Tribuna:

Notas sobre el terrorismo / 2

La acendrada obstinación del terrorista, o del irredentista en general, puede mirarse ingenuamente como prueba de su empeño en un fin; pero una obstinación que es capaz de cubrir sesenta años y tres generaciones debería hacer sospechar más bien lo contrario: que la aparente obstinación nace de indiferencia ante el logro y el malogro, lo cual implica un ánimo desentendido o al menos distraído de los presuntos fines y un impulso de acción capaz de mantenerse sin solicitaciones exteriores, o sea autosuficiente y, por tanto, atizado y satisfecho por otros incentivos. Una lucha hereditaria, como la...

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La acendrada obstinación del terrorista, o del irredentista en general, puede mirarse ingenuamente como prueba de su empeño en un fin; pero una obstinación que es capaz de cubrir sesenta años y tres generaciones debería hacer sospechar más bien lo contrario: que la aparente obstinación nace de indiferencia ante el logro y el malogro, lo cual implica un ánimo desentendido o al menos distraído de los presuntos fines y un impulso de acción capaz de mantenerse sin solicitaciones exteriores, o sea autosuficiente y, por tanto, atizado y satisfecho por otros incentivos. Una lucha hereditaria, como la del IRA irlandés, que transmite de padres a hijos la antorcha sagrada, aleja la idea de una querella eventual y una enemistad ceñida a términos propios de ese orden práctico en que solemos razonablemente hablar de medios y de fines, más bien hace pensar en esa clase de Estados endémicos de hostilidad, en esas configuraciones antagónicas que constituyen todo un modo de ser, una condición y una fisonomía. De alguna manera cabría, pues, decir que el irlandés del IRA es irredentista casi como el fenicio es navegante y el turcomano es predador. Un «viejo luchador» , que jamás se haya acercado un punto a sus fines declarados, que jamás haya extendido su dominio más allá de su medio, pero que tenga todo un historial de emboscadas, de golpes de mano, de fugas o de rescates espectaculares, siempre brillante y casi siempre exitoso, nunca vencido o capturado, etcétera, es una figura que nadie osará poner en entredicho, a la que nadie pedirá justificarse por el sentido de su Causa ni por sus logros concretos en el camino de ese fin; parecería hasta un auténtico insulto pretender convertir un increíble historial de hazañas como el suyo en un balance que las contabilice, repartiéndolas en columnas de pérdidas y de ganancias. No, no serán, en modo alguno, los fines de la Causa ni los concretos logros a ella referidos los que acrediten la persona del viejo luchador y midan su grandeza, sino que, por el contrario, será él su gallarda y venerable figura, sus terribles costurones, su capital de hazañas, su personalidad plena de cumplimientos, su entero ser, lo que será erigido y esgrimido por credencial incontrovertible para avalar la Causa y darle el espaldarazo definitivo. El quid pro quo es tan evidente y clamoroso como siempre aceptado y nunca denunciado. La dorada y gallarda aureola que ciñe las sienes del viejo león irradia todo un poder santificante en tomo suyo y hace decir a quienes lo contemplan: «La causa de este hombre es, sin duda, una causa hermosa, una causa noble, por la que merece la pena luchar, una causa justa y verdadera.» Los resortes que rigen el prestigio de esta clase de sangrientos fantasmones, pedantes de la violencia, son fundamentalmente estéticos y cuentan con la sugestión de las formas más regresivas de la civilización. Y aun, formando parte fundamental, aunque absolutamente inconfesada, de ese halo estético, está la propia inutilidad, como secreto aglutinante de todo lo demás. Así pues, si es que de alguna forma es posible seguir hablando de fines, respecto de estas luchas, no lo será en el sentido específico de designios prospectados, algo que, por remotamente que sea, se representa delante, sobre el horizonte, sino más bien como si el punto ideal del fin se hubiese levantado del horizonte y, recorriendo un arco de noventa grados en el meridiano celeste, hubiese ido a colocarse en el cenit como una estrella polar, que no es ya nunca propiamente un fin, pero que lo reemplaza en lo que tiene de término de referencia de una intención y una conducta, como cuando se dice de la Causa «es la estrella que ha marcado el sentido de mi vida, la luz que ha alumbrado mi camino, el norte que ha dirigido todas mis acciones», etcétera. La diferencia con el designio reside en que esta estrella no está para ser alcanzada, sino tan sólo para ser apuntada como una referencia virtual permanente, en una especie de futuro perpetuo, cuyo sentido, sin embargo, puede cumplirse plenamente en cada lance, como el perpetuo futuro de un equipo de fútbol se cumple plenamente en cada gol, en cada partido, en cada temporada. Así vemos que el síndrome patrio-afirmativo no parece sujetarse a la temporalidad lineal y proyectiva que preside la estricta relación de medio a fin.Ya indiqué el otro día de qué modo la acción terrorista es inversa respecto de las otras acciones, por cuanto éstas orientan el fin sobre el objeto, mientras que, por el contrario, el primer efecto buscado por la acción terrorista es el que revierte sobre el propio sujeto; el matado no era más que un material destinado a producir un aumento en el haber del matador. Pero a esta misma constatación podríamos suponerle ahora un significado todavía más drástico del que allí se le daba. No cuenta el valor objetivo de lo obtenido, sino sólo el subjetivo, para aquel cuyo fin es tan sólo la afirmación, el aumento y la complacencia de su propio ser, lo cual sólo se logra por negación y detrimento del contrario, porque se nutre específicamente de esa negación o más bien consiste en ella. No se disputan cosas, sino que,. como en una contienda deportiva, lo único que se disputa es quién vale más (es notable cómo en el Mío Cid la fórmula ritual del desafío era lanzar al rostro del adversario la tacha de menos valer). Así aquí no puede descartarse que el presunto fin, el fin declarado, como cosa disputada, no sea más que la racionalización de una relación entre personas. De modo semejante a como Marx hablaba del «fetichismo de la mercancía», en el sentido de que la mercancía era una objetivación engañosa que ideológicamente enmascaraba relaciones subjetivas, relaciones entre personas, así los sedicentes fines del terrorista o del irredentista en general podrían a menudo ser reconocidos como objetos ideológicos destinados a racionalizar relaciones subjetivas, relaciones entre personas, de tal suerte que el genuino móvil de los terroristas no fuesen tales fines, sino la lucha misma, como confrontación, el puro autoafirmarse en cada lance, el puro prevalecer sobre el antagonista, a lo que la pretendida querella sobre cosas servirá de ocasión y encubrimiento. De manera que el fin sólo sería objeto en el sentido de «prez», de enjeu, de trofeo, de signo demostrativo de una preponderancia. El fin verdaderamente perseguido no sería lo arrancado, sino el arrancar. Y es el llamado Yo, precisamente, el singular personaje que no se afirma ni se sacia ni se cumple en lo conseguido, sino en el propio conseguir, como no es en la pieza cobrada, sino en el abatirla, donde se colma y complace el cazador. Es preciso otorgar todo su peso a la evidencia de que la patria es rigurosamente un Yo, y el más desaforado y prepotente de todos ellos. Siendo la patria, y a menudo incluso la revolución, esencialmente un Yo, y siendo el sentimiento patriótico o irredentista un impulso esencialmente autoafirmativo, no hay una aproximación meramente metafórica, sino completamente real en asimilar el terrorismo al deporte y en reconocerle los rasgos generales de ese capítulo de actividades humanas que podría llamarse los Trabajos del Yo.

Otras armas mucho más fuertes harían falta contra el mito que las del optimismo desmitificador de un estrecho racionalismo economicista que pretende luchar contra el mito simplemente negando su poder real incluso en el pasado, y cuya manifestación historiográfica es suprimir, por anecdótica, la narración de las batallas. Entre tanto, han logrado que la racionalidad utilitaria se vuelva la ideología enmascaradora de los antiguos demonios renacientes. Pero mientras la estrella del Yo no desaparezca del horizonte humano, la batalla seguirá siendo el acontecimiento histórico por excelencia, el hecho capital en la vida de los hombres y los pueblos. Y Niké, la victoria, se reirá infinitamente de la mala gracia, de la poca malicia, la ninguna agudeza, las míseras artes, desvirtuados hechizos e inhábiles poderes de Venus Afrodita para la seducción de los humanos, para los cuales una sola ondulación de un pliegue de la orla del vestido en la levísima brisa levantada por el paso flotante de Niké tiene todo el arrebato de una tempestad infinitamente más irresistible que lo que la entera belleza de Afrodita, ofrecida en el máximo esplendor de las espumas marinas que la entregaron a la playa, soñó jamás en provocar. La autosuficiencia y la inutilidad no sólo no suponen ninguna novedosa desviación o corrupción de la violencia, sino que responden por entero al que es antropológicamente su sentido original y primitivo, con respecto al cual sí que es un extraño híbrido insostenible, igualmente cobarde y desleal con los demonios viejos y con los dioses nuevos, esta moderna y farisaica concepción de la sangre útil o fecunda, de la violencia como medio y de la guerra instrumental, que en virtud de eso, y para colmo, puede ser justa, injusta y hasta santa. Perversa sabiduría de estado, que mientras por encima declara la violencia, medio siempre necesitado de justificación para unos fines, por debajo la sabe único medio por sí mismo capaz de justificar fines y hasta santificarlos.

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Esa perversa sabiduría inconsciente de la racionalidad utilitaria es la que impele al terrorismo a justificar sus acciones como medios, como medios idóneos, y sobre todo -cosa en la que se siente obligado a hacer especial hincapié- como únicos idóneos, con respecto a unos presuntos fines declarados. El que esa clase singular de acciones capaces de sustentar el contenido totalmente autosuficiente de triunfos o plenos cumplimientos de la patria (presuntamente aún no alcanzada, pero en verdad completamente alcanzada y cumplida en cada uno de esos triunfos) y plena satisfacción del sentimiento patrio-afirmativo, y por tanto pleno valor de fines-contenido que es, a mi entender, su móvil dominante-, se vea así reducida a la subordinada condición de medio y justificada como puro medio tiene carácter de racionalizacion y moralización advenediza. Los sanguinarios mitos de la preponderancia y de la identidad, en que la acción sangrienta es contenido en sí, fin en sí misma, tratan de resurgir bajo el disfraz racional de una relación de medio a fin. No es objeción el hecho de que la actuación global del terrorismo aparezca a menudo al menos suficientemente coherente con el supuesto de unos fines declarados, puesto que toda racionalización, al estar destinada, según su función propia, a convencer en primer lugar a sus propios sujetos, impone a su actuación compromisos de coherencia que le impidan contradecir y desmentir de manera demasiado palmaria esa imagen racional y moralmente plausible de si mismos en cuya elaboración consiste, justamente, la función racionalizadora. Así, incluso fines parciales pueden reunir en sí la doble y contrapuesta función de triunfo para demostrarse a sí mismos el propio poder y de coartada moral destinada a justificar la querella, encubriendo esa misma primera función, al escudarla tras un fin plausible. (El juego de esta doble función se aprecia especialmente en las peticiones de

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amnistía, donde una sigla terrorista -la ETA- ha contaminado con su propia perversión moral las acciones no violentas de sus simpatizantes y donde la eficacia encubridora de la racionalización se debilita hasta convertir la mixtificación en una evidencia a flor de piel, apenas protegida por la hipocresía de la mala conciencia, de suerte que quien sostenga que el interés dominante de tales peticiones es el fin declarado -la libertad de los presos- ha de tener, por regla general, muchísimo menos de engañado que de mentiroso. Al carácter indiscutiblemente piadoso que la hace insustituible para la función de coartada moral, la amnistía une la privilegiada condición de jugada indistintamente ganadora por el anverso y el reverso, a los efectos que interesan a la otra función: por eso, cuando una concesión de amnistía no se homologaría plenamente como claudicación arrancada, y por tanto como triunfo propio, la petición es jugada a reverso, esto es, buscando, mediante la imprudencia y la inoportunidad, su denegación; y no hay por qué explicar qué otros resortes permiten capitalizar también la denegación de una amnistía en el activo de los peticionarios?) La relativa coherencia de comportamiento respecto de una supuesta relación de medio a fin, que los propios sujetos están interesados en mantener de modo suficientemente convincente, también y sobre todo para sus propios ojos, no debe inducir al error de tomar al pie de la letra y sin reservas una declaración de fines que la aplastante rutina de la moral moderna exige como justificación incluso a cosas mucho menos nocivas, como el propio deporte, que se ve obligado a justificarse como medio para desarrollar el cuerpo, para mantenerse en forma, para mens sana in corpore sano o qué sé yo qué más pijoterías. El que una actividad cruenta, como el terrorismo, se vea tanto más obligada a racionalizarse y moralizarse con su propia declaración de fines -y aseveración de la consiguiente subordinación a ellos como puro medio- no debería impedir la consideración de todos los indicios que señalan en él, al menos como igualmente verosímiles, caracteres de fin.

Pero lo más extraordinario y decisivo es que una vez alcanzado el fin declarado, el fin último, se abrochan los extremos de una circularidad que confunde y confuta por completo cualquier posible relación pretendidamente racional de medio a fin. El contenido mismo del síndrome patrio-afirmativo se revela incoherente con cualquier esquema finalista; pues, en efecto, alcanzado el día del triunfo y de la apoteosis, ¿cuál es el inapreciable tesoro que se encierra en el dorado cofre que el cortejo levanta y la multitud vitorea como el fin finalmente logrado que constituye el contenido mismo de la patria, el objeto soñado y buscado por tantas y tantas hazañas, tantos y tantos sufrimientos, que eran pretendidamente el medio para alcanzar este fin? iOh, anonadadora redundancia!, el contenido del cofre, el contenido de la patria, el contenido de¡ fin, aquello mismo en que la patria al fin conquistada consiste, no es sino la lucha que sirvió para conquistarla, el nombre, la memoria y la gloria de esas mismas batallas, de esas mismas hazañas que tenían como objeto de conquista el propio cofre que al fin no contiene otra cosa que ellas.

El primer artículo de esta serie de tres sobre el terrorismo fue publicado el pasado 11 de marzo.

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