Cartas al director

Creyentes preocupados

Somos un grupo de creyentes que ama a la Iglesia y a quien ha dejado profundamente preocupado las palabras y las actitudes de Juan Pablo II en Latinoamérica.Nos duele el culto a la personalidad en que ha consentido, anulando la atención de la Conferencia de Puebla y los problemas allí debatidos. Las escenas de la televisión y el recuerdo en nosotros de las palabras de Jesús («No hay entre vosotros ningún maestro, Señor ... ») nos hacen sospechar que Juan Pablo II ha vivido en México un Domingo de Ramos, pero sin Calvario.

El Calvario lo pasan aquellos que no han sido suficientemente def...

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Somos un grupo de creyentes que ama a la Iglesia y a quien ha dejado profundamente preocupado las palabras y las actitudes de Juan Pablo II en Latinoamérica.Nos duele el culto a la personalidad en que ha consentido, anulando la atención de la Conferencia de Puebla y los problemas allí debatidos. Las escenas de la televisión y el recuerdo en nosotros de las palabras de Jesús («No hay entre vosotros ningún maestro, Señor ... ») nos hacen sospechar que Juan Pablo II ha vivido en México un Domingo de Ramos, pero sin Calvario.

El Calvario lo pasan aquellos que no han sido suficientemente defendidos por él. Cuando Juan Pablo II ha hablado de los derechos humanos, lo ha hecho con timidez y en una mezcolanza sospechosa. Se ha preocupado del aborto, el divorcio.... en unos países,donde la supervivencia y la violación de la vida es el primer problema. Y ha reivindicado la defensa de la persona humana en abstracto, al margen de los sitios concretos y de las violencias concretas que él indudablemente conoce. Hemos entendido que, según el Papa, a los pobres sólo les queda esperar, embriagados en esa santa alegría que falta en la mesa de los ricos.

Nos duelen sus palabras porque dejan traslucir un fipo de sociedad y de hombre y, sobre todo, un modelo de Iglesia, con el que no nos identificamos y que juzgamos preconciliar.

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Las legitimaciones del dualismo entre lo divino y lo humano, sus criterios sobre la verdad en los obispos, la negación de la «Iglesia popular», la casi identificación entre Iglesia y Reino de Dios, el sentido piramidal y jerárquico de la autoridad eclesial, etcétera, nos obligan a preguntarnos a quién puede servir una Iglesia así.

Quisiéramos ratificar la afirmación de Juan Pablo Il al regresar a Roma de que su viaje ha sido una «peregrinación de la fe». Pero no podemos. Para nosotros, con todo respeto y desde la comunión eclesial, ha resultado una peregrinación de desencanto y confusión.

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