Tribuna:

Fray Bustelo pide a Marx la humildad

Cubierto de nieve, con estrellitas blancas en las cejas y en las pestañas, plantado al borde del abismo de una mesa ministerial, brazos cruzados sobre el pecho, capa ondeante y sombrío embeleso, Marcelino Oreja se embriaga contemplando una foto movida de Teodoro Nguema. Hasta que Abril, melífluo, va y le gruñe: «Marcelino, ¡basta ya! »Todos los compañeros de Abril se esfuerzan, desde hace algunos meses, por ser ricos de las cosas exóticas (viajes, autonomías, golpes lejanos de la libertad) y pobres de las secas virtudes por las que un pueblo alcanza opaca y necesaria supervivencia. Y su...

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Cubierto de nieve, con estrellitas blancas en las cejas y en las pestañas, plantado al borde del abismo de una mesa ministerial, brazos cruzados sobre el pecho, capa ondeante y sombrío embeleso, Marcelino Oreja se embriaga contemplando una foto movida de Teodoro Nguema. Hasta que Abril, melífluo, va y le gruñe: «Marcelino, ¡basta ya! »Todos los compañeros de Abril se esfuerzan, desde hace algunos meses, por ser ricos de las cosas exóticas (viajes, autonomías, golpes lejanos de la libertad) y pobres de las secas virtudes por las que un pueblo alcanza opaca y necesaria supervivencia. Y sucedió cierto día que, estando reunido el Gabinete para decidir el emplazamiento exacto del carricoche de Carrero en el Museo del Ejército, muchos ministros carrasqueaban por lo bajo sobre los ascensores con dos puertas, la huelga de gasolineras o la subida del pan con tomate. Observando el relajo, Abril rogó silencio y se puso a contar el conocido ejemplo que sigue:

Había un hombre, gran amigo del Crucificado y de Marx, que tenía mucha gracia de vida activa y contemplativa. Con esto reunía tan excesiva y profunda humildad que se reputaba a sí mismo grandísimo pecador. Su humildad le santificaba y confirmaba en gracia, le hacía crecer continuamente en ella y en virtudes cristianas y marxistas que le apartaban de caer en pecado o político error municipal.

Fray Bustelo, maravillado ante ejemplo tal de humildad y conociendo en carne ajena que esa virtud profesional es hoy tesoro de alcaldía eterna, comenzó a sentirse lleno de amor y deseo hacia ella. Con gran fervor levantaba los brazos de Madrid al cielo y se hacía propósito firmísimo de no reírse ni siquiera de Enrique Múgica en tanto que la humildad no se hubiese posesionado plenamente de su alma materialista y científica. Desde entonces permanecía casi de continuo encerrado en su celda, macerándose con oraciones, ayunos leninistas, vigilias y lagrimones, en presencia de un ahumado retrato de Marx, para alcanzar de el tan señalado paquete de virtud, sin el cual se reputaba condenado a expulsión clara y a un mal cargo en el seno del PCE conquense. En esta ansiedad de encontrarse en los brazos fornidos del verdadero espíritu socialista se hallaba cuando le aconteció lo que sigue: iba por el Retiro con mucho fervor, llorando y suspirando, pidiendo a Marx con vehemente deseo aquel paquete de virtud política, sabedor de que Marx oye con mucho agrado las oraciones de los ortodoxos, cuando escuchó una voz que dos veces seguidas le dijo: «¡Fray Bustelo! i Fray Bustelo! »

Adivinó su espíritu barbudo que aquella voz, por el acento raro, entre germano y albanés, era la de don Carlos Marx. Y contestó: «¡Maestro! ¡Maestro! » Marx. le preguntó: «¿Qué darías tú por poseer la gracia que pides?» Fray Bustelo contestó: «Hasta los ojos de mi cara. Y mecheros, bolígrafos, llaveros, pirulíes, banderines y bellas pancartas con hoces y martillos floreados.» Y Marx añadió: «Pues quiero que poseas la gracia y también los ojos.» Dicho esto, la voz calló. Y fray Bustelo quedó lleno de tanta gracia por la deseada virtud izquierdista de la humildad y con tanta luz de taquígrafos encandilados que desde entonces siempre estaba muy contento, rebosante de energía y pureza. Muchas veces, cuando oraba a la espera del congreso otoñal, hacía un ruido como arrullo de paloma, repitiendo i uh, uh, uh!, y con carita alegre y corazón gozoso permanecía absorto. Preguntándole fray Pedro Altares por qué en su júbilo revolucionario no mudaba de tono, contestó con alegría que, cuando en una cosa se halla todo bien, no conviene eliminar más verso, físico y psíquico, que el de la burguesía.

Cuando Abril acabó con el ejemplo, quedáronse perplejos los ministros. ¿Qué habría querido decir? Los más pensaron que era un elogio desmedido de su propia soberbia primaveral, a fin de no ir sembrando envidia de virtud entre los próximos.

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