en escaños explica las reticencias de unos y otros a la hora de acometerla. UCD parece interesada desde siempre en perpetuar la vieja ley Electoral, que tan excelentes dividendos le reportó en junio de 1977 y marzo de 1979, gracias a los mínimos provinciales y a los criterios correctores de la proporcionalidad. El PSOE, por su parte, tal vez contemple la posibilidad de que las halagüeñas perspectivas registradas en los actuales sondeos se materialicen en las urnas futuras, de forma tal que la aplicación de la ley Electoral de 1977 produzca en la España de 1982 una inversión de fuerzas semejante a la ocurrida en Francia en los últimos comicios. Los nacionalistas vascos y catalanes temen, a su vez, que una nueva ley Electoral penalice a las minorías mediante la exigencia de techos elevados de votación popular, en proporción al censo del país entero, para poder acceder al Parlamento. Ese recelo es todavía mayor en otras formaciones regionalistas o en Partidos ideológicamente minoritarios, para los que no es ningún secreto el deseo del ministro de Administración Territorial de dejar fuera de las Cortes Generales a los grupos o coaliciones que no alcancen el 5% de los sufragios emitidos en toda España.

Se puede producir así una especie de pacto tácito entre fuerzas políticas de diverso signo, acuerdo cimentado en el miedo a que una futura ley Electoral perjudique sus posibilidades o beneficie las de sus contrarios, para dejar transcurrir silenciosamente el tiempo y llegar a los próximos comicios en una situación tal que no quede otro remedio que prorrogar, por segunda vez, la normativa de 1977. Si así ocurriera, las Cortes Generales incumplirían un mandato constitucional, evidente tras la lectura de la disposición transitoria octava, al no proceder al desarroIlo mediante ley -ley orgánica, en el caso del Senado- de los artículos 68 y 69 de nuestra norma fundamental. Pero lo más irritante de la pasividad del Gobierno y de los grupos parlamentarios, a quienes corresponde la iniciativa legislativa mediante proyectos y proposiciones, es que sigan dejando pasar los meses como si su olvido no fuera voluntario.

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