Editorial:

Crimen y castigo

LA FUGA de Herbert Kappler de un hospital militar italiano y su refugio en la República Federal de Alemania trae a colación el dudoso tema de las responsabilidades criminales derivadas de la segunda guerra mundial. Kappler, ahora anciano y canceroso, fue el coronel de las SS directo responsable de la matanza de las Fosas Ardeatinas, en Roma: 335 judíos fusilados como represalia a un atentado partisano. El incidente tuvo lógicas resonancias y sobre él se han escrito libros y filmado películas, en los quo no sólo Kappler sino hasta el pontificado de Pío XII, quedaban o malparados o en entredicho...

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LA FUGA de Herbert Kappler de un hospital militar italiano y su refugio en la República Federal de Alemania trae a colación el dudoso tema de las responsabilidades criminales derivadas de la segunda guerra mundial. Kappler, ahora anciano y canceroso, fue el coronel de las SS directo responsable de la matanza de las Fosas Ardeatinas, en Roma: 335 judíos fusilados como represalia a un atentado partisano. El incidente tuvo lógicas resonancias y sobre él se han escrito libros y filmado películas, en los quo no sólo Kappler sino hasta el pontificado de Pío XII, quedaban o malparados o en entredicho.Pero de la peripecia personal de este nazi debe darse parte a la historia o a los anales de la criminología militar, no a más de treinta años de acabada aquella contienda a los juzgados de guardia o a las cancillerías. Todas las simpatías y emociones que suscita el calvario de los judíos europeos desde el advenimiento nazi a 1945, los padecimientos y desastres de otros pueblos y razas en el mismo período, no justifican ya la jurisprudencia moral decantada del proceso de Nürenberg.

La perspectiva histórica no sólo es clarificadora, también es escéptica y, nunca, maniquea. Los buenos y los malos de 1945 ya no son, 32 años después, ni tan buenos ni tan malos. Al arrasamiento de Coventry o la Blitz sobre Londres se contraponen los bombardeos de Dresde y Hamburgo, y a todos ellos, el ataque nuclear contra Hiroshima y Nagasaky. El espíritu de Nürenberg lo perdieron los británicos en la India, en Chipre o el Ulster; los franceses, en la batalla de Argel; la Unión Soviética, en Hungría y Checoslovaquia; los americanos, en Vietnam... Y los israelitas -una parte del pueblo judío- también han sabido perder la pureza de sus acciones en Golan, la Cisjordania y el Neguev.

Lo que a la postre perdura es la amarga reflexión de Raskolnikov, el atormentado y filosófico asesino descrito por Dostoievski: el crimen es muchas veces una caprichosa cuestión de proporciones. El asesinato de una sola persona puede deparar una pena capital; el múltiple fusilamiento ordenado por Kappler le valió una cadena perpetua; un genocidio se premia en ocasiones con una estatua y un lugar en la Historia.

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Nadie recuerda a César como uno de los grandes depredadores de la Historia o como el supuesto incendiario de la biblioteca de Alejandría; a Alejandro, que -además de la cultura griega- llevó la guerra desde Macedonia a Afganistán, se le apellida de Magno y se le tiene por precursor del cabal entendimiento de los derechos del hombre. Hasta Napoleón tuvo que reincidir antes de ser recluido en Santa Elena.

La filosofía de Nürenberg, en suma, por la que Rudolf Hess espera la muerte en la prisión cuatripartita de Spandau, o por la que Kappler ha cruzado la frontera italiana en una maleta, por la que otros nazis siguen escondidos en España o América latina, por la que los vlasovistas todavía siguen siendo fusilados en la URSS cuando son identificados, ha perdido su vigencia jurídica y hasta moral. Sólo quedan los posos de una ajada venganza que ya no justifica ni el rencor. Acaso los vencedores de antaño no se atrevan a reconocer que en su día se excedieron en su papel de jueces y que ahora los restos de aquella justicia mundial han naufragado definitivamente.

La fuga de Kappler es más sospechosa que rocambolesca. No está descaminada la opinión pública italiana cuando estima que el Gobierno de Roma ha preferido su huida a decidir una medida de gracia que molestaría a la comunidad judía. Del severo patetismo de Nürenberg sólo restan estas sórdidas historias que nada tienen que ver con la justicia.

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