Editorial:

Las tribulaciones de nuestra diplomacia

SE DIRIA que la diplomacia española ha sido elegida como campo de prueba para experimentar las irónicas leyes de Parkinson y el principio de incompetencia de Peters. Primero se desgajó del Ministerio de Asuntos Exteriores nada menos que las Relaciones con Europa. Luego los cambios en el Centro de Cooperación Iberoamericana y la fuerte personalidad de su presidente abrieron una interrogante acerca de los responsables de la estrategia española en Latinoamérica. Después, el, secretario de relaciones exteriores de UCD, sin cargo conocido en la Administración, pública, asumió la tarea de dar un gir...

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SE DIRIA que la diplomacia española ha sido elegida como campo de prueba para experimentar las irónicas leyes de Parkinson y el principio de incompetencia de Peters. Primero se desgajó del Ministerio de Asuntos Exteriores nada menos que las Relaciones con Europa. Luego los cambios en el Centro de Cooperación Iberoamericana y la fuerte personalidad de su presidente abrieron una interrogante acerca de los responsables de la estrategia española en Latinoamérica. Después, el, secretario de relaciones exteriores de UCD, sin cargo conocido en la Administración, pública, asumió la tarea de dar un giro espectacular, con su viaje a Argel y sus contactos con el Polisario, a nuestra política en el Magreb. Más tarde, la creación, en abril de 1979, de una Secretaría de Estado para Asuntos Exteriores, pese al programa de austeridad en el gasto público, y la designación para el nuevo puesto de un ex ministro de la Monarquía, que aceptó sin duda ese descenso de status por los contenidos prácticamente ministeriales de sus funciones, recortó todavía más los territorios del señor Oreja, que parece relegado a ejercer una plena autoridad sólo en Asia y Oceanía. Finalmente, la constitución de una Comisión Delegada del Gobierno para Asuntos Exteriores, presidida por el señor Suárez o, en su ausencia, por el señor Abril Martorell, confiere al cruce de atribuciones y a la superposición de competencias de nuestra acción diplomática dimensiones de aglomeración y confusión dignas de un vaudeville.

Quizá por esa razón el señor Oreja, titular de una cartera cada vez más vacía de papeles, ha resuelto fortalecer su figura asumiendo la condición de portavoz de una acción diplomática de la que parece más un pasivo seguidor que un activo director. El corresponsal interino de Le Monde y un redactor de la agencia Europa Press han sido los destinatarios de las confidencias del señor Oreja, entregado, en cuerpo y alma, a la tarea de armonizar las contradicciones de nuestra diplomacia, probablemente nacida de las presiones de significado opuesto ejercidas dentro de un abigarrado mosaico en el que compiten centros de decisión independientes. La cumbre de La Habana y la anexión de Río de Oro por Marruecos han sido los principales temas de esas confesiones, tan desafortunadas como confusas.

Las declaraciones del ministro sobre la reunión de los países no alineados no van a servir más que para afilar las críticas que, desde la derecha y la izquierda, se han dirigido contra la participación española, a título de invitado, en la conferencia de La Habana. La arrogancia de afirmar que «por primera vez en 150 años España está en condiciones de hacer una política exterior propia e independiente » es conmovedoramente infantil y recuerda demasiado las bravatas de décadas pasadas. Pero esta jactancia es marginal, Lo importante es que, de ser cierto que «hoy vivimos en un mundo político diferente, en el que la distensión es un hecho y en el que la bipolaridad estricta ya no es estrictamente una realidad dominante a escala global», entonces la necesidad de integrarnos con los países occidentales «en las reuniones económicas, comerciales y culturales» no lleva en absoluto aparejada la conveniencia de «compartir con ellos unos intereses defensivos».

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El desplazamiento. del «contexto Este-Oeste» por el «contexto Norte-Sur» en una época «en que el bipolarismo rígido engendrado por la guerra fría está superado», la afirmación de que España acude a La Habana a petición de una gran parte de las repúblicas latinoamericanas, y la pretensión de convertimos en la bisagra entre los países industrializados y los países en vía de desarrollo en nada afectan, según el señor Oreja, a la evocación y opción» atlánticas de UCD y de su Gobierno. La explicación de. esta paradoja puede encontrarse en la argumentación, a la vez maquiavélica e ingenua, dada por el ministro para probar su coherencia. Si España «puede y debe estar presente en el foro de los no alineados», la razón última sería que tal conferencia, «por la heterogeneidad de sus integrantes y por las hondas discrepancias que les dividen profundamente, corre el riesgo de dejar de ser neutral y de alinearse con un bloques. Se trata, naturalmente, del bloque del Pacto de Varsovia, Queda, así, revelado el secreto: «la presencia de España en la conferencia de los no alineados, aunque sólo sea en calidad de invitada, es un claro símbolo del esfuerzo por salvaguardar. la independencia y el no alineamiento por ser España un país occidental y de clara vocación y opción occidentales». Ante el peligro de que la diplomacia soviética imponga su estrategia, la diplomacia atlántica opta por nuclear el foro de los no alineados con sus propios peones. Entonces, para ese viaje a La Habana no hacían falta tantas alforjas retóricas. Mucho más graves, y más cargadas de consecuencias negativas para los intereses españoles, son, sin embargo, las declaraciones del señor Oreja, desde luego inoportunas, a propósito de la anexión por Marruecos de Río de Oro. La violenta reacción de Rabat invita a que todos los españoles estrechen filas en nombre de la soberanía nacional, pero no impide solicitar al titular de la cartera de Asuntos Exteriores que utilice en futuras declaraciones mayores dosis de prudencia y reflexión, el estilo habitual del lenguaje diplomático y mayor familiaridad con el razonamiento lógico. Los intereses superiores de la colectividad, que podrían ser hostilizados en el futuro desde las costas norteafricanas, no deben servir de parapeto para que los gobernantes queden a salvo de la crítica y eludan la responsabilidad ante sus errores.

A la postre, lo peor que puede decirse de las ya célebres declaraciones. de nuestro ministro de Asuntos Exteriores es que fueron innecesarias. Lo afirmado por el señor Oreja no difería del comportamiento de la diplomacia española respecto del Sahara desde la muerte de Franco. Pero el ministro Oreja bien debía saber la calculada histeria de la diplomacia marroquí, que iba a aferrarse a sus frases como a clavo ardiendo para organizar otra dramática escandalera internacional, con el chantaje añadido de un paquete de represalias contra España. Ante un régimen como el marroquí, que intenta ocultar sus contradicciones feudales dándole la medicina del expansionismo a su población y su Ejército, debe practicarse una política de firmeza (el «complejo marroquí» ya empieza a pesar y a cansar a este país), pero también de prudencia. Y ahora, ya que no tuvimos lo último, tengamos lo primero. El Gobierno tiene que ser consciente de las implicaciones de esa postura en nuestras relaciones con Marruecos. La idea de que algunas frases corteses sobre nuestra «estima al pueblo y a las autoridades marroquíes» pueden aminorar la reacción de Rabat ante unas declaraciones que, aunque acogidas con desagrado por el Polisario, por su tibieza, anulan las pretensiones jurídicas, históricas y morales de la monarquía alauita sobre el antiguo Sahara español es simplemente incorrecta. Desde este periódico hemos defendido una política de equidistancia en el Magreb, pero no para que España quedara al alcance de todas las bofetadas, sino para ocupar un espacio que nos mantenga a salvo de un conflicto donde nada tenemos que ganar y sí mucho que perder.

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