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El divorcio: una falsa batalla

TeólogoEn la Tribuna Libre de EL PAÍS del 12 de septiembre el señor De la Cámara Alvarez, de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, escribe un artículo titulado «La Iglesia católica y el divorcio», En buena parte de la prensa española pulula el tema, con connotaciones parecidas a la polémica suscitada en Italia en 1974 con motivo del referéndum sobre el divorcio. Yo estuve presente en aquella campaña, pude hablar con claridad en buena parte de Italia y no recibí el menor reproche por parte de la jerarquía católica, ni siquiera la vaticana.

Creo, como ha dicho el ve...

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TeólogoEn la Tribuna Libre de EL PAÍS del 12 de septiembre el señor De la Cámara Alvarez, de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, escribe un artículo titulado «La Iglesia católica y el divorcio», En buena parte de la prensa española pulula el tema, con connotaciones parecidas a la polémica suscitada en Italia en 1974 con motivo del referéndum sobre el divorcio. Yo estuve presente en aquella campaña, pude hablar con claridad en buena parte de Italia y no recibí el menor reproche por parte de la jerarquía católica, ni siquiera la vaticana.

Creo, como ha dicho el vespertino Informaciones del mismo 12 de septiembre, que la Iglesia católica únicamente podría justificar su intervención en el veto o en el «recorte» de una ley de divorcio civil en el supuesto de que la indisolubilidad intrínseca del matrimonio fuera de Derecho natural. Así fue, en efecto, durante la campaña italiana de 1974: los obispos aseguraban insistentemente que no intentaban extrapolar su condición de responsables de la comunidad católica, traspasándola al ámbito puramente civil, sino que, como ciudadanos, levantaban su voz en el solo espacio del Derecho natural.

En las innumerables conferencias que di por toda Italia empezaba ditando un párrafo que en 1972 había dirigido Pablo VI a las Semanas Sociales de Francia. En él se decía expresamente que la indisolubilidad intrínseca del matrimonio es un don tan excelso de Dios, que solamente puede ser comprendido y aceptado por aquellos que poseen una fe robusta. Esto evidentemente equivalía a afirmar que la indisolubilidad intrínseca del matrimonio no es de Derecho natural. Por tanto, la Iglesia no puede aducir este motivo para injerirse en el problema de una ley civil de divorcio.

Con una pizca de humor andaluz yo les decía a mis oyentes italianos que esa postura del episcopado italiano, en cierto sentido rebelde a la doctrina del Papa, no dejaba de producirme un cierto escándalo, sobre todo teniendo en cuenta que el Papa es, además, primado de Italia...

Nosotros, los españoles -les añadía-, cuando llegue el caso, esperamos ser más fieles a las consignas del Papa, aun cuando nos coja más lejos.

Y ya nos ha llegado la hora. Yo creo que hay demasiado nerviosismo y una información muy deficiente. Es verdad que el documento episcopal reciente de los obispos sobre la familia no ha sido muy afortunado. Pero la Iglesia no se agota aquí, ni mucho menos. Si los que escriben sobre esta materia se hubieran tomado la molestia de leer las numerosas revistas teológicas y pastorales (algunas de ellas, oficiosas o casi oficiales), habrían descubierto que en este colectivo llamado Iglesia católica española hay una notable democracia interna. Y lo digo porque no se han escatimado críticas duras y ásperas al documento episcopal y, al mismo tiempo, se han propuesto alternativas diferentes a las que se apuntan en el escrito de los obispos.

En una palabra: la Iglesia española como tal (dejando, claro está, a algunos de sus ultras) no se va a entrometer por este camino del supuesto Derecho natural en la legislación sobre el divorcio.

¿Divorcio cristiano?

Todo el mundo, cuando ya ha expresado su exigencia de que la Iglesia no interfiera la legislación civil sobre el divorcio, admite de buen grado que los fieles católicos pueden seguir ateniéndose a la rigidez de la imposible separación real de los cónyuges, tal como supuestamente les viene impuesta por su fe.

Pero ni siquiera esto es verdad. Aunque parezca escandaloso decirlo, la Iglesia cristiana siempre ha admitido ciertas formas de divorcio, incluso hasta nuestros propios días. De o de lado lo que se llama «declaración de nulidad», o sea, el reconocimiento de que nunca hubo matrimonio válido por haber faltado desde el principio una condición esencial.

En los textos del Nuevo Testamento, sobre todo en el capítulo 19 de san Mateo y en el 10 de san Marcos, parece que Jesús propugna una imposibilidad intrínseca de disolución del matrimonio. Sin embargo, reconoce que el divorcio concedido por Moisés. era razonable, dada «la dureza del corazón humano», frase esta con la que se quiere indicar la fragilidad de la condición humana, que no siempre puede alcanzar las metas utópicas que se le proponen. Con otras palabras: para Jesús el ideal es la unión estable, pero en caso de «debilidad humana» habrá que buscar una solución «terapéutica». Y, efectivamente, la primera generacíón cristiana así lo entendió, como vemos en el capítulo 7 de la primera Carta de san Pablo a los corintios, donde, consultado en un caso concreto sobre la dificultad de convivencia entre un cónyuge cristiano y otro que no lo es, no teme en afirmar que pueden tranquilamente separarse con todas las consecuencias. Y la razón que da es universal, valedera para todos los casos: «Dios nos ha llamado a la paz.»

Esta praxis fue ampliamente aplicada por las iglesias cristianas en virtud del principio que en griego -la lengua usada por la mayoría de ellas- se llamaba la «katábasis» o «condescendencia»: se «permitía» la separación de los cónyuges y su posible nuevo matrimonio con otro partner.

Un divorcio terapéutico

Hoy la praxis canónica latina es quizá más rígida, pero todavía se produce la ruptura del vínculo al menos en estos casos tipificados: matrimonio ratificado, pero no consumado; privilegio paulino (diferencia de fe en los cónyuges) y privilegio petrino, al que aludió el propio Pío XII, afirmando que la Iglesia tiene, en virtud del «poder de las llaves», la facultad de disolver un matrimonio en casos graves.

De todo esto se siguen varias cosas. En primer lugar, que la Iglesia no puede interferir en la legislación civil sobre el divorcio alegando un supuesto Derecho natural que exija la indisolubilidad del vínculo.

En segundo lugar, la misma Iglesia tendrá que ofrecer a sus fieles un tratamiento más cerca del tradicional principio de la «katábasis», sobre todo teniendo en cuenta que en estricta teología el vínculo matrimonial es asumido como símbolo de la unión de Cristo con su Iglesia (Epístola a los efesios). Ahora bien, si esa convivencia matrimonial se ha convertido en una fuente de indiferencia o incluso de odio, sería sacrílego seguir pensando que todavía es símbolo de la unión de Cristo con la Iglesia.

Un padre de la Iglesia, san Ireneo de Cartago, llegó a decir que, cuando entre dos esposos se ha muerto definitivamente el amor, seguir cohabitando es simplemente un concubinato.

En tercer lugar la Iglesia está en su perfecto derecho de exigir de sus fieles estas elementales condiciones para acceder a la ruptura del vínculo. Dicho de otra manera si en el ámbito civil se considera el matrimonio como un mero contrato y puede ser rescindido por voluntad de los contrayentes ante la autoridad competente, en la Iglesia el «divorcio» es solamente concebido como medio terapéutico para sanar una situación podrida que daña a los cónyuges y a toda la familia.

Todavía no sabemos cómo va a ser la nonata ley de divorcio, pero en la mayoría de los países tiene mucho de «terapéutica». O sea, que se exige la prueba de que ha habido un fracaso en la convivencia matrimonial.

Eso sí, tendría que desaparecer la figura del «culpable», y en esto la Iglesia debería ser pionera, ya que el juicio de las profundas intenciones hay que dejarlo solamente a Dios. A los hombres sólo les compete constatar que ha habido un fracaso objetivo e irreversible, que necesita un arreglo legal para dar una segunda oportunidad a los que no pudieran alcanzar la utopía (que, por otra parte, es lo primero que sueñan todos los enamorados) de «contigo en la salud y en la enfermedad, en la vida y en la muerte, en lajuventud y en la vejez».

Y un último deseo: somos muchos los católicos (sobre todo, eclesiásticos) que postulamos la desaparición de la figura, antievangélíca, del matrimonio canónico con efectos civiles.

Lo mejor para todos sería sencillamente: suum cuique.

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