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Transformar la justicia

En un primer y reciente Congreso de Abogados Jóvenes de España, celebrado en Granada, una de las conclusiones claves fue la valoración, muy negativa, de la situación de la Administración de Justicia en nuestro país.En dichas conclusiones, aprobadas con sólo dos votos en contra, se señalaron una serie de los males que aquejan a la justicia, tales como su progresivo deterioro y pérdida de eficacia, manifestado todo ello en prácticas procesales irregulares, continuas corruptelas, sistemático incumplimiento de plazos y desorbitadas e injustificadas dilaciones en la tramitación de los procedimiento...

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En un primer y reciente Congreso de Abogados Jóvenes de España, celebrado en Granada, una de las conclusiones claves fue la valoración, muy negativa, de la situación de la Administración de Justicia en nuestro país.En dichas conclusiones, aprobadas con sólo dos votos en contra, se señalaron una serie de los males que aquejan a la justicia, tales como su progresivo deterioro y pérdida de eficacia, manifestado todo ello en prácticas procesales irregulares, continuas corruptelas, sistemático incumplimiento de plazos y desorbitadas e injustificadas dilaciones en la tramitación de los procedimientos. Tanto es así, que el propio director general de Justicia, don Miguel Pastor López, en su discurso de clausura del congreso, comenzó diciendo: «De la situación de la justicia, qué les voy a decir; pues que está muy mal», siguiendo su disertación por otros derroteros. A algunos podrá parecer un exceso de cinismo, más que de sinceridad, estas manifestaciones del responsable directo -¿realmente lo es?- del funcionamiento de la justicia. A mí, y a muchos congresistas, nos pareció, junto a una mera constatación de la realidad, que aceptaba las críticas ya recogidas en las conclusiones mencionadas, un mero deseo de «echar balones fuera». Pero ¿a quién?

Y este es el quid de la cuestión: ¿quién es el responsable, no sólo de que la Administración de Justicia esté como está, y está cada día peor, sino de que salga de la situación en que se encuentra y cumpla sus fines solemnemente recogidos en el título 6º de la Constitución española? El tema no tiene, como es lógico, una respuesta fácil ni simplista, aunque no por ello debe caerse en farragosas disquisiciones teórico-doctrinales, que la urgencia del problema hacen, cuando menos, imprudentes.

Qué duda cabe que, al menos en teoría, una de las soluciones puede estar en la futura ley orgánica del poder judicial, próxima a debatirse en las Cortes. Pero desde ya resulta inaplazable recuperar, o al menos frenar, el desánimo, la decepción y hasta el desprestigio que para todos produce la actual situación.

Algo que, por ejemplo, resulta incomprensible e irritante para el profano y el que no lo es es esa desmesurada duración de los pleitoso procedimientos judiciales, tanto en materia civil como penal, laboral o contencioso-administrativa. Lo que, además de producir grandes perjuicios para el justiciable y grave deterioro a la justicia, es frecuentemente utilizado en las negociaciones o transacciones. De esta forma, el pésimo funcionamiento de los tribunales ha llegado a ser un valor más a sopesar como si de una mercadería se tratase, con grave quebranto para legítimos derechos e intereses.

Todos sabemos que una de las razones de todo este desbarajuste es, además de la ya conocida falta de personal suficiente, el anquilosamiento de los medios técnicos utilizados, cuya falta de modernización es realmente insólita. Las técnicas de archivo, comunicación, reproducción y documentación son del siglo pasado. En las puertas del año 2000, nuestra justicia sigue cosiendo los legajos con leznas de zapatero, desconoce el uso de la estenotipia y la informática está todavía en plan experimental, en manos de un único magistrado en todo el país.

Esta probada ineficacia jurisdiccional, de la que los probos funcionarios son también víctimas, aparece cada vez más grotesca en el proceso de modernización que vive nuestra sociedad. Resulta incomprensible que la justicia, que es un poder cada vez más esencial en un Estado de Derecho, permanezca anclada en el pasado y tan refractaria al cambio. Lo que produce a su vez un grave desfase con la vitalidad, y un obstáculo con su aplicación, del derecho que, como expresión de la nueva situación sociopolítica, comienza a nacer en nuestro país.

Las voces de denuncia de esta situación empiezan a ser un verdadero clamor. En estos días, la junta de gobierno del Colegio de Abogados de Madrid, y no olvidemos que la situación de los tribunales de Madrid está llegando o ha llegado ya, en algún caso, a un verdadero colapso, se ha pronunciado sobre este problema, en cumplimiento de acuerdos de su junta general, en una línea coincidente con la opinión tanto de la joven abogacía antes mencionada como de la abogacía en general. Se llega incluso a incluir una especie de autocrítica por la censurable actitud de algunos abogados que, aunque cierta, no es más que una nueva consecuencia de la caótica situación a que nos referimos, y que da pie a que algunos «dignos representantes de órganos jurisdiccionales» se dediquen también, como su director general, a proyectar fuera sus problemas.

Pero volviendo a la responsabilidad del mantenimiento de esta situación, qué duda cabe que la primera corresponde al Gobiernoy, en concreto, al Ministerio de Justicia.

Creo que es hora ya de plantearse e incluso de cuestionar el papel en estos momentos de dicho departamento, ya que, por un lado, la mayoría de los proyectos de ley elaborados por el Gobierno salen, como todos sabemos, de la Presidencia del Gobierno, o incluso previamente de la Comisión de Codificación, que no tiene por qué permanecer vinculada a dicho ministerio; y por otro, el gobierno del poder judicial corresponde, de acuerdo con la ley orgánica 1/ 1980, a su Consejo General. Por ello, dicho ministerio ha pasado a ser, como mucho, el de Relaciones con la Justicia, y que para importantes cometidos como los mencionados, ya no es necesario. Porque no cabe duda, además, que si alguien ha demostrado una manifiesta incapacidad en su gestión desde 1939 hasta ahora, ha sido ese departamento. verdadera «Cenicienta» en los Presupuestos del Estado y cuyos titulares en todos estos años no merecen en su labor mejor calificativo que el de incompetencia, salvo en las tareas represivas, en las que con tanto celo colaboraron.

También se habla ahora abiertamente de la falta de carácter democrático de muchos jueces y fiscales, lo cual siendo cierto no tiene nada de novedoso. Ello constituye, efectivamente, un importante obstáculo ideológico a remover; pero la mejor forma de impedir sus interpretaciones regresivas. no es otra que desarrollar con rapidez los preceptos constitucionales con las nuevas leyes de la democracia, y poner en marcha, a su vez, medios de control de su actuación, pero no sólo con medidas disciplinarias e inspectoras que además, hasta la fecha, han sido papel mojado, sino también con un control que llegue a la cúspide de los órganos jurisdiccionales.

En efecto, como acertadamente señalaba el jurista y diputado Gregorio Peces-Barba en EL PAÍS de 28 de octubre último, se da la paradoja de que los jueces controlan a través de la vía contencioso-administrativa y , en último término, del Tribunal Constitucional la constitucionalidad de la Administración y del poder legislativo, pero ¿quién controla el último eslabón de la cadena judicial cual es la jurisprudencia del Tribunal Supremo? Ya que, no sólo de acuerdo con el artículo 16 1 -a) de la Constitución la sentencia o sentencias recaídas interpretando una ley declarada inconstitucional no perderán el valor de cosa juzgada, lo que en muchos casos puede crear situaciones aberrantes, sino que además la Constitución nada dice del control de la jurisprudencia, que interpretando leyes constitucionales, como serán la mayoría de éstas, haga dicha interpretación de forma regresiva o en forma contraria, incluso, a los postulados básicos de aquélla.

Todo ello incide en el tan debatido tema de la independencia judicial, que era tan hipócritamente ponderada como ilusoria con la dictadura y aún hoy con la democracia formal está afectada en algunos ámbitos judiciales o jurisdiccionales. A este respecto, en el citado Congreso de Abogados Jóvenes, al debatirse la ponencia relativa a la ley General Penitenciaria y su aplicación, se hizo obligada la referencia a la situación en la prisión de Herrera de la Mancha y a la querella por supuestos malos tratos presentada por varios abogados ante el Juzgado de Manzanares. Entonces, ante la información sobre la denegación del procesamiento de los funcionarios querellados se propuso que el Congreso reiterara al juez la petición del encausamiento de los querellados. La propuesta no fue aprobada por considerar que afectaba a la soberanía o independencia judicial. No obstante, ello dio lugar a un debate en el que una congresista planteó el tema clave: «Para atentar a la independencia judicial ésta tiene que existir fuera de toda duda, y yo me pregunto y os pregunto: ¿existe realmente la independencia judicial en nuestro país por encima de toda presión interna o externa?». Un preocupante y denso silencio se produjo en los cientos de abogados jóvenes que allí estábamos.

A esta delicada situación se unen además las interferencias que sobre la exclusividad del poder judicial continúa produciendo la jurisdicción militar. El editorial de EL PAÍS de 17 de febrero de 1980 ponía de manifiesto el tema con ejemplos que son de sobra conocidos.

Y es que en esta materia la situación continúa prácticamente igual que antes de la democracia. Por ello siguen dictándose procesamientos, o iniciándose causas, contra paisanos por la jurisdicción militar, que aunque son inconstitucionales, se amparan en un código castrense cuya modificación parcíal, a estos efectos, debería haberse hecho ya, si es que de verdad se quiere que la Constitución se cumpla.

Y aquí también la jurisdicción ordinaria debería de asumir sus responsabilidades, como ha hecho hace muy poco el magistrado Clemente Auger al requerir de inhibición en la causa militar seguida contra el director de Diario 16. Actitud que si bien es la primera, posterior y en apoyo de la Constitución, tuvo en su día un precedente insólito. Me refiero al procesamiento por la jurisdicción militar del director de Sábado Gráfico en el año 1976, por publicar una lista de supuestos implicados en el asunto Lockheed en nuestro país. Pues bien, el juez del entonces Juzgado de Orden Público número 2 requirió la inhibición a la autoridad militar de la I Región Aérea para que dejara de intervenir. Y ello lo hizo el titular de dichojuzgado, que era nada menos que el conocido magistrado, nada proclive a alar des progresistas, Rafael Gómez Chaparro. Hoy en día, con la Constitución vigente y magistrados y situaciones bastante más democráticas que en 1976, la jurisdicción militar debería ser requerida de inhibición, en todos estos supuestos, por la justicia ordinaria, hasta tanto se resuelva legislativamente, y puede y debe hacerse con la máxima urgencia, la grave contradicción existente. Y que tampoco es única mientras la unidad jurisdiccional no se produzca realmente, transformando profundamente tribunales especializados, como la Audiencia Nacional, con extralimitadas y especialísimas competencias.

Igualmente, la justicia requiere tanto la urgente e igualitaria unificación de un solo cuerpo, que ehmine la marginación de todo tipo en que se encuentra la justicia municipal, que es tan justicia como la de superiores instancias, como la autonomía del ministerio fiscal, cuya actual dependencia del poder ejecutivo contribuye obviamente a su falta de independencia.

Pero todos estos cambios resultarán inútiles mientras no se establezca una verdadera participación y comunicación entre la Administración de Justicia y la sociedad a la que sirve y de donde emana su poder y control, para acabar con el alejamiento e incomprensión actual. En esta tarea, así como en la tutela y aplicación del esencial artículo 125 de la Constitución, sobre el ejercicio de acciones populares y puesta en marcha del jurado (auténtica participación), el papel de muchos abogados -en este caso «defensores del pueblo»- y sus colegios debe ser fundamental. Un paso en este sentido es la citada nota del Colegio madrileño, donde se ofrece para recibir «cualquier tipo de informe, noticia o denuncia de compañeros sobre deficiencias en la Administración de Justicia y sus servicios con ella relacionados, como la asistencia al detenido, turno de oficio, etcétera». Ofrecimiento que también se extiende a los propios órganos de la Administración de Justicia acerca de la conducta de los letrados.

En esta línea, nuestro congreso de Granada amplía lo anterior, pidiendo que los colegios de abogados «sirvan a su vez de cauce a las justas reclamaciones de los ciudadanos relativas al funcionamiento de la justicia» y que, además «promuevan campañas de sensibilización de la opinión pública sobre la problemática de la justicia».

Miguel Cid es abogado y presidente del Grupo de Abogados Jóvenes de Madrid.

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