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La corrida de los miércoles

«Por favor, tomen asiento sus señorías que va a comenzar la sesión», anuncia el presidente minutos después de que suenen unos estridentes timbrazos en vez de los más armoniosos clarines y timbales. El Pleno de las Cortes va a iniciarse.Me piden que explique mis impresiones del Congreso visto desde mi escaño de diputado. ¿Mi escaño? No, no es mi escaño. Es nada más el escaño que ocupo provisionalmente, pues se me ha elegido tan sólo para cuatro años. Debemos acostumbrarnos, todos, a no tener tan arraigado el sentido de la propiedad y a no tenerlo en absoluto en las cosas que son de propiedad pú...

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«Por favor, tomen asiento sus señorías que va a comenzar la sesión», anuncia el presidente minutos después de que suenen unos estridentes timbrazos en vez de los más armoniosos clarines y timbales. El Pleno de las Cortes va a iniciarse.Me piden que explique mis impresiones del Congreso visto desde mi escaño de diputado. ¿Mi escaño? No, no es mi escaño. Es nada más el escaño que ocupo provisionalmente, pues se me ha elegido tan sólo para cuatro años. Debemos acostumbrarnos, todos, a no tener tan arraigado el sentido de la propiedad y a no tenerlo en absoluto en las cosas que son de propiedad pública, que pertenecen al Estado, es decir al país, y en última instancia al pueblo -un pueblo del que todos sin excepción formamos parte-. Un escaño es como un asiento en el vagón restaurante de un tren de lujo. Suena una campanita y una voz grita ¡segundo turno!; y quienes están sentados a la mesa tienen que levantarse y ceder la silla a aquellos que están esperando turno. Porque ni la silla del tren ni el escaño son bienes propios.

Yo no digo que debamos llegar en ese tema al extremo de mi amigo Manuel Sacristán. Me encontraba hace algunos años en su casa cuando entró una pequeña, su hija: «¿Y tú quién eres?», me preguntó. «Soy un amigo de tu papá», respondí no con gran imaginación. «¿Y cómo te llamas?» «Me llamo Antonio», contesté a su interrogatorio con un provinciano y aburrido amor a la verdad que debió fastidiar a la niña pues decidió cambiar la conversación. «Mira, Antonio, esto es la maquinita de afeitar de papá», y me mostró un sencillo artilugio. Papá Sacristán intervino en aquel momento y le advirtió con mucha dulzura: «No, hija, no es la maquinita de afeitar de papá. Es la maquinita de afeitar que utiliza papá.» Y volviéndose hacia mí, sentenció: «Hay que enseñarles desde pequeños que no existe la propiedad privada.»

El presidente no ha sacado pañuelo alguno pero ha repetido ante el micrófono, con voz melosa, que la sesión iba a comenzar inmediatamente. Sus señorías están ya ocupando los asientos, afortunadamente no tomándolos, al menos por ahora. En las Cortes de la República el presidente, aquel hombre inteligente y honrado que se llamó Julián Besteiro, respondió cierta vez a quien le preguntaba si podían quitarse las chaquetas: «Si, pero cada uno la suya. » ¡Aquellas Cortes!

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Decíamos que sus señorías iban ocupando sus asientos. Lo hacen sin apresuramiento y hasta, para decir toda la verdad, con cierta parsimonia, repartiendo por acá una sonrisa cómplice, un convencional apretón de manos por acullá, un rápido abrazo a éste e, incluso, un jocoso comentario a alguno de aquellos privilegiados espectadores de la barrera, quiero decir del banco azul.

Hay poca puntualidad. La corrida, anunciada para la muy taurina hora de las cinco en punto de la tarde, empieza con bastante retraso y, a pesar de ello, entran todavía tardíamente muchos rezagados: tal vez sea a causa del desastroso puente aéreo, o quizá estos pobres retrasados foráneos pretendían llegar a la corrida de la semana pasada. El festejo es de abono y no se venden entradas en la taquilla, pero en la plaza -perdón, en el hemiciclo- se ven bastantes claros. Puede decirse sin temor a equivocarse que se registra una buena entrada pero sin llegar a agotarse el papel. Las localidades bajas, las de mayor precio, aparecen, esas sí, repletas.

Nadie protesta por el retraso en el inicio de la corrida. Los espectadores de las primeras filas encienden aplicadamente unos largos cigarros habanos. Existe una contenida expectación ante esa función-sorpresa que no se sabe bien si va a ser una corrida, tal vez una novillada, quizá una becerrada o pudiera, incluso, llegar a ser una charlotada.

El espectáculo ha sido terrible. Hemos visto largas cambiadas, pases mirando al tendido, lances de frente por detrás, galleos y hasta quites con el capote a la espalda. Se han dado, sí, pases y ha habido adornos de todas clases en los que se ha lucido todo el repertorio, pero en conjunto las faenas han tenido poca calidad. Se ha, banderilleado a veces con banderillas negras de castigo; y en la suerte de varas se ha tapado la salida o se ha hecho la carioca con unos excesivos petos protectores. Se ha abusado también del pico de la muleta y nadie ha sido capaz de desabrocharse la chaquetilla para plantar, firmes, los pies en la arena. Pero, sobre todo, la tarde no ha sido alegre porque ha habido innumerables revolcones y hasta alguna cornada; tal vez el cartel lo componían toreros de oficio poco sólido. A veces, impotentes, miraban angustiosamente al cabeza de cartel para que les echara un capote, pero aquél permanecía mudo e impasible y ellos no sabían cómo lidiar lo que se les venía encima y acababan la mala faena con un bajonazo.

Sí, el espectáculo era bastante triste, un poco sádico, algo sanguinario. A los toreros les habían soltado un ganado resabiado y superior a sus pobres fuerzas y a sus escasos conocimientos. Ahora, al final de la corrida, vuelven maltrechos a la barrera entre las risas o la indiferencia del público sin que tan siquiera la mano de un compañero les eche sobre la cabeza una poca del agua del cántaro. Se adivina en su congoja o en su mirada perdida un reproche, quizá porque nadie les había explicado qué clase de ganado iba a salir por la puerta de toriles y confiaban, además, en que alguien bajaría al ruedo en lugar de permanecer en el burladero con un capote entre los dientes.

Al final de la tarde, en este preciso momento, con las andanadas ya vacías, está iniciándose el regreso de las cuadrillas sin la alearía y la solemnidad que existían en el paseillo de salida a la plaza. Por fortuna, las cogidas no han sido graves y a pesar de que un torero cojea ostensiblemente y otro está herido, con un buen descanso estarán listos para actuar, si hiciera falta, el próximo miércoles, aunque parece que la empresa pretende que vayan saliendo distintos toreros en cada función, no se sabe bien si para que vayan placeándose o para que sea destrozada su ambición, y se resignen a ocupar un modesto lugar en el escalafón. Entre bastidores algún empresario -no era hoy, desde luego Balañá ni tampoco Canorea- hace un rápido recuento de pérdidas y ganancias. ¿Será para él positivo el balance?

Una voz amiga me ha pedido que diera mi impresión sobre las sesiones del Congreso. En las Cortes, señores, cada miércoles es San Isidro.

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