Tribuna:

Teoría de las fallas

Si el tejano Rauschemberg cuando en 1955 plantó una cama pintarrajeada en la pared de la Egan Gallery, hubiera tocado un pasacalle con un bombardino al pie de su invento, hoy tendría el honor de ser un artista fallero. Como no sabía tocar el bombardino y además se negó a incendiar su obra, ha quedado en lo que es, sólo en el creador del pop-art. Sin embargo para los que no saben nada de esto, ha pasado por un artista revolucionario porque fue el primero que rompió la unidad frontal del cuadro e incorporó a la imaginación los objetos comunes, enseres de cocina, desechos de taller, produc...

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Si el tejano Rauschemberg cuando en 1955 plantó una cama pintarrajeada en la pared de la Egan Gallery, hubiera tocado un pasacalle con un bombardino al pie de su invento, hoy tendría el honor de ser un artista fallero. Como no sabía tocar el bombardino y además se negó a incendiar su obra, ha quedado en lo que es, sólo en el creador del pop-art. Sin embargo para los que no saben nada de esto, ha pasado por un artista revolucionario porque fue el primero que rompió la unidad frontal del cuadro e incorporó a la imaginación los objetos comunes, enseres de cocina, desechos de taller, productos de la basura política del distrito. Rauschemberg creó el antiarte dominado por el humor y sus seguidores añadieron a eso una batería de personajes públicos e imágenes populares reducidas a muñecos.Exactamente eso hizo el gremio de carpinteros de Valencia, cuando a principios del siglo pasado, para hacerle una gracia a su santo patrono, se le ocurrió amontonar trastos viejos, ímprovisar un monigote y atribuirle un significado. Este es el concepto de los ready-mades de Marcel Duchamp, según el cual basta la elección del artista para que un objeto cualquiera se convierta en obra de arte. Marcel Duchamp ha sido otro artista revolucionario, pero no sabía tocar un pasacalle con un bombardino y también se negó a quemar sus cacharros.

Está bien. Quedamos en que el arte es sagrado, más no hay que equivocarse de incendio, porque después pasa lo que pasa: pones al pueblo de Guernica en llamas y el cuadro de Picasso se somete luego a la adoración de los diletantes en el museo de Arte Moderno de Nueva York. Me parece una sofisticación demasiado cruel.

Allan Kaprow, de Atlantic City, concibió la idea de la unidad total del arte y la vida e imaginó la creación como un espectáculo efímero, como un suceso vívido y en 1959 ofreció en la Reuben Gallery el primer happening. Pero tampoco hay noticia de que alguien tocara allí el bombardino fallero ni disparara una traca, ni incendiara la imaginación de esos artistas revolucionarios que comen hamburguesas y palomitas de maíz, en lugar de los buñuelos del santo. Tampoco hay que confundirse de fogata. Hoy se montan las iglesias modernas en garajes que semejan talleres de grabado o se estructuran templos con diseño Bau-Haus, a modo de cafeterías, con una liturgia de estilo milanés. Y de pronto, viene una revolución, el pueblo llano se confunde y el happening consiste en quemar esos templos barrocos con columnas salomónicas llenas de angelitos mofletudos que parecen fallas de la plaza del Mercado. En arte todo está inventado, pero hay que saber tocar el bombardino y tener además el valor de quemarlo. Cada creación tiene su propia tea.

Las fallas son fiestas de equinoccio de primavera y detrás de las barbas de San José está el fuego ancestral en honor al dios Saturno, ese malvado que se come crudo a los críticos. Pero al menos los valencianos no cometen la ordinariez de creer que esos catafalcos son obras de arte ni tratan de vendérselos a un millonario de Texas. Se prende con una cerilla el invento tocando El fallero, de Serrano, por decir algo fino, y a otra cosa.

La historia, la, literatura, la política y el arte se convierten en falla cuando se tiene la osadía de levantarles el rabo. La Comuna de París, amenizada por la Banda Primitiva de Liria, una guerra civil concebida como una traca, contemplar la decadencia de Occidente tomando horchata de chufa, ver el caos iluminado por los fuegos artificiales, tocar el clarinete mientras los nacionales, debidamente legalizados por la izquierda, ganan unas elecciones democráticas, eso es el verdadero pop-art que nunca pudo imaginar Rauschemberg. Pero es algo que se le ocurrió a un carpintero valenciano hace casi doscientos años. Y además sin cobrar. Todo a cambio de una paella de conejo.

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