Tribuna:

La fuerza de Ia libertad

Distingue Kant, que fue una especie de Robespierre de las ideas en opinión de Heine, entre el precio y la dignidad de las cosas valiosas. Lo que tiene precio en el mercado del mundo -el ingenio, la belleza fisica, la habilidad en el juego del tenis o en la composición de óperas- siempre puede ser sustítuido por algo de precio equivalente: quien es feo puede ser listo; quien tropieza en la filosofía puede ser un inmejorable médico, etcétera... Pero lo que tiene dignidad no puede ser sustituido por nada, pues nada hay que le sea equivalente: despierta un respeto y aprecio in...

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Distingue Kant, que fue una especie de Robespierre de las ideas en opinión de Heine, entre el precio y la dignidad de las cosas valiosas. Lo que tiene precio en el mercado del mundo -el ingenio, la belleza fisica, la habilidad en el juego del tenis o en la composición de óperas- siempre puede ser sustítuido por algo de precio equivalente: quien es feo puede ser listo; quien tropieza en la filosofía puede ser un inmejorable médico, etcétera... Pero lo que tiene dignidad no puede ser sustituido por nada, pues nada hay que le sea equivalente: despierta un respeto y aprecio inmediatos, más allá de cualquier complacencia subjetiva o de cualquier consideración de utilidad. A veces oímos decir que la libertad política, es decir, la democracia, tiene su precio, en el que se incluyen probablemente las nuevas disposiciones legales para su defensa que acaban de ser aprobadas en el Parlamento. Hablar del precio de la libertad y la democracia no deja de ser peligroso, pues introduce esos bienes en una esfera de cambalache en donde podrían ser intercambiados por otros de semejante cuantía, según los criterios personales de cada cual. De este modo, habrá quien considere de más alto precio la seguridad de su negocio que la libertad política, o quien conceda más valor a las opiniones de su obispo que a la Constitución democrática. Y no faltará quien concluya que en Argentina ya no hay terrorismo antiestatal, aunque el precio que haya tenido que pagarse por tal erradicación haya sido la propia democracia; otros aceptarán los costes de la libertad cuando se refieran al mercado y la contratación o despido, pero no cuando se pretenda ptofundizar consecuentemente en sus raíces para acabar con la desigualdad de poder y, con la ex plotación. Porque esta visto que sólo el convencimiento de la dignidad de la libertad política y de la aspiración -aún muy lejos de verse realizada- a una sociedad transparentemente democrática -dignidad que emana de una concepción precisa de la condición racional y ética del hombre y no de ningún posibilismo histórico puede servir de fundamento a una democracia institucionalmente dispuesta a acabar con la opresión social y no a fomentarla o excusarla. Quienes posponen la dignidad de la libertad política a sus costes ya la han abolido en su fuero interno. Los que hablan del precio de la libertad política opinan que ésta necesita defenderse contra los que no la acatan; pero para tal defensa no quieren acudir a los recursos de la propia libertad, es decir, a una radicalización y ahondamiento de sus supuestos, sino a reimplantar parcelas de autoritarismo, como si la libertad se alimentase de sus contrarios y se reforzase al disminuirla.Y es que en materia de precio siempre gana el autoritarismo, porque la fuerza de la libertad política reside precisamente en su dignidad. Pero esta dignidad no es en modo alguno una especie de reverencia mística, sino una decisión de actividad cívica: defender la libertad democrática desde la propia fuerza de su dignidad consiste en desarrollar institucionalmente todo lo que suponga participación igualitaria -de abajo hacia arriba, sin que el arriba pueda desengancharse definitivamente del abajo-, comunicación e intercambio expresivo entre los ciudadanos, mientras se combaten los núcleos oscuros de desigualdad de poder y jerarquía, en cuyo beneficio brotan siempre las autocracías. No hay otra vía

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hacia la libertad ni otra salvaguardia para ésta, una vez conseguida, que la propia libertad política. Por ello, sorprende dolorosamente que quienes se muestran tan remisos a ahondar en la democracia, que es donde reside su única protección válida, vean ahora, en medidas claramente inspiradas en el modelo autoritario, la mejor barrera contra el autoritarismo. Consideremos, por ejemplo, las actuales disposiciones legales que pueden desembocar en el cierre de periódicos de índole supuestamente sediciosa. Lo primero que puede decirse al respecto es que la libertad política siempre ha tenido y tendrá enemigos, a los que se ha de combatir privándoles de su apoyo social en descontentos frecuentemente legítimos, y de sus asideros a veces de alto rango y responsabilidad en la maquinaria del sistema, pero no mutilando la libertad de Prensa, tal como ellos precisamente quisieran hacer. Los argumentos a favor del cierre de diarios culpables recuerdan mucho los clásicos a favor de la pena de muerte, a cuya reimplantación quizá precede tal cierre: la misma imbécil seguridad en que «muerto el perro, se acabó la rabia», idéntica confianza en los efectos regeneradores del miedo (coinciden en esto también con los terroristas), igual aspiración a castigar mejor que a corregir. Si lo propio del demócrata es cerrar a su adversario la boca con argumentos y no con coacciones violentas, ¿no se dará la razón al totalitario tratándole como él enseña que hay que tratar al enemigo, en lugar de mostrarle la fuerza del comportamiento opuesto? ¿O es que los demócratas van a dudar de la fuerte dignidad de la propia libertad democrática? ¿Qué hay en lo que puedan difundir tales periódico de más peligroso para la democracia que el ejemplo de cerrarlos? Se da por hecho que ya conocemos de antemano los órganos de Prensa malos que van a ser perseguidos: ¿con qué argumentos se defenderán luego los buenos que no apoyaron -ahora a los malos si la escalada sigue y les llega el turno? Además, lo que se mutila no es sólo la libertad de unos señores de exponer sus más o menos detestables ideas, sino la de todos los demás ciudadanos de conocerlas y detestarlas por sí mismos, sin interesadas tutelas estatales.

La democracia moderna encuentra su modelo en el entendimiento intersubjetivo, sin coacciones que pretende la razón lingüística, como ha demostrado insistentemente Jürgen Habermas en nuestros días. Es la comunicación abierta y sin trabas lo que hay que preservar a toda costa, porque en ella debemos asentarnos los que queremos ser libres. Quien elige la palábra para exponer su postura ya ha comenzado a renunciar a la violencia y empieza a reconocer la razón del otro, aunque tal palabra todavía exhorte a la violencia y convierta al otro, en una serpiente o un tigre, como hacía recientemente cierto editorial de un vespertino madrileño al referirse a los etarras. En el momento de la comunicación se vislumbra lo que incluso en la violencia reniega de la violencia y añora la pacificación dialogante de lo propiamente humano. El antiguo sabio dijo «pega, pero escucha»; más propio de la comunidad que queremos instituir es pedir «pega, pero habla», pues en lo que diga el agresor ya empieza a abrirse paso hasta para él mismo la contradicción insosteníble de su violencia. Lo cual no quíere decir, por supuesto, que ante el que pega, además de hablar y escuchar, no quepan otras medidas socialmente contundentes.

Uno de los periódicos a los que se supone candidatos al cierre según estas nuevas disposiciones es Egin diario sostenido por innumerables aportaciones particulares y con el que se identifica, de modo más o menos matizado, un sector importante del pueblo vasco. No podría hacerse cosa mejor que cerrar Egin si lo que se quiere es volar los puentes de entendimiento y razón por los que pudiera intentarse salvar el abismo de la violencia en Euskadi. Sólo las fieras no tienen voz: a quien se le priva de la voz se le condena a ser fiera y se le cierra el camino para que, antes o después, renuncie a comportarse ferozmente. Aprovecho la ocasión para aclarar una comparación que a Juan Benet le pareció enojosa entre lo que ocurre en Euskadi o Cataluña y lo que sucede en Madrid. Me reprocha Benet un todavía de tufillo docente con el que matizo la afirmación de que hay quien sigue juzgando con distinto rasero la trascendentalidad de lo que ocurre en la capital y lo que pasa en la periferia.

Repetiré de nuevo con el menor tonillo de dómine que pueda lo que quise decir, aunque no espero enseñar nada a Benet, pues no me considero capaz de triunfar donde fracasaron tantos. Creo que la profundización de la democracia en España pasa, entre otras cosas, por el cumplimiento radical de las autonomías y el abandono, por derribo, del modelo de Estado madrileño-centralista. Esta creencia no viene de un yo escindido entre residuos izquierdistas del antifranquismo y el asentimiento a la actual democracia, sino de la decisión de hacer con la democracia algo más estimulante que un medio digerible de conservar el viejo prototi po estatal. Es muy cíerto que hoy (ya no me atrevo a escribir todavía) tiene más importancia en el plano político tradicional lo que ocurre en Madrid que lo que pasa en Barcelona, Vitoria o Valencia; pero también me parece cierto que en la interiorización satisfecha de ese hecho por los partidos más anquilosados y me nos imaginativos estriba uno de los peores males de esta democracia y que hacen muy requetebien quienes en Euskadi, Cataluña, Galicia o donde sea, no lo asumen como inevitable. De nuevo se trata de que quienes ponen precio a la democracia desconocen o atentan contra la dignidad, en donde reside su verdadera fuerza.

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