Tribuna:

Sobre la virtud

Una horda de guerreros, horribles de aspecto y feroces en sus actos, asaltan la ciudad después de grandes luchas. El pillaje, el asesinato, la violencia reinan por doquier. No se respeta ni a niños ni a ancianos... Pero, en cierto orden, hay sensible abstención. «Grande fue la continencia de los vencedores -dice el texto autorizado-, y hubo incluso más de una desilusión entre algunas damas virtuosas en el decaer de la vida, las cuales, sintiendo los inconvenientes del bienaventurado celibato, estaban resignadas de antemano, puesto que no había de ser por falta propia, sino por voluntad del des...

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Una horda de guerreros, horribles de aspecto y feroces en sus actos, asaltan la ciudad después de grandes luchas. El pillaje, el asesinato, la violencia reinan por doquier. No se respeta ni a niños ni a ancianos... Pero, en cierto orden, hay sensible abstención. «Grande fue la continencia de los vencedores -dice el texto autorizado-, y hubo incluso más de una desilusión entre algunas damas virtuosas en el decaer de la vida, las cuales, sintiendo los inconvenientes del bienaventurado celibato, estaban resignadas de antemano, puesto que no había de ser por falta propia, sino por voluntad del destino, a llevar su cruz y contraer una especie de matrimonio a la sabina, exento de gastos y demoras.»«En el momento del desastre -continúa el cronista- se oyeron también las voces de algunas matronas de edad madura, viudas de unos cuarenta años, pobres pájaros hartos de su jaula. ¿Qué decían? ¿Qué preguntaban?: ¿Por qué no se viola aún? Pero ¡ay!, en aquella sed dominante de matanza y de pillaje no había lugar para pecados superfluos... y si las damas escaparon o no a los atentados en cuestión es cosa que no se ha aclarado. Yo prefiero creer la afirmativa.» ¿Qué historiador escribió esto? Lord Byron, en el canto octavo de Don Juan, esa joya que en esta tierra, que era de garbanzos y que ya ni siquiera lo es, no han visto ni por el forro más que cuatro gatos, entre los que me incluyo. El texto viene a pelo para tratar de un tema que podría estar al día. El de las virtudes y vicios superfluos. Porque de todo hay. También vicios y virtudes «oportunos».

En nuestra época hemos visto premiar virtudes y castigar vicios de modo peregrino. Hemos visto considerar altamente a un ingeniero por el número de hijos que tenía. Pongamos dieciocho. Esto con independencia de la calidad de los puentes o barcos que construyera. Hemos oído alabar a hombres de guerra, porque era de comunión diaria, y ensalzar a cómicos porque iban a misa todos los días. Lo de si habían ganado grandes batallas o si en las tablas actuaron brillantemente eran cosas secundarias. También hemos visto castigar a hombres beneméritos por masones, protestantes o librepensadores, y lo hemos aguantado, lo cual es peor. También hemos visto hacerse lenguas de la virtud de quienes reposan sobre ella como el cadáver en el ataud. La castidad de la vieja, la templanza del enfermo, la prudencia del tonto.

Ahora estamos en otro momento: pero empezamos a asistir a un reparto nuevo de premios y mercedes. Fulano -nos dice una revista- es hombre de grandes merecimientos, porque siendo estudiante, el año 57, le pegaron un palo en una manifestación. Zutano pasó una noche en la comisaría, lo cual prueba lo robusto de sus convicciones..., y a Perengano dejó de hablarle su suegra por rojo y por lo que es peor: por republicano federal.

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¡Cuánta virtud! ¡Cuánto mérito! Mérito al que hay que sacar el interés correspondiente. El sacrificio debe dar provecho. El hombre avisado debe de atender al porvenir y, ya allá, por los años de 1950, se decía que bastantes hombres públicos tenían «su rojo particular», por lo que pudiera venir.

En tiempos de libertad, de destierro de amenazamientos y triquiñuelas, convendría que tuviéramos en cuenta el texto de Lord Byron y que admiráramos, como se merece, a la hermosa doncella que triunfa del asalto brutal, pero que no hiciéramos méritos de las virtudes problemáticas de solteronas con sesenta años o de viudas con cincuenta, en trance de no poder resistir a asaltos inexistentes.

En este país de cristianos, pocos son los que hacen suyo el pensamiento del soneto místico. «No me mueve mi Dios para quererte.» Lo que mueve a la virtud, o mejor a una ficción de virtud, es la perspectiva del premio inmediato y esto no deja de tener sus puntos y ribetes de bellaquería. Ahora también estamos hartos de ver a gentes que se dan zancadillas en nombre del «rigor científico»... porque se disputan una credencial o un número de oposiciones. Virtud, virtud siempre.

Al paso que vamos haremos cotizar méritos como aquel de que hacía humorística gala el abuelo materno del que esto escribe, que se jactaba de ser el único español que, a fuerza de perseverancia, había llegado a estar una noche completamente solo en la Puerta del Sol. Utilizando este ejemplo, ya hizo don José Ortega burla de algunos hombres virtuosos de su época: de modelos de virtud no en el estrado, sino en la galería, esa galería en que pensamos tanto y que nos preocupa por llevar bien nuestra línea, nuestra gentileza. Y a propósito de gentileza:

Hay un cuento viejo español sobre cierto hidalgo al que voces malignas acusaron de que era «gentil» desde el punto de vista de las creencias. El viejo se fue por sus propios pasos donde los señores del Santo Oficio y, antes de que le preguntaran nada, se puso en paños menores, y enseñando sus flacas y menudas formas dijo: «Agora verán vuestras mercedes como no soy, ni he podido ser, ni seré gentil nunca.» Era un hombre astuto que cogió el rábano por las hojas. Pero, por lo menos, no presumió de lo que no tenía ni estuvo dispuesto a sacrificios como las matronas de Don Juan. ¡Virtud, virtud! Es de lo que menos hay que presumir: pero se presume de forma que da un poco de vergüenza y se reciben elogios por acciones incongruentes.

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