Agosto: cuando la capital de Euskadi es Zarauz

Suena el aurrezku en la antigua plaza de los Fueros, al filo de la medianoche. Sobre el estrado montado hace unas horas, quizá por una de esas brigadillas de obreros en paro que el Ayuntamiento da acomodo como puede, un bailarín inmaculadamente blanco alza la pierna por encima del falso arco visual que recoge las astas sin banderas de la hermosa fachada de la alcaldía de Zarauz. El programa de actos está repleto de bailes folklóricos, y los vascos de Elbar, Elgóibar, Cestona, de innumerables poblaciones del interior de Guipúzcoa, de Vizcaya, de la propia Navarra -se dice que Pamplona en...

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Suena el aurrezku en la antigua plaza de los Fueros, al filo de la medianoche. Sobre el estrado montado hace unas horas, quizá por una de esas brigadillas de obreros en paro que el Ayuntamiento da acomodo como puede, un bailarín inmaculadamente blanco alza la pierna por encima del falso arco visual que recoge las astas sin banderas de la hermosa fachada de la alcaldía de Zarauz. El programa de actos está repleto de bailes folklóricos, y los vascos de Elbar, Elgóibar, Cestona, de innumerables poblaciones del interior de Guipúzcoa, de Vizcaya, de la propia Navarra -se dice que Pamplona entera pasa el mes, de agosto en Zarauz- siguen con ojos devotos la geometría familiar de la danza. «El aurrezku es el principio, el saludo, lo que abre casi siempre los bailes vascos». Pequeño y rechoncho, pero sin la chapela, porque hace dos días que el sol brilla majestuoso, Imanol Murúa, alcalde del Ayuntamiento peneuvista de Zarauz, explica con los mejores modales de anfitrión el protocolo de este viejo folklore.La gente, a última hora, y a pesar de los refuerzos de diecinueve auxiliares de la Policía Municipal, que se han reclutado entre los parados también, ha invadido de coches las delgadas calles adyacentes. Por algunas se camina con dificultad, y es inevitable lanzar una ojeada rápida a las matrículas: Guipúzcoa, Navarra, Alguna plaza extranjera, y también, reapareciendo lentamente desde el verano pasado, las de Madrid, Zaragoza, Valladolid, que fueron hace años las reinas de un pueblecito maravilloso y tranquilo llamado Zarauz.

Hoy, después de tres largos años de frenazo, el Ayuntamiento ha vuelto a tomar las riendas de la promoción turística de la villa. «Sería antinatural no potenciar el turismo en Zarauz», reconoce Imanol Murúa; «hay que ver esa playa maravillosa, la montaña, los alrededores tan hermosos, aunque soy consciente de que no podemos descuidar otros campos, porque además la temporada turística es muy corta».

En un discreto extremo de la plaza acordonada, Imanol Murúa ha descubierto de improviso a Carlos Garaikoetxea. Son antiguos amigos porque el lendakari, mucho antes de serlo, ya venía a pasar los. veranos a Zarauz, y aún está en pie la casa de sus padres en el pueblo. Pero los tiempos cambian y la visión de Garaikoetxea de pie, junto a las filas de sillas ocupadas por cientos de veraneantes anónimos, arropado discretamente el grupo que forman su esposa, Sagrario Mina, y uno de los hijos del matrimonio, además del chófer y la propia esposa del alcalde, perturba visiblemente a Imanol Murúa: « ¡Qué me dice, cómo puede ser esto! «El lendakari de pie! ¿No hay ninguna silla por aquí?». El lendakari sonríe, satisfecho y anónimo en medio de un pueblo donde, evidentemente, se siente seguro. No hay rastro de los chicos de Berrozi, ese grupo de cifra nunca precisada que vigila desde dentro el chalé de los Garaikoetxea, atiende las llamadas y controla todos los movimientos de los alrededores de la casa. Pero tampoco pasa nada, porque la presencia del presidente del Gobierno vasco es completamente habitual el mes de agosto en Zarauz, y todo el mundo -los pocos veraneantes de toda la vida que no desertaron con las primeras pintadas de ETA, los vascos y los, madrileños que vienen a Zarauz desde hace apenas dos años, los viejos militantes del PNV que se reúnen en el Bazoki del pueblo a hablar de las pequeñas cosas de la villa, en una peculiar conversación que salta del vasco al castellano inopinadamente-, todo el mundo en Zarauz se ha tropezado con el lendakari algún día. Una visión fugaz en la playa, entre las dos o las tres de la tarde, cuandb la gente empieza a recoger toallas y la marea baja y ensancha de improviso la arena. Algún domingo, a la salida de misa de 8.30 horas, o en el único frontón del pueblo, siempre discreto y campechano,. el lendakari, charlando en eusquera con Imanol Murúa, con los viejos amigos, con la familia, a pesar de que la lengua vasca se le enreda despiadadamente al entrar en más profundidades.

«El eusquera es terriblemente difícil. Cuando lo aprendí, hará unos diez años, me supuso tanto esfuerzo como el francés y el inglés juntos». Lo cual no impide que todos los idiomas extranjeros desemboquen siempre en palabras vascas. «Una vez me sucedió algo curioso: estaba grabando una entrevista para la televisión inglesa y repentinamente pasé del inglés al vasco. Fue divertido, porque ellos me dijeron: "Déjelo así; así está muy bíen"». Carlos Garaikoetxea explica las razones de este frenesí recuperador de la lengua vasca que llena el corazón del PNV: «Es lógico, porque el idioma es fundamental en la conciencia de un pueblo. Navarra, Vizcaya y Alava han perdido su conciencia de identidad vasca en buena medida por la pérdida del eusquera, que está en un trance gravísimo, especialmente en las zonas periféricas. Siempre he dicho que la recuperación del eusquera tendría que ser un hecho gozoso para el hermano mayor que es el castellano».

Antes de que la fiesta haya ter minado, el lendakari desaparece casi misteriosamente por un extremo de la plaza, seguido por el breve séquito, al que se ha sumado a últi ma hora el alcalde. Resignado y consciente de su papel político, Garaikoetxea recibe, aunque a cuentagotas, algún que otro periodista en su casa, siempre y cuando no le exijan que pose en plan atlético en la playa, practicando surf o en el típico frontón de Zarauz. Viaja continuamente a Vitoria o a Bilbao y no para de asistir a actos oficiales. Pero en la casa, un chalecito medio dominado por una aparatosa antena y protegido por los famosos chicos de Berrozi, Carlos Garaikoetxea posa para el fotógrafo, derrochando esa sabia amabilidad suya de líder político.

Vaquerías y huertas, al cruzar la calle

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El jardín de la casa da a la playa increíblemente perfecta, en un punto casi equidistante del palacio de Narros, donde las malas lenguas sitúan la futura residencia del presidente del Gobierno vasco, y el arenal donde, lejos de los honestos ojos de los ocupantes de las casetas numeradas, toman el sol en top less las chicas extranjeras. Unos metros más lejos, grupos dejóvenesjuegan a pala a lo largo de la playa. Hacia la 1.30, mientras el lendakari contesta a las preguntas de periodistas británicos que nuevamente se interesan por los problemas de Euskadi, la gente sube a los bares del malecón a tomar una cerveza, a picar alguna cosa, a La Perla o al bar Arruti, donde el presidente del PNV, Xabier Arzallus, otro tradicional enamorado de Zarauz, toma café al atardecer. Otros compran helados en los puestecillos, especialmente ahora que el Ayuntamiento, siempre en lucha contra el paro, que afecta casi a un 10% de la población activa de Zarauz, ha puesto la venta de patatas fritas en manos de los desempleados más necesitados. «Es una buena medida, pero nos hemos quedado sin las riquísimas patatas que vendía antes una empresa privada, y sin los barquillos». Esther lleva casi veinte años veraneando en Zarauz. Primero, de niña, venía con los padres, cuando la hoy Nafarroa Elorbidea estaba fianqueada por villas olorosas a vainilla, con jardines poblados de hortensias, villas de los Gómez Acebo, de la reina Fabiola, de las más distinguidas familias de Madrid, de Zaragoza. Cuando los turistas extranjeros se alojaban en el hotel Zarauz, abierto en 1952, o en La Perla, o El Duque, y la gente se vestía de punta en blanco para dar un corto paseo al atardecer. «Yo he seguido viniendo porque me gusta este sitio, pero mis padres se asuntaron con todo el tinglado político y no han vuelto más. Ni ellos ni ninguno de sus amigos». Esther y su amiga Cristina, que viene a Zarauz desde hace dos veranos, encuentran difícil de superar la belleza de esta playa encajada entre Orio y Guetaria, el encanto del campo presente en los pequeños detalles cotidianos: un lechero que todavía distribuye la leche casa por casa, una huerta frente al portal de su casa donde compran lechugas vascas, tornates y vainas, como las dicen aquí a las judías. Ellas pasan un poco por encima de esa imperceptible película de malestar que una! cosas y otras provocan a veces. La acción absurda de un grupo de

jóvenes no identificados, que pinchó un domingo de finales de julio las ruedas de cerca de setenta coches con matrículas de fuera de Euskadi. y a la que el alcalde de Zarauz dio una respuesta muy vasca: el Ayuntamiento se ofreció a pagar el arreglo de sus coches a todos los damnificados. Desde luego, no todo se resolvió perfectamente, pero, al menos, quedó constancia de buena voluntad.

Dónde veranean los vascos

Cosas que pasan, controles de la Guardia Civil, algún desgraciado tiroteo en el camping de Zarauz. Cosas. Ninguna lo bastante grave como para frenar la riada de coches que baja por las noches a San Sebastián a ver el concurso de fuegos artificiales, capaz de detener a la gente que asiste a los conciertos en la Músika Plaza, de Zarauz, o se concentra en la playa, en los bares del pueblo, todos los días.

Al atardecer crece el intempestivo tráfico en el pueblo. La gente busca desesperadamente cabinas que funcionen para llamar a la familia, y las niñas bien de Bilbao hacen auto-stop un poco en broma para bajar a Donosti, porque hoy desfilan las charangas. No queda en todo este sector de la costa vasca una sola habitación de hotel, los apartamentos que han proliferado en los últimos años, cambiando por completo la estructura de pueblos como Zarauz, están llenos a rebosar. «Claro, pero la temporada es muy corta. El mes de agosto viene la gente, sí, pero muchos están de paso nada más». Un viejo hotelero del pueblo se queja del turismo, que no acaba de llegar. « Los vascos, los vascos, no lo crea usted. Los vascos se van al Mediterráneo, a Santander, qué sé yo; aquí sólo se quedan los que tienen chiquillos y, claro, no pueden desplazarse cómodamente. Mire usted, yo tengo camareras de Legazpia y de muchos sitios del interior, y ellas reciben postales de sus familiares desde Córdoba, Torremolinos, Benidorm. Qué sé yo. No, no crea que los vascos se quedan en su tierra».

Por la Gipuzcoa Etorbidea emerelen, entre los bloques moderadamente altos de apartamentos, las viejas casonas vascas, tramos de huertas verdes y un horizonte de montañas suaves que concentran las nubes grises del País Vasco. Cruzan familias cargadas de niños, hablando en eusquera; de vez en vez, una exclamación castellana, eusquera de nuevo, camino de la zona vieja del pueblo. Jean, un veterano veraneante francés de Toulouse, busca una iglesia abierta. Las puertas de la iglesia de los franciscanos y de Santa María están cerradas. Jean no sabe por qué, a pesar de que viene a Zarauz todos los años, desde hace casi veinte veranos. «Me ousta el pueblo, me gusta la gente, me gusta la playa. Nunca me inquietó la violencia, además yo estuve en el mayo francés. Y le diré una cosa: Europa entera está atravesada de violencia. Vea Gran Bretaña, Holanda, Alemania, y en Francia pasaráotro tanto. Son los tiempos que vivimos». Golpea la entrada de la sacristía. Ninguna respuesta. Entonces agarra al pequeño Jean-Marc de la mano y se aleja por la calle, un poco contrariado, sorteando el tráfico, camino del mismo sitio donde hace veinte años un casero cedió graciosamente a su padre un poco de terreno para plantar la tienda de campaña. Cuando Zarauz era un conjunto de casas bajas y villas flanqueadas de hortensias y su padre compraba los cuadros ingenuos de un pintor llamado Apellaniz.

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