Editorial:

¿Bilbao, como Salem?

En 1692 diecinueve mujeres fueron colgadas en la ciudad estadounidense de Salem (Massachusetts) en una paranoia colectiva de caza de brujas que entró como un símbolo en la historia del oscurantismo y la barbarie de la humanidad. Acaso la simbología de aquellas brujas de Salem, por encima de otras mayores atrocidades, pro venga del hecho de que sólo cuatro años más tarde los mismos habitantes de aquella ciudad admitieron, cierto que tardíamente, su injusticia, su error y su histeria comunitaria, y redactaron una nueva sentencia absolutoria para aquellas mujeres ahorcadas.Once mujeres van...

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En 1692 diecinueve mujeres fueron colgadas en la ciudad estadounidense de Salem (Massachusetts) en una paranoia colectiva de caza de brujas que entró como un símbolo en la historia del oscurantismo y la barbarie de la humanidad. Acaso la simbología de aquellas brujas de Salem, por encima de otras mayores atrocidades, pro venga del hecho de que sólo cuatro años más tarde los mismos habitantes de aquella ciudad admitieron, cierto que tardíamente, su injusticia, su error y su histeria comunitaria, y redactaron una nueva sentencia absolutoria para aquellas mujeres ahorcadas.Once mujeres van a ser juzgadas en Bilbao el próximo día 26 por presuntas prácticas abortivas. Y va a tratarse de un juicio que, por las circunstancias y número de las procesadas, va a reunir características de piedra de toque para advertir hasta qué punto la democracia política ha reportado o no nuevas maneras de comportamiento social y de afrontar problemas tan delicados como el del aborto.

Van a ser juzgadas en Bilbao once mujeres por prácticas abortivas cometidas supuestamente hace seis o siete anos; la mayoría de las encausadas se sometieron presuntamente a un aborto por razones de salud precaria, entorno familiar hostil al embarazo o una economía doméstica incapaz de asumir una carga familiar más. Miles de mujeres españolas, en aquellos años como ahora mismo, volaban a Londres para someterse a un aborto sin más problemas que los que pudieran derivarse de su personal religiosidad o moral. Y en un terreno más amplio, la gran mayoría de las mujeres españolas vivían cierta miseria sexual y afectiva, sumidas en la desinformación sobre su propio cuerpo, la falta de una política de planificación familiar o la persecución legal de la venta libre de contraceptivos.

Así, sin duda, el juicio de Bilbao supera los límites estrictamente judiciales y devendrá inevitablemente en un proceso sobre los derechos de la mujer y sobre la ausencia de una moral civil respecto a un tema tan arduo como el del aborto. Este no es ya un problema de once mujeres en Bilbao ni de la Asamblea de Mujeres de Vizcaya, que está desarrollando una accidentada campaña en los municipios vizcaínos, ni siquiera de las mujeres en exclusiva. Es un problema que afecta a toda la sociedad española y uno de los muchos que se han quedado en la cuneta de un debate político que no ha sabido alumbrar hasta ahora un modelo de sociedad distinto al que prevaleció durante la dictadura.

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Es cierto que un debate sobre el aborto para quienes reconocemos el derecho a la vida como el primero de los derechos humanos, tiene siempre perfiles difíciles de abordar. Y es harto discutible -aunque no imposible- que una Constitución que prohíbe la pena de muerte dé paso a la legalización del aborto. Pero también parece claro que la sociedad española no puede permanecer impasible ante este juicio de Bilbao y ante estas mujeres sobre las que penden peticiones fiscales de hasta sesenta años de cárcel. Por lo demás, el estamento judicial no tiene más camino que aplicar las leyes penales vigentes. Y a la postre, entre la despenalización del aborto y dejar las cosas como están hay, sin duda, soluciones que es preciso debatir y encontrar. Algo tendrán que decir, en cualquier caso, tantas mujeres y hombres que han abortado, o ayudado a abortar, en España o en el extranjero; algo tendrán que decir nuestros médicos o científicos más eminentes; psiquiatras, psicólogos, sociólogos, moralistas y políticos. La opinión de la Iglesia católica en un país de amplio porcentaje de creyentes debe ser, sin duda, predominantemente tenida en cuenta, pero una máxima de la democracia es el respeto a las minorías. Y el Estado ni puede ni debe imponer a secas la doctrina de la Iglesia para aquellos que no la aceptan. Lo que no parece correcto, en cualquier caso, es abandonar socialmente a su suerte a las once mujeres de Bilbao, aliviando la mala conciencia colectiva en una hipotética y próxima rebaja de las penas por el delito de aborto. Y lo que es preciso hacer además es saber si moral y éticamente pueden ser compatibles o no -con avales científicos al respecto- el derecho a la vida y el derecho de las mujeres a abortar en determinadas circunstancias. Otras sociedades altamente desarrolladas así lo han decidido y no es posible pensar que estén constituidas en su mayoría por amorales o delincuentes.

Sin una política seria de planificación familiar, sin una educación sexual responsable y que alcance a todos los estamentos sociales, con el portillo del aborto en el extranjero para las mujeres pudientes o, al menos, las bien informadas, el proceso de Bilbao amenaza con convertirse en un remedo del proceso de Salem. Once mujeres españolas no pueden pagar ante la sociedad por todas las que han hecho otro tanto, pero desde la impunidad de la información, la cultura o el dinero. Los jueces no deben ser insensibles al estado creado al respecto en nuestra opinión pública.

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