Editorial:

Fuegos cruzados

UN CIUDADANO español ha caído víctima de las balas de un comando palestino: parece que por error, si es que se puede tildar de «error» el asesinar a una persona por otra. No hay que hacer hincapié en este aspecto de la equivocación; las balas de un asesino son siempre erróneas, aunque den en el blanco previsto. Hace poco tiempo había otras víctimas, igualmente inocentes -reiteremos: toda víctima es inocente por definición y con independencia de su biografía-, causadas por las bombas de un grupo armenio. Hay fuegos cruzados en las calles de Madrid. Se puede morir sin saber por qué ni a manos d...

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UN CIUDADANO español ha caído víctima de las balas de un comando palestino: parece que por error, si es que se puede tildar de «error» el asesinar a una persona por otra. No hay que hacer hincapié en este aspecto de la equivocación; las balas de un asesino son siempre erróneas, aunque den en el blanco previsto. Hace poco tiempo había otras víctimas, igualmente inocentes -reiteremos: toda víctima es inocente por definición y con independencia de su biografía-, causadas por las bombas de un grupo armenio. Hay fuegos cruzados en las calles de Madrid. Se puede morir sin saber por qué ni a manos de quién. Están también los pretextos para matar, que con todo el pudor del mundo tenemos que llamar propios. Surge, de pronto, la noticia mal explicada y nunca comprendida de cómo dos cuerpos de los que depende la seguridad del Estado se tirotean mutuamente en la calle de un pueblo del País Vasco, con la explicación incoherente de su falta de uniforme. ¿Y qué, si unos no fueran guardias civiles y otros policías nacionales? La pistola es siempre demasiado rápida, mucho más rápida que la reflexión.Como hechos aparentemente independientes, pero estrechamente ligados en lo que supone una quiebra de la moral y del respeto a la vida humana, aparec en en las páginas de sucesos relatos de autodefensa, cómo el de la muchacha que, en una tienda, clava un puñal en el vientre de un ladrón. Hay periódicos, hay hasta manuales del Ministerio del Interior que exaltan el heroísmo de la autodefensa y tratan de darle normas científicas. Pero Madrid no está al otro lado del río Pecos, y lleva siglos tratando de perfeccionar mecanismos policiacos y, sobre todo, mecanismos dejusticia que garanticen la defensa de la sociedad. Algunas campañas están tratando de llevarnos a la moral del «salvaje Oeste», a la ley del Linch; de pronto, hay vecinos que transforman su vida cotidiana, ante un grito de alerta, en una cacería de un supuesto delincuente, de un violador quizá inventado. Hay quienes forman piquetes según las normas del Ku-Kux-Klan. Las acacias madrileñas no son los sicomoros donde ahorcar sin juicio, y esta no es una ciudad fronteriza. Aquí lo que hace falta es un buen sheriff, y la vacante de director general de Seguridad lo puede cubrir.

Por lo que atañe al caso concreto de los terroristas internacionales que toman nuestro país como campo de Agramante, bien cabría exigir al Ministerio del Interior una más correcta «policía de fronteras» que ponga menos trabas a los exiliados políticos o a la simple emigración pacífica y ejerza un control más severo sobre los verdugos que cruzan la frontera española para ejecutar una sentencia propia. Está muy bien disponer de capacidad para detectar y expulsar espías soviéticos, pero no estaría de más usar esos mismos métodos para impedir la entrada al terrorismo internacional.

Cada suceso, en cualquier caso, es hijo de sí mismo y de sus circunstancias. Conviene aislar el luto por un ciudadano asesinado ayer, por lo que se considera un error de su asesino; conviene aislar cada atraco en su contexto, o cada balazo del País Vasco, y no dejarse llevar por la tensión de la violencia. Conviene mucho que quienes tienen en sus manos las dos armas que son las de la opinión pública y las de fuego propiamente dichas no exciten los ánimos ni se sientan fáciles para el gatillo. La violencia de los otros no es la justificación para dejar en libertad la violencia propia.

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